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Síntesis de la ponencia de Benjamín Scharifker, rector de la Universidad Metropolitana, durante el acto conmemorativo de la Kristallnacht organizado, como todos los años, por el Comité Venezolano de Yad Vashem junto a CAIV, WIZO y Espacio Anna Frank, y que tuvo lugar en la sede de la Fraternidad Hebrea B’nai B’rith
L a práctica de la labor científica, que es a lo que me dedico, aconseja buscar y recoger evidencias, analizarlas, elaborar hipótesis que busquen relacionarlas entre sí, elaborar teorías, someterlas a prueba y llegar a conclusiones. Mucho se ha investigado sobre el Holocausto, y siete décadas más tarde son más las preguntas que las respuestas.
La Primera Guerra Mundial, ocurrida entre 1914 y 1918, dejó abiertas muchas heridas en Europa. Además de destruir cuatro imperios, esa guerra terminó debilitando los Estados democráticos de la época, humillando a la nación alemana, marcando el auge de los nacionalismos y originando grandes crisis económicas, lo que propició el surgimiento y apogeo del fascismo.
En Alemania y Austria se profundizaron los resentimientos y el odio hacia las minorías. Surgió la creencia de que Alemania no había perdido la guerra por razones militares, sino por el “enemigo interior”, conformado por la izquierda y los judíos.
Durante la República de Weimar, entre 1919 y 1933, había en Alemania medio millón de judíos, menos del 1% de la población. Los judíos estaban sumamente integrados a la cultura y la sociedad alemana; la mayoría eran de clase media, vivían en ciudades y se ocupaban del comercio, la industria y el ejercicio profesional. Algunos eran muy influyentes en la política y la diplomacia, y había entre ellos prominentes académicos, como el físico Albert Einstein y el químico Fritz Haber, y filósofos, sicólogos y sociólogos, como Karl Mannheim, Erich Fromm, Theodor Adorno o Herbert Marcuse.
En 1933 todo esto empezó a cambiar. Hitler asumió como canciller. Primero vino el boicot a los negocios judíos, luego disposiciones que los excluían de la administración pública, y más adelante, a partir de 1935, las leyes de Núremberg, que explícitamente privaron a los judíos de la ciudadanía alemana, de sus derechos políticos, civiles y económicos. Ya no se les permitía estudiar ni enseñar en universidades, pero más aún, a las ideas que surgían del trabajo de los académicos judíos, como la Relatividad de Einstein, se las catalogó como falaces, como parte de las conspiraciones contra la nación alemana de las que formaban parte los judíos. Los nacionalsocialistas intentaron por todos los medios imponer sus prejuicios supremacistas de la pureza racial aria, extendiéndolos también hacia la ciencia.
A principios de 1938, Alemania se anexó Austria. El 27 de octubre de ese año, 17.000 judíos de origen polaco fueron expulsados de Alemania. Se les ordenó salir del país esa misma noche, cargando consigo tan solo una maleta; el resto de sus pertenencias fueron incautadas. Polonia, donde más de tres millones de habitantes —el 10 % de su población— eran judíos, les negó la entrada. Así, la gran mayoría de los judíos expulsados de Alemania fueron enviados a campos de concentración.
Un joven judío de 17 años que vivía en París, Herschel Grynszpan, indignado por las condiciones a las que habían sido reducidos sus padres, que formaban parte de estos expulsados, ingresó el 7 de noviembre a la embajada alemana y le disparó a un funcionario con un revólver.
Como respuesta al atentado, el gobierno alemán prohibió a partir del 8 de noviembre la circulación de revistas y periódicos judíos, la asistencia de los niños judíos a las escuelas y todo tipo de actividad cultural judía, desatándose además una feroz campaña antisemita con la que se alentó al pueblo alemán a atentar contra los judíos. El 9 de noviembre murió el funcionario alemán herido en París, y esa misma noche se desató la violencia concertada por el partido nazi contra todas las comunidades judías de Alemania y Austria.
En esa llamada “Noche de los Cristales Rotos” más de 1500 sinagogas, prácticamente todas las que había en Alemania, quedaron demolidas o severamente dañadas. Se profanaron además los cementerios y se destruyeron cerca de 7000 tiendas de judíos; sus viviendas fueron saqueadas y muchos, incluyendo niños, mujeres y ancianos, recibieron palizas y maltratos. Cerca de un centenar de personas fueron asesinadas.
En Austria el saldo fue también terrible: solo en Viena la destrucción alcanzó a cerca de 100 sinagogas. Los arrestos de judíos fueron numerosos esa noche y durante los días siguientes, y más de 30.000 fueron enviados a campos de concentración.
