Seis décadas han trascurrido desde la primera guerra que debió luchar el naciente Estado de Israel tras su creación. El resultado de ese conflicto fue capital para la consolidación del país ante el mundo y ante sí mismo
Sami Rozenbaum
T ras la Guerra de Independencia de Israel, conflicto desigual en que el recién nacido Estado judío se sobrepuso asombrosamente al intento de aniquilación por parte de seis países árabes, se firmaron los acuerdos de armisticio que, según su redacción, se asumían como fundamento para eventuales tratados de paz. La realidad terminó siendo muy diferente.
Entre los hostiles vecinos de la más joven –y a la vez más antigua– nación del Medio Oriente predominaba un sentimiento de humillación. No solo resultaba inadmisible, según el Islam, que un territorio que había sido dominado por la sharía dejara de serlo para convertirse en un país de infieles, sino que no podían tolerar la herida a su orgullo de que una población minúscula, casi sin armamento, hubiese vencido a sus ejércitos. Su primera reacción fue perseguir, y en la mayoría de los casos expulsar, a sus ciudadanos judíos. Luego se dispusieron a organizar la “venganza” y obstaculizar de cualquier forma posible la vida en Israel, extendiendo el férreo boicot económico que ya le aplicaban a los aspectos político y diplomático.
Mientras tanto, Israel trabajaba para absorber a cientos de miles de inmigrantes, muchos de ellos sobrevivientes del Holocausto, a los que ahora se sumaban los expulsados del mundo árabe, al tiempo que intentaba desarrollar su infraestructura. El esfuerzo ya era suficientemente arduo, pero además había que mantener el apresto militar ante la actitud belicista de quienes seguían siendo sus enemigos.
Desde el primer momento, Egipto violó lo estipulado en el armisticio de 1949 en cuanto a permitir la libre navegación de los buques israelíes por el Estrecho de Tirán hacia el Golfo de Aqaba en el Mar Rojo; esta vía acuática permite el acceso desde el puerto de Eilat, punto más meridional de Israel, hacia el Océano Índico, y por ende al este de África y la cuenca del Pacífico. El bloqueo violaba todas las normas internacionales, pero a pesar de repetidas denuncias por parte de Israel ante la ONU, y las correspondientes resoluciones y exhortaciones de ese organismo, Egipto no cesó el bloqueo y más bien lo reforzó progresivamente.
La situación empeoró en 1952, cuando Gamal Abdel Nasser dio un golpe de Estado que derrocó al rey Faruk, estableciendo un régimen militar nacionalista todavía más agresivo hacia Israel. Egipto instaló piezas de artillería en la entrada del Golfo de Aqaba, amenazando con atacar no solo a las naves israelíes, sino a cualquiera que llevara carga hacia Israel; todos los buques eran agresivamente revisados, y la navegación por la zona quedó en la práctica prohibida para cualquier país.
Como consecuencia, Egipto no solo imposibilitó que Eilat fuese un puerto funcional, sino que frenó el desarrollo de toda la mitad sur de Israel, pues en esas circunstancias no tenía sentido construir carreteras o vías férreas que mejoraran su comunicación con el centro y norte del país.
Para agravar más las cosas, en julio de 1956 Nasser anunció la nacionalización del Canal de Suez, que hasta entonces había sido administrado por el Imperio Británico y Francia; por supuesto, una de las consecuencias fue la prohibición del paso por el canal a cualquier barco israelí o dirigido a Israel. El Estado judío veía así limitado al Mar Mediterráneo su comercio con el resto del mundo; para importar o exportar mercaderías hacia el Extremo Oriente los cargueros debían navegar alrededor del continente africano, lo que incrementaba los costos al punto de volver ese comercio impracticable.
Así, Egipto apretaba la soga alrededor del cuello económico de Israel. Ningún país podría tolerar una situación semejante.
