Anita Szotlender de Blum
E n junio de 1937, mi mamá Pesie, mis hermanos Natalio, Eugenia y yo emprendimos nuestra salida para no regresar nunca más a Brest Litovsk, Polonia. Nuestro destino final fue Caracas, Venezuela. Jamás nos pasó por la cabeza que esa salida significaba salvar nuestras vidas.
En ese entonces yo era una adolescente de quince años. Mi papá, Bernardo, ya había viajado a Venezuela en el año 1930, y trabajó con esmero para poder mandarnos los recursos para comprar los pasajes y así venirnos también. Éramos una familia muy modesta, tradicionalista y observante de las leyes judaicas.
En mi colegio en Brest Litovsk tenía compañeros y profesores muy antisemitas; otros, al contrario, tenían un comportamiento afectuoso y respetuoso. En shabat, por respetar el sagrado día, no asistía al colegio; algunos de mis compañeros me prestaban sus apuntes con las clases del sábado, pero en algún momento una profesora se enteró y se los prohibió de manera rotunda.
En una ocasión, el hijo del alcalde del pueblo, que estudiaba en mi misma clase, se burló de manera grotesca de los judíos; nos “agarramos” a puño limpio. Cuarenta años después, en los años 80, nos encontramos de manera totalmente casual en una ciudad de Rumania; yo estaba con mi esposo Leo (Z’L) de paseo, lo reconocí y en ese momento sencillamente lo ignoré. Hoy en día me arrepiento por no haberle dicho lo que tenía que decirle.
Dos días antes de salir de mi pueblo ocurrió un pogromo. Casi toda la población era judía, estábamos muy asustados y temerosos, la gente mantenía sus casas a oscuras.
Tras un muy tenso viaje en ferrocarril que incluyó varias ciudades, países y cambios de trenes, llegamos al puerto francés de Le Havre, donde tomamos el barco hacia La Guaira; a finales de agosto llegamos a Venezuela. Así, después de siete años, me reencontré nuevamente con mi papá.
En Caracas vivíamos en una casita alquilada que compartíamos con otra familia judía en la zona de Capuchinos; ya yo tenía la dirección cuando estaba en Polonia, pues era adonde le escribía a mi papá.
Al poco tiempo recibí una carta de Polonia, de mi prima Chayka; la tengo en estos momentos en mis manos, está fechada el 1º de octubre de 1937. La recibí tres meses después de haber sido escrita. Ella me preguntaba, y resumo: “¿Cómo les fue en el largo viaje? ¿Qué viste? ¿Qué impresión tienes de haber conocido otras ciudades? ¿Qué te quedó de todo eso? ¿Qué estás estudiando? ¡Mándame una foto de la ciudad! ¿Cómo es la gente? ¿Cómo se siente ser judío? ¿Qué organizaciones juveniles judías hay? ¿Tienes que esconder el hecho de que eres judía? ¿Tienes amigos? Respóndeme lo más extensamente posible, te pido que me escribas mucho y con todos los detalles, estoy esperando ansiosamente tu carta”. Y agregaba: “Tú sabes lo que pasa aquí, no hay nada de interés; tienes que entenderme, tú sabes que no lo puedo escribir todo, tienen suerte los que pueden salir”. Se despidió con un abrazo afectuoso.
Al poco tiempo le respondí cada una de sus preguntas, larga y detalladamente, y le mandé fotos. Nunca recibí respuesta, nunca más supe de ella, fue la última carta.
Casi el 100% de mi familia que permaneció en Polonia fue asesinada cobarde y salvajemente.
Este escrito es un homenaje a mi prima Chayka, a mis abuelos, a mis tíos, primos, amigos, a todos los judíos y no judíos que fueron exterminados en Europa por el nazismo y el antisemitismo, antes y durante la Segunda Guerra Mundial.