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Grant Rumley*
I magine el retrato de un líder palestino en el ocaso de su reinado. Asediado por todas partes y desafiado por nuevas figuras jóvenes, se lanza contra Israel, sus hermanos árabes, y Estados Unidos. Otros funcionarios palestinos compiten para reemplazarlo, convencidos de que su tiempo ya pasó. Así es como terminó Yaser Arafat, cuya insistencia en desatar la segunda intifada lo dejó aislado durante sus últimos años. Podría muy bien también ser la forma en que termine Mahmud Abbas.
Hace algunos días, Abbas, de 82 años, presidente de la Autoridad Palestina, dio un discurso frente al Consejo Central de la Organización para la Liberación de Palestina. Durante dos incoherentes horas desplegó expresiones antisemitas, intentó socavar la conexión del judaísmo con Israel y culpó a todos, desde Oliver Cromwell hasta Napoleón y Winston Churchill, por la creación del estado de Israel. Maldijo repetidamente al presidente de EEUU, Donald Trump (“que tu casa caiga en la ruina”) y dijo que boicotearía la visita del vicepresidente Mike Pence. Envió reprimendas indirectas a varios líderes árabes (“nadie tiene el derecho de interferir en nuestros asuntos”), tras varios días de reuniones presuntamente cáusticas con líderes del Golfo Pérsico (“si realmente quieren ayudar al pueblo palestino, apóyennos y dennos una mano. Si no, todos ustedes pueden irse al infierno”).
Se trata de un cambio dramático para quien alguna vez fue un burócrata apacible que ascendió al poder, en parte, por su habilidad para aliviar las tensiones con los países árabes y seguir canales diplomáticos indirectos. “Yo le digo al liderazgo y al pueblo de Israel”, declaró Abbas durante su discurso inaugural, hace 13 años este mes, “que somos dos pueblos destinados a vivir uno al lado del otro y a compartir esta tierra”. Desde entonces ha perdido unas elecciones parlamentarias y el gobierno de la Franja de Gaza ante Hamás, sus rivales islamistas. Tras más de una década de reinado, la mayoría de los palestinos ya no lo apoyan.
La frustración, al parecer, ha obligado a Abbas a revelar su verdadera naturaleza. En años recientes acusó a rabinos israelíes de apoyar el envenenamiento de pozos de agua palestinos, aseguró que los judíos han “fabricado” la historia, e insistió en que “nunca reconoceré el carácter judío del Estado de Israel”. Estos flirteos con el antisemitismo traen a la memoria su tesis de doctorado, en la que minimizaba el número de víctimas del Holocausto y sugería un vínculo entre el sionismo y el nazismo. Aunque más tarde se retractó de esas afirmaciones, sus diatribas recientes ponen en duda su sinceridad.
Abbas, el hombre que llegó a presidente con el compromiso de alcanzar finalmente un acuerdo con los israelíes a través de la diplomacia y la no violencia, se ha trasformado en Arafat, la misma figura en la que prometió no convertirse. Es una caída considerable para un líder que comenzó con tanto potencial.
En el momento del ascenso de Abbas, los líderes occidentales no podrían haber imaginado un mejor dirigente palestino. Durante los últimos años de su presidencia, Arafat había llevado a su gente a una sangrienta intifada, o levantamiento, que provocó que los israelíes sitiaran su cuartel general en Ramala y construyeran la barrera de separación entre partes de Cisjordania e Israel. Hacia el final de esa intifada, muchos en el liderazgo palestino sabían que había sido un error. “Le dijimos a Arafat que estaba jugando [con ella]”, recordó más tarde un alto dirigente de al-Fatah. “Le dijimos que pondría al mundo entero contra nosotros”.
Abbas también se había puesto en contra de Arafat, haciendo campaña contra la violencia y reprendiendo a los jefes locales de Gaza por “la destrucción de todo lo que hemos construido”. Esto le granjeó las simpatías de Israel y de Occidente, pavimentando el camino para convertirse en el primer ministro de Arafat en 2003, y luego presidente en 2005. Y fue su renuncia en desafío a Arafat lo que le ganó la aclamación de sus pares, llevándolo finalmente a ser seleccionado como su sucesor.
