T ras el fallecimiento de Shimon Peres, se le rindieron emotivos y muy merecidos homenajes. Mucho se ha escrito acerca de su vida y de su formidable obra, estrechamente vinculada al renacimiento del Estado de Israel, ya que en cada referencia histórica se percibe su presencia.
En uno de los capítulos más gloriosos que protagonizó, Peres convenció a Itzjak Rabin en su empeño de negociar la paz con sus vecinos. Siempre estuvo persuadido de que los aspectos económicos tienen una importancia crucial en la concreción de un Medio Oriente armonioso. De esa manera, amplias asignaciones de los Acuerdos de Oslo se basan en un gran desarrollo, pues vislumbró una región próspera que involucrara a Egipto, Jordania y a los palestinos en una integración productiva y fructífera.
La idea comenzó a dar resultados, y las negociaciones lograron éxitos tangibles que pudieron haber modificado la zona mesoriental. Sin embargo, el progreso se truncó debido a los numerosos embates terroristas perpetrados por radicales palestinos que buscaron su fracaso.
Arafat no supo o no quiso combatir la violencia. Lo cierto es que demostró que, tras décadas de asesinar tanto a ciudadanos israelíes a través del terror, como a sus compatriotas que competían con su liderazgo, no se trasformó en un verdadero estadista que condujera a su pueblo hacia un futuro promisorio.
De hecho, Arafat no fue la indispensable contraparte. No construyó una democracia funcional que habría dado simetría a ambas partes negociadoras. Por el contrario, Arafat fue un depredador; bajo su gobierno se estableció una mafia corrupta que mantuvo sometido al pueblo palestino. La decadencia de Arafat trajo como consecuencia el triunfo electoral de Hamás en Gaza y, luego, la expulsión de al-Fatah del enclave costero.
Con frecuencia, las arengas de Arafat en árabe instigaron contra Israel; de ese modo incumplió con una de las condiciones básicas de los Acuerdos de Oslo: generar un ambiente propicio entre los pueblos. La ciudadanía israelí sufrió cruentos ataques terroristas, tras los cuales constató que el proceso de paz no estaba redundando en mayor seguridad, y el holgado margen de preferencia de que gozaba Peres disminuyó drásticamente.
Tal vez análogo al relato de la rana y el escorpión, el veneno de Arafat contaminó lo pactado. Cabe la posibilidad de que para el tramposo presidente de la Autoridad Palestina los convenios solo fueron un cambio de táctica, en el viejo plan por fases que buscaba la destrucción de Israel, pero con una nueva y útil imagen ante un mundo ingenuo.
Eran tantas las ansias de alcanzar la paz, que Peres y Rabin cometieron la seria falla de no exigir de forma contundente, obligando la acción de los garantes, el acatamiento de la letra de los Acuerdos de Oslo.