Israel en 1956
Cuando apenas habían trascurrido ocho años de su nacimiento, el Estado de Israel tenía una población de 1.850.000 habitantes, de los cuales aproximadamente 1.600.000 eran judíos; la mitad de estos había inmigrado desde un centenar de países diferentes tras la declaración de la independencia. Muchos aún no hablaban hebreo y llegaban con enfermedades endémicas en sus lugares de origen, pero la mayoría de las maabarot (campamentos de carpas para los recién llegados) ya habían sido sustituidas por viviendas estables, gracias a un acelerado programa de planificación y construcción.
La economía se basaba en la exportación de cítricos, productos químicos y farmacéuticos, y una pequeña aunque creciente cantidad de bienes manufacturados. El presupuesto nacional era crónicamente deficitario, y una proporción importante de los ingresos provenía de donaciones de judíos de todo el mundo. Los alimentos básicos se distribuían por medio de cupones de racionamiento, y así seguiría siendo hasta 1959, cuando la producción nacional permitió finalmente abastecer las necesidades del país.
A pesar de las limitaciones económicas, el sistema de salud funcionaba con eficacia y la educación y la cultura progresaban; ese año 1956 se inauguró la Universidad de Tel Aviv.
Pero para el Egipto de Nasser no era suficiente con ahogar a Israel dentro de sus exiguas fronteras. Había que impedir que tuviera una vida normal.
En 1954 comenzaron a tener lugar incursiones terroristas en suelo israelí desde el Sinaí y la Franja de Gaza, que en aquella época estaba bajo control egipcio. Los llamados fedayin (literalmente “sacrificados”) se infiltraban con facilidad en Israel, ya que no existía ninguna barrera fronteriza; sus ataques, casi siempre nocturnos, tenían como objetivo a los granjeros de los kibutzim o aldeas cercanas, muchos de ellos inmigrantes recién llegados; también realizaban emboscadas contra automóviles y autobuses, colocaban minas, volaban infraestructuras como las vías férreas, acueductos y el tendido eléctrico, e incluso lanzaban granadas dentro de las viviendas. Los fedayin causaron cientos de muertos, y a veces hasta mutilaron con saña los cuerpos de sus víctimas.
Nasser además organizaba ataques de fedayin desde los territorios de Jordania, el Líbano y Siria, armando a los terroristas directamente en las embajadas egipcias. Dada la pequeña superficie de Israel, su escasa población y todavía precario sistema de seguridad, los fedayin a veces lograban penetrar profundamente en el país, incluso acercándose a Tel Aviv y otras ciudades. Estas incursiones terroristas perturbaron profundamente la vida en el naciente Estado.
Ante lo insoportable de la situación y el clamor del público, el gobierno israelí adoptó una política de represalias, pero evitó escrupulosamente afectar a los civiles de los países vecinos; tras cada ataque terrorista, Tzáhal penetraba en el territorio desde donde hubiesen provenido los fedayin para destruir instalaciones militares o sedes de la policía. Este intercambio de ataques causó gran destrucción y muchos muertos en ambos bandos, pero no tuvo el deseado efecto disuasorio. Y tal como sucedería en las décadas siguientes, el Consejo de Seguridad y el propio secretario general de la ONU condenaban las acciones de represalia israelíes en lugar de los ataques terroristas.
Además de los fedayin, en ocasiones se producían ataques directos a lo largo de las fronteras. Uno de los casos más graves ocurrió el 22 de septiembre de 1956: un grupo de arqueólogos israelíes se encontraba visitando las excavaciones de Ramat Rajel, al sur de Jerusalén y cerca de la “tierra de nadie” que entonces separaba a Israel de Cisjordania, ocupada por Jordania; repentinamente, desde las posiciones de la Legión Árabe (ejército jordano) abrieron fuego de ametralladoras contra los indefensos científicos. Cuatro arqueólogos murieron y 16 resultaron heridos.
Al llegar la situación a un punto crítico, el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld, llevó a cabo un intenso periplo personal entre El Cairo, Ammán y Jerusalén, pero sin resultados. Los fedayin y los ejércitos vecinos siguieron sembrando muerte y destrucción en Israel.
