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Alberto Moryusef Fereres*
“D e ningún modo, no lo aceptaremos”, soltó a la prensa en 2014 Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, al escuchar que se le exigiría reconocer a Israel como Estado judío como condición para la firma de un tratado definitivo de paz. El requisito venía del primer ministro Benjamín Netanyahu, “… de la misma forma en que nos piden a nosotros reconocer el Estado de los palestinos”.
Desde entonces, Abbas no se ha movido un ápice de su posición, y recorre el mundo buscando legitimar su causa mientras promueve el odio a Israel. Pero él no hace más que repetir el mismo “no” que dio el bloque árabe a la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU del 29 de noviembre de 1947, según la cual territorio histórico de Israel –que entonces los británicos administraban bajo la figura del Mandato– debía repartirse entre judíos y árabes para que cada pueblo creara su Estado y cesara con ello el conflicto que entonces los enfrentaba. La conformidad por parte de los judíos implicó la aceptación del oponente, el potencial Estado árabe, mientras que los árabes tradujeron su rechazo en un intento de invasión del joven país, que al ser repelido los llevó a mantener un estado de guerra permanente en su contra.
En la negación del derecho de los judíos a un Estado en su propia tierra está la médula del conflicto con los palestinos, con el mundo árabe y con todos los antiisraelíes o antisionistas, no importa cómo se autodefinan. El problema no son Cisjordania y Gaza, ni siquiera Jerusalén Este; para ellos Israel no tiene derecho a existir “en ninguna frontera”, citando nuevamente a Netanyahu.
La insalvable distancia entre el sionismo y el nacionalismo árabe quedó en evidencia desde que se vieron las caras por primera vez a principios del siglo XX, bajo la ocupación otomana. El movimiento sionista halló forma a finales del siglo XIX con una premisa positiva, la del renacimiento de la nación judía, sustentada en la bíblica y milenaria relación de los judíos con su tierra y con el firme objetivo de que esa nación tuviera reconocimiento internacional. Este se alcanzó con la referida resolución de la ONU, y se consolidó con la posición que Israel tiene hoy ante la mayor parte de la comunidad de naciones, pese a los enormes intentos de deslegitimarlo.
El nacionalismo árabe en Palestina, por el contrario, surgió como respuesta al sionismo, bajo la premisa de la negación, sin una propuesta propia de emancipación del dominio extranjero. Ni el jerife Hussein de La Meca en su intercambio de correspondencia con el británico McMahon entre 1915 y 1916, ni el sanguinario mufti de Jerusalén Haj Amin Al-Husseini en sus encendidas arengas durante las revueltas de 1929 y 1936, asoman la idea de la creación de un Estado árabe palestino independiente, y ningún otro dirigente árabe de importancia lo hará de manera clara hasta mucho después de 1948.
La posición de judíos y árabes ante las propuestas de partición del territorio, tanto de la Comisión Peel de 1937 como de la ONU en 1947, dejan ver también la diferencia de la experiencia histórica colectiva de ambos pueblos. El historiador Paul Johnson, en su libro Una historia de los judíos, explica que dos milenios de diáspora, signada por la persecución y carencia de derechos, enseñaron a los judíos a negociar, a dejar maximalismos, a recurrir al pragmatismo y optar por la menos mala de las opciones, con la convicción de que podrían adaptarse a la situación ya que luego vendrían tiempos mejores. Por otro lado, mil trescientos años de guerras de conquista y sometimiento de otros pueblos acostumbraron a los árabes a ganar, o de lo contrario a arrebatar, ya que negociar con el enemigo equivalía a perder. Por ello, al término de la Guerra de Independencia de Israel solo firmaron armisticios, no tratados de paz ni demarcación de fronteras, con la idea de retomar las armas más adelante. Por lo mismo, los refugiados árabes nunca fueron absorbidos por ellos, y por eso año tras año “no han perdido una oportunidad en la que puedan perder una oportunidad”, como sentenció el excanciller israelí Abba Eban.
¿Acaso el gobierno actual de Israel está pidiendo algo nuevo, raro o absurdo? Judea fue un reino judío; si no, ¿de dónde salió el nombre?; El Estado judío es el título del libro del visionario Teodoro Herzl, la Declaración Balfour se refiere a un hogar nacional judío, la misma Resolución 181 llama a la creación de un Estado judío y el acta de independencia de Israel lo confirma, sentando la base jurídica de la nación sobre la cual se dictaron leyes fundamentales que definen a Israel como un Estado democrático y …judío. Para Netanyahu, reconocer a Israel como tal es inseparable del fin al conflicto. La reacción en contra por parte de los palestinos demuestra su intención de mantenerlo, y el respaldo que esa posición ha recibido de líderes occidentales y de mucha prensa solo se explica por un craso desconocimiento de la historia, o por la negativa de aceptar el derecho a la existencia de Israel.
Setenta años después de la histórica votación en la ONU, Israel es un país desarrollado social, económica y políticamente, pero que aún lucha por no perder su reconocimiento; por su parte, la Autoridad Palestina impone su supuesta legitimidad ante gobiernos y organismos, mientras mantiene a su pueblo estancado en el rencor, el atraso, la corrupción y el cobijo de terroristas. ¡Escoja usted!
*Miembro de la Junta Directiva de la CAIV