Ahora los roles se han invertido. Durante años, la mayoría de los palestinos han querido que Abbas renuncie. La piedra angular de su política exterior –buscar reconocimiento internacional para un Estado palestino independiente– ha demostrado ser mayormente infructuosa. En casa ha restringido el espacio para el disenso, promulgando leyes que permiten arrestar a ciudadanos por criticar a su gobierno en las redes sociales. Su partido, al-Fatah, está dividido entre rivales que desafían abiertamente su régimen, como el exiliado ex hombre fuerte Mohamed Dahlan, y otros como el vicepresidente Mahmud al-Alul, que declararon que “todas las formas de resistencia son legítimas” después de que Donald Trump reconociera a Jerusalén como capital de Israel.
A lo largo de este proceso, Abbas ha sostenido un firme compromiso en la coordinación de seguridad con Israel, a pesar de que se trata de un asunto profundamente impopular para los palestinos. Este compromiso “sagrado” solo lo ha alienado más de su pueblo.
Abbas parece estar consciente de esta desconexión, y está tratando de cerrar la brecha. En años recientes, muchos palestinos han comenzado a apoyar la noción de “un Estado”, que renuncia a los acuerdos de Oslo. Para Abbas, responsable de haber liderado a los palestinos en esa época, tal postura es al parecer incomprensible, pero viendo que gana apoyo se ha referido cada vez más a ella. Durante su discurso ante la última Asamblea General de la ONU declaró que la solución de dos Estados está “en riesgo” y advirtió que él podría “buscar alternativas que preserven nuestros derechos”. Tan solo minutos después del discurso de Trump, Saeb Erekat, negociador principal de Abbas, declaró que la solución de dos Estados estaba “muerta” y que “ahora es el momento de trasformar la lucha por la de un Estado con iguales derechos”.
De forma similar, muchos palestinos han considerado por largo tiempo la aversión de Abbas a las protestas populares como un obstáculo. Encuestas recientes revelan que una clara mayoría apoya esas protestas, como las que tuvieron lugar en Jerusalén el verano pasado, cuando miles salieron a las calles para rechazar la instalación de detectores de metales a la entrada del complejo de la mezquita de al-Aqsa por parte de Israel después de un ataque terrorista. En ese momento, Abbas expresó reiteradamente su apoyo a esas protestas; en su reciente discurso se refirió a las manifestaciones populares al menos tres veces.
Este es un cambio marcado de lo que sucedía hace algunos años, cuando el liderazgo palestino temía que la ira expresada en las protestas masivas se redirigiera en su contra y desafiara su poder. En años recientes, protestas contra las políticas de la Autoridad Palestina en temas como los salarios de los maestros y los pagos de la seguridad social han agitado Ramala, al punto que las fuerzas de Abbas han debido aplicar una creciente mano dura. De hecho, su cambio de retórica es la razón principal por la que él no será capaz de generar una nueva estrategia: la mayoría de la gente simplemente no creerá que su cambio de tónica es genuino.
Cuando Abbas deje eventualmente al escena (en su último discurso dijo que esa podría ser “la última vez que me vean aquí”), sus políticas –preferir las negociaciones adhiriendo la fórmula de dos Estados, un laudable compromiso con la no violencia y a la coordinación de seguridad con Israel– podrían desaparecer con él. Quien quiera que lo sustituya podría tratar de contrastarse con Abbas, de la misma manera que Abbas tomó el lugar de Arafat tras su muerte en 2004 con la promesa de negociar en lugar de mantener un conflicto abierto.
Esta es la mayor tragedia de Mahmud Abbas. El mundo vio en él a un reformista, un líder que podría llevar a los palestinos a la mesa de negociaciones y posiblemente allanar los obstáculos para una solución de dos Estados. En lugar de ello, se ha metamorfoseado en un tirano burocrático a lo interno, hostil a Estados Unidos, y un incendiario absoluto frente a Israel. Su régimen se ha alienado del pueblo, dejándolo desilusionado y sin derechos. Probablemente, él ha inclinado la balanza de manera inadvertida a favor de un sucesor más volátil. Y eso, para usar sus propias palabras, podría resultar en la destrucción de todo lo que se ha construido.
*Investigador en la Fundación para la Defensa de las Democracias; autor del libro The Last Palestinian: The Rise and Reign of Mahmoud Abbas.
Fuente: The Atlantic. Traducción NMI.
Imagine el retrato de un líder palestino en el ocaso de su reinado. Asediado por todas partes y desafiado por nuevas figuras jóvenes, se lanza contra Israel, sus hermanos árabes, y Estados Unidos.