La asfixia a la navegación israelí y el creciente terrorismo obligaron al gobierno de David Ben Gurión, entonces primer ministro y además ministro de Defensa, a estudiar la posibilidad de una acción militar que acabara con esa situación insostenible, que ya ponía en riesgo la propia existencia de Israel.
Moshé Dayán, jefe de Estado Mayor y quien a sus 41 años ya era un militar veterano, fue el encargado de organizar una campaña que terminara con el bloqueo naval y los ataques terroristas. La oportunidad se presentaría pronto, pues tanto los británicos como los franceses le comunicaron secretamente a Jerusalén que preparaban una ofensiva militar contra Egipto para recuperar el control del Canal de Suez. Si bien Israel no dejaría en manos ajenas sus decisiones militares, podría coordinar su propia acción con esos países, que intervendrían con el pretexto de detener la guerra.
Pero no sería tarea fácil. Israel contaba con escaso armamento: básicamente unas pocas decenas de aviones franceses y británicos, muchos de ellos de pistón (hélice), y tanques Sherman o AMX de la Segunda Guerra Mundial. Aunque hoy parezca increíble, Estados Unidos aplicaba un embargo de armamentos a Israel, pues la administración del presidente Dwight Eisenhower no quería alterar el “equilibrio estratégico” de la región para evitar que el mundo árabe, rico en petróleo, se aliara con la Unión Soviética en medio de la Guerra Fría.
Pero a finales de 1955 ese equilibrio se hizo pedazos: Nasser cerró un acuerdo militar con Checoslovaquia, satélite soviético, para adquirir un enorme arsenal de armas modernas, incluyendo los aviones caza más avanzados, i>MiG 15 e Ilyushin. De pronto, Egipto cuadruplicaba a Israel en número de aeronaves y vehículos blindados, sin hablar de su número de soldados. Por añadidura, Nasser estableció un comando militar único con Siria y Jordania, por lo que Israel se encontró con sus tres principales fronteras bajo el control de su peor enemigo. No había dudas sobre las intenciones de ese comando único.
Nasser, personaje carismático, se había convertido así en el líder más poderoso del mundo árabe, y aspiraba a consolidar esa posición logrando su objetivo más deseado: no desarrollar su propio país, sino destruir el Estado judío. En una de sus pomposas proclamas amenazaba a los israelíes: “¡Ustedes experimentarán pronto la fuerza y voluntad de nuestra nación! ¡Egipto les enseñará una lección y los paralizará para siempre! ¡Egipto los pulverizará!”. La emisora La Voz de Arabia y la prensa elogiaban a los fedayin, y hablaban con entusiasmo de la inminente destrucción de Israel. Ahmed Salem, comandante egipcio, escribió al jefe de sus fuerzas en la Franja de Gaza y al de la 5ª División el 15 de febrero de 1956: “Todos los comandantes deben prepararse para la inevitable campaña que se aproxima, para lograr nuestro elevado objetivo: la destrucción de Israel, su liquidación con la mayor velocidad posible y por medio de las batallas más crueles y brutales posibles”.
Por si fuera poco, el Imperio Británico, como escribiría Dayán en sus memorias, no perdió la oportunidad para complicar aún más las cosas. A pesar de que planeaba atacar a Egipto, el Foreign Office (cancillería) no quería poner en riesgo el pacto que entonces mantenía con Jordania e Iraq. El primer ministro británico, Anthony Eden, amenazó con defender militarmente a Jordania si Israel seguía ejecutando sus misiones de represalia antiterrorista; por su parte el premier iraquí, Nuri Said –cuyo país ya había luchado contra Israel en 1948 a pesar de no tener fronteras comunes–, anunció que su ejército entraría en Jordania para “apoyarla” (algo que al rey Hussein, por cierto, no le agradaba mucho). De este modo, el pequeño Israel se veía ante un candente escenario: tener que enfrentar a la vez a cuatro países árabes, y además nada menos que al Imperio Británico... con el que simultáneamente coordinaría su acción contra Egipto por el Canal de Suez. Toda una locura geoestratégica, típica del Medio Oriente.
