Nos encontramos en plena Semana Mayor, como se le decía o Semana Santa, cuando millones de fieles cristianos y católicos celebran la pasión, vida y resurrección de Jesús.
Normalmente esta semana coincide con la fiesta judía de Pésaj, en la cual el pueblo de Moisés celebra la salida de la esclavitud en Egipto hacia la libertad, y en búsqueda de la tierra prometida por el Creador desde el patriarca Abraham.
Justamente, los judíos celebramos Pésaj como si nosotros mismos hubiéramos salido de Egipto, relatando la historia de esos días a través de un libro que se llama Hagadá, comiendo hierbas amargas por todo el sufrimiento producido por los siglos de esclavitud, y una galleta que llámanos matzá, que en definitiva está relacionada con la forma que tomó aquel pan que no leudó en el horno de los israelitas, ya que con la urgencia de salir prácticamente corriendo de Egipto, sacaron del horno lo que pudieron y eso era una especie de galleta plana, que se come hasta nuestros días, para recordar esa salida intempestiva de hace unos 3350 años, por lo que en la semana de Pésaj los judíos no pueden consumir ningún alimento que contenga harina, levadura y sus derivados.
En tal sentido Jesús, quien nació, vivió y murió como judío, de padres judíos, María y José, como todo varón judío fue circuncidado al octavo día de nacer (Lucas 2:21), así como también hizo el Bat Mitzvá a los 13 años (Lucas 2:41), y predicó en la sinagoga como rabino (Lucas 20:21; 20:28). Incluso el primer versículo del Nuevo Testamento (Mateo 1:1-17), expresa que Jesús era descendiente de David y de Abraham.
Justamente, la ciudad de Belén es donde nacieron tanto Jesús como el rey David, aquel cuidador de ovejas que venció a Goliat y luego se erigió como rey de Israel, quien designó hace más de 3000 años a Jerusalén como capital de su reino, y padre de Salomón, quien construyo el I Templo de Jerusalén.
Las coincidencias entre Jesús y el rey David continúan, ya que la “última cena” se realizó en el segundo piso de una edificación en el Monte Sión en Jerusalén, llamado por ello cenáculo, y el rey David está sepultado en una esquina de la planta baja de dicho edificio.
La última cena que tuvo Jesús con sus apóstoles fue, sin lugar a dudas, la cena de Pésaj, en la que comieron el pan ázimo o matzá y bebieron cuatro copas de vino, sentados y recostados hacía la izquierda; según la tradición judía, en cada una de esas copas se nos advierte sobre el mensaje del Creador al profeta Moisés: en la primera copa “los salvaré de la opresión de Egipto”; en la segunda “los salvaré del trabajo forzado como mano esclava”; en la tercera “los redimiré con mano dura y brazo extendido”, y en la última copa “los tomaré como Mi pueblo y seré para vosotros su Dios” (Éxodo 6:6-7).
En definitiva, cuando el Imperio Romano adoptó la religión cristiana el 27 de febrero del año 380 de nuestra era mediante un decreto del emperador Teodosio, era evidente que necesitaban lavar su rostro en cuanto al enjuiciamiento y crucifixión de Jesús, porque para dicha fe significaría que ellos mismos habían matado al hijo de Dios; por lo que, como es habitual en la historia, qué mejor chivo expiatorio que el judío, siendo esto un factor determinante en la llamada acusación de “deicidio” al pueblo judío. Fue esa narrativa, que intentaba exculpar al Imperio, lo que causo la persecución, expulsión y matanzas de judíos en la Cruzadas, por la Inquisición, y diferentes instancias durante siglos.
No es si no hasta 1962 cuando el papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, y tres años después dicho Concilio emite la encíclica Nostra Aetate, la cual contiene una profunda reconciliación entre católicos y judíos, confirma el pacto de Dios con Moisés y el pueblo judío, y elimina el terrible concepto de “deicidio”
No es si no hasta 1962 cuando el papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, y tres años después dicho Concilio emite la encíclica Nostra Aetate, la cual contiene una profunda reconciliación entre católicos y judíos, confirma el pacto de Dios con Moisés y el pueblo judío, y elimina el terrible concepto de “deicidio”.
A través de la historia hemos visto cómo hermanos de sangre pueden odiarse inclusive asesinarse, tal como nos narra el libro de Génesis acerca de Caín y Abel. Pero el Génesis también nos trae una historia de reconciliación, como fue el caso de José y sus hermanos que lo habían vendido como esclavo al egipcio Potifar, siendo perdonados y abrazados nuevamente por José en un acto de verdadero amor profundo.
La historia bíblica nos debe guiar en el camino a una introspección que nos lleve a la reconciliación, el perdón por los errores cometidos por cada uno de nosotros, el abrazo fraterno y sincero entre todas las confesiones religiosas que tengan la responsabilidad, la hidalguía y el compromiso de trasmitir un mensaje al mundo, para eliminar los prejuicios, los odios ancestrales, la xenofobia, el antisemitismo y el racismo en toda su extensión.
El tiempo se agota, es ahora.