El único aliado con el que Israel podía contar era Francia. A pesar de que el gobierno galo vivía una grave crisis política justo en ese momento, una misión encabezada por Moshé Dayán y el joven director general del Ministerio de Defensa, Shimon Peres, logró concretar la adquisición de aviones, vehículos blindados y repuestos esenciales, que llegaron a Israel por vía aérea a un alto costo para la aún precaria economía del país. Tzáhal realizó un gran esfuerzo para “asimilar” estos nuevos equipos, y adaptarlos –gracias a la legendaria inventiva israelí– a las condiciones del desierto.
El objetivo concreto de la campaña, que recibió el nombre clave de Operación Kadesh, sería conquistar la Franja de Gaza y la Península del Sinaí, un territorio tres veces mayor que todo Israel pero escasamente poblado; así se detendría el terrorismo de los fedayin. Y al llegar a Sharm el Sheij en el extremo sur del Sinaí, desde donde se controlaba el acceso al Golfo de Aqaba, se pondría fin al bloqueo marítimo. Todo debía llevarse a cabo en pocos días, pues Israel no era capaz de sostener una guerra prolongada. Los franceses y británicos entrarían simultáneamente en el conflicto y recuperarían el control del Canal de Suez.
Se efectuó un alistamiento progresivo y silencioso de las reservas, para no advertir a los países vecinos que se estaba preparando una gran ofensiva; se buscó crear la impresión de que únicamente se incrementaría el nivel de las represalias antiterroristas, y que el objetivo era atacar en territorio jordano, no en Egipto. La motivación entre los reservistas era tan alta que muchos de los que no habían sido convocados se presentaron también.
Dada la escasez de trasportes militares para la magnitud de la campaña, Tzáhal comenzó a requisar vehículos civiles: autobuses urbanos, camiones de hielo, carros de todo tipo y tamaño. El poeta Natan Alterman escribiría sobre el surrealista espectáculo de camionetas de lavandería, productos lácteos y helados recorriendo el desierto. Pero el ejército tuvo que rechazar numerosos vehículos que no estaban en condiciones de utilizarse, y muchos otros quedarían luego varados en las arenosas extensiones del Sinaí.
La campaña se inició al atardecer del 29 de octubre de 1956, con un lanzamiento de paracaidistas –el primero en la historia del país– cerca del estratégico Paso de Mitla, a 270 kilómetros de Israel y solo 60 del Canal de Suez. Luego comenzaría la penetración por tierra, hasta hacer contacto con esa cabeza de playa en la profundidad del Sinaí y establecer una línea de abastecimiento. La táctica tuvo el éxito esperado, y Egipto tardó en reaccionar. Sin embargo, la batalla de Mitla, el 31 de octubre, fue una de las más difíciles y costosas en vidas para las Fuerzas de Defensa de Israel.
El desplazamiento por tierra se inició por dos rutas, al sur y centro de la península; en su camino, numerosas bases militares egipcias cayeron sin esfuerzo: los soldados simplemente huyeron al divisar a los israelíes. Sin embargo, otros encuentros fueron muy duros.
Trágicamente, debido a lo primitivo de las comunicaciones y la insuficiente coordinación por la rapidez de las acciones, hubo varios casos de “fuego amigo” en que la artillería y hasta la aviación israelí atacaron a sus propios camaradas, con letal eficacia.
También se produjeron ejemplos de increíble arrojo: para cortar los cables telefónicos egipcios, se adosaron a varios aviones pequeños unos ganchos especiales. Como esto no resultó, los pilotos optaron por una acción muy arriesgada: cortar los cables con las alas y hélices de sus aparatos.
Los temidos aviones soviéticos de Egipto apenas entraron en acción, y no se atrevieron a bombardear objetivos civiles en Israel, posibilidad que había preocupado al alto mando. Luego la amenaza de los MiG y los Ilyushin desaparecería definitivamente, cuando los británicos y franceses entraron en acción.
Siguiendo su planificada simulación, el 30 de octubre el Reino Unido y Francia emitieron un ultimátum a Egipto e Israel: debían cesar de inmediato los hostilidades y retirarse al menos a 15 kilómetros del Canal de Suez; además, Egipto debía aceptar la “ocupación temporal” franco-británica de las ciudades de Port Said, Ismailía y Suez, para “garantizar el tránsito de buques a todas las naciones y separar a los beligerantes”. Si esto no se cumplía en 12 horas, ambas potencias intervendrían.
Israel no tenía de todos modos intenciones de acercarse al Canal, y obviamente Nasser no aceptaría esas condiciones; el objetivo franco-británico era atacar, como en efecto lo hizo, bombardeando los aeropuertos militares egipcios y destruyendo buena parte de su recién adquirida fuerza aérea.
Pero entonces los Estados Unidos y la Unión Soviética reaccionaron. Eisenhower estaba furioso, pues no fue consultado sobre esta acción; británicos y franceses habían fingido en la ONU que buscaban detener el conflicto. Washington y Moscú presionaron con todos sus medios para frenar la acción franco-británica. Mientras tanto, para el 2 de noviembre, los paracaidistas y tropas terrestres israelíes tomaban la localidad de El-Tor, al sur del Sinaí, donde había un puerto y aeropuerto de gran valor estratégico. Al día siguiente se concretó también la toma de la Franja de Gaza, principal centro de operaciones de los fedayin.
Al mismo tiempo, la 9ª Brigada de la Reserva, integrada en buena parte por habitantes de kibutzim y moshavim, llevó a cabo un muy difícil avance por el este del Sinaí, en el que debieron atravesar un terreno arenoso con fuertes pendientes, resultando necesario con frecuencia destrabar y empujar los vehículos. Tenían el agua racionada y debieron comer pan ázimo (matzot) mientras se adentraban en territorio egipcio, por lo cual su comandante, Abraham Yaffe, llamó a este avance “El Éxodo al revés”.
Hasta entonces el alto mando había tenido serias dudas sobre el desempeño de los reservistas, pero pronto se disiparon. La 9ª Brigada llegó el 5 de noviembre a Ras Nasrani (ver mapa), donde los cañones egipcios habían impedido durante tanto tiempo la navegación por el Golfo de Aqaba; a pesar de que el emplazamiento estaba dotado de búnkers y grandes depósitos de municiones y alimentos, los egipcios se limitaron a inutilizar sus propios cañones y huyeron. Al día siguiente, los reservistas y la Fuerza Aérea dominaron Sharm El-Sheij, mientras las fuerzas que venían de El-Tor convergían en el lugar para concretar el control total de la península. La Operación Kadesh había concluido.
La Campaña del Sinaí fue un éxito rotundo para Israel, pues logró sus tres objetivos: eliminar el bloqueo marítimo de Eilat, los ataques de los fedayin y la inminente ofensiva conjunta de Egipto, Siria y Jordania. Tzáhal hizo gala de su superioridad táctica, y demostró –al igual que en 1948– que lo más importante en una guerra moderna no son las armas disponibles sino la capacidad, entrenamiento y motivación del personal que las utiliza.
Sin embargo, la Operación Kadesh costó 172 jóvenes vidas, entre ellos 31 oficiales, ya que en las Fuerzas de Defensa de Israel los comandantes siempre encabezan los ataques en lugar de permanecer a la retaguardia. Israel terminó con más de 4000 prisioneros egipcios en sus manos; Egipto hizo menos de 20 prisioneros israelíes.
Entonces intervino la política. Israel pudo finalizar la campaña justo cuando entraba en vigencia un alto el fuego ordenado por la ONU; de inmediato comenzaron intensas presiones para un retiro total, pero el gobierno de Ben Gurión lo condicionó a que hubiese garantías para la navegación por el Golfo de Aqaba y el cese del terrorismo. Esto se logró con el establecimiento de una fuerza de la ONU en las fronteras con Egipto y Gaza.
A diferencia del triunfo militar del pequeño Israel, los británicos y franceses se encontraron enmarañados en un callejón diplomático, sobre todo por la indecisión de Londres. Aunque bombardearon los aeropuertos egipcios y lograron desembarcar en Port Said y Port Fuad, las presiones de Estados Unidos, la URSS y la ONU los obligaron a detener sus acciones y retirarse sin lograr nada concreto. Así, quedó claro que estos viejos imperios habían perdido su carácter de potencias dominantes.
La paradoja del armamento soviético
Tras una semana de guerra, buena parte de las armas soviéticas que tanto enorgullecían a Nasser y habían preocupado a Israel yacían dispersas por toda la península del Sinaí –en muchos casos sin haber sido siquiera utilizadas–, junto a miles de pares de botas que abandonaron los soldados egipcios para huir con mayor rapidez. El botín de guerra que obtuvo Israel fue gigantesco, e incluyó decenas de tanques, cientos de otros vehículos (blindados o no), una estación de radar completa, cientos de aparatos de radio, miles de minas, ametralladoras, bazookas, cientos de cañones, y millones de municiones de todo tipo. Así, paradójicamente, las armas con las que Nasser pretendía convertirse en el emperador del mundo árabe terminaron fortaleciendo a Tzáhal.
El parlamento británico se opuso desde un principio a la participación en el conflicto, lo que desató una crisis política. El primer ministro Anthony Eden debió renunciar ignominiosamente pocos meses después, y prácticamente desapareció de la vida pública.
Aunque perdió la guerra contra Israel, la imagen de Nasser salió políticamente fortalecida, porque resistió el ataque de dos países occidentales y retuvo el control del Canal de Suez. Pero el famoso “comando único” con Siria y Jordania demostró ser otra fantasía árabe, pues esos países no acudieron en ayuda de Egipto.
Israel se retiró en marzo de 1957 de todos los territorios que había controlado, y a partir de ese momento su frontera sur disfrutó de una década de relativa tranquilidad gracias a la presencia de la ONU. La ciudad portuaria de Eilat, y todo el sur de Israel, comenzaron por fin a desarrollarse, con lo cual la economía nacional recibió un considerable impulso. Sobre todo, Israel ganó en autoconfianza, pues demostró ser un país viable y que podía defenderse; en palabras de Moshé Dayán, una nación capaz de “asumir la responsabilidad de su propio destino”.
Diez años después se repetirían varias de las circunstancias que desembocaron en la Campaña del Sinaí. Pero esa es otra historia.
El desplome de los regímenes árabes
Tras la derrota árabe en la Campaña del Sinaí, tuvo lugar una serie de insurrecciones en los países vecinos de Israel.
Gamal Abdel Nasser siguió promoviendo la agitación para deponer a los gobiernos que no le eran afines. Esto ocasionó una guerra civil en el Líbano en 1958, y la Sexta Flota de EEUU intervino, en respuesta al llamado del presidente cristiano xxx Chamoun, para estabilizar al gobierno; pero ese fue el fin de la paz en la antes llamada “Suiza del Medio Oriente”.
El gobierno del rey Hussein de Jordania también sufrió los embates del nasserismo, y en este caso fueron tropas británicas aerotrasportadas las que acudieron en apoyo del rey Hussein, sobrevolando (con autorización) el espacio aéreo israelí.
En Iraq, un golpe de Estado derrocó al rey Feisal, quien fue brutalmente asesinado junto a varios miembros de su familia; como lo describe el historiador Jaim Herzog (más tarde presidente de Israel), “sus cadáveres fueron arrastrados por las calles de Bagdad por la jubilosa muchedumbre”. Por su parte, el primer ministro Nuri Said, el mismo que preparó la entrada de tropas iraquíes en Jordania “para defenderla de Israel”, se escondió disfrazado de mujer, pero fue descubierto y hecho pedazos por el populacho.
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