Estos hechos no pasaron inadvertidos, pues a la propaganda nazi le interesaba que se conocieran. Las noticias acerca de la Kristallnacht circularon alrededor del mundo, y en varios lugares contribuyeron al descrédito de los movimientos nazis. Algunos países retiraron sus embajadores o cortaron relaciones con Alemania. En España, en medio de su guerra civil, la República condenó la Kristallnacht con firmeza, pero el bando franquista, que poco tiempo después resultaría victorioso en ese conflicto, lo justificó y hasta lo aplaudió.
En general, la respuesta del mundo a la “Noche de los Cristales Rotos” fue tibia. Nadie parecía percatarse del significado de estos hechos ni de lo que el aparato de propaganda nazi buscaba con ellos, que no era otra cosa que humillar, atemorizar y demonizar al judío, reducirlo, despojarlo de su condición humana, descalificarlo de toda consideración moral, para preparar el camino hacia lo que en 1942 se convertiría en la “Solución Final”, la aniquilación total, el Holocausto. Estos son los hechos que nos llaman a la reflexión, 79 años después.
En primer lugar, el impacto que tuvo la Kristallnacht sobre el destino de los judíos europeos. De que ese destino estaba sellado no cabía la menor duda; las intenciones del régimen nacionalsocialista eran claras: ya estaban decididos a encontrar una “solución” a la “cuestión judía”, lo proclamaban a todos los vientos y lo demostraban con hechos. Para ese momento, la “solución” consistía en excluir a los judíos de la sociedad alemana, obligándolos a emigrar dejando todo atrás, o ser recluidos en campos de concentración donde enfrentarían trabajos forzados, hambre, enfermedades, penurias y la muerte.
El mundo, sin embargo, no se daba por enterado. Los judíos tenían la necesidad imperiosa de salir de los territorios controlados por el Tercer Reich, pero encontraban trabas insalvables para entrar en prácticamente cualquier país. Las maraña de intereses y prejuicios que impedían la emigración de los judíos a pesar de las inminentes amenazas están magistralmente reflejadas en las páginas de la más reciente novela de Leonardo Padura, Herejes, un notable trabajo de documentación histórica de las persecuciones contra los judíos a partir del siglo XVII, en cuyo centro está la llegada a Cuba del trasatlántico Saint Louis, proveniente de Alemania con casi un millar de refugiados a bordo. Este libro trata el tema de las obras de arte robadas a los judíos por los nazis, pero sobre todo pone de manifiesto la parálisis e insolidaridad del mundo civilizado frente a los necesitados de ayuda en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. El Saint Louis fue rechazado sucesivamente por Cuba, Estados Unidos y Canadá, y una mayoría de sus pasajeros terminaría, de regreso a Europa, en Auschwitz.
Una notable excepción a la insensibilidad del mundo fue Venezuela, donde lograron desembarcar 251 judíos en los buques Caribia y Königstein, después de haber sido rechazados por Brasil, Guayana Francesa, Guayana Británica, Trinidad, Barbados y República Dominicana. En Venezuela el gobierno del general Eleazar López Contreras les otorgó visas de entrada y permisos de residencia permanente, la sociedad venezolana les ofreció la más cálida y generosa acogida, y hoy sus descendientes forman parte integral de nuestra sociedad. El destino de millones de personas pudo ser otro, si otros países hubieran tomado decisiones como las que tomó Venezuela en ese momento.¿Qué significa hoy Kristallnacht?
Para la mayoría de las personas, no mucho. Cabe preguntar cuántos, fuera de este auditorio, tienen conciencia de que hace 79 años ocurrió la “Noche de los Cristales Rotos” y su significado. Si condujéramos una encuesta, para algunos pudiera ser el nombre de una discoteca, una marca de vino o una banda de rock. Pero ese evento marcó un hito en el desplazamiento masivo de cientos de miles de personas, que dejaron de aportar sus conocimientos y capacidades a la sociedad alemana.
Vale la pena preguntar cuáles fueron los efectos de esta exclusión sobre el desarrollo de Alemania a partir de ese momento. En lo que respecta a ciencia e innovación, uno puede fijarse en lo que ocurrió en los países que empezaron a recibir el influjo de científicos judíos a partir de 1933, sobre todo Estados Unidos. Bien sabemos que el desarrollo de la bomba atómica y posteriormente la energía nuclear, así como el programa espacial norteamericano, recibieron fuerte impulso por la llegada de científicos procedentes de Alemania. ¿Pero qué ocurrió en otros campos del conocimiento?
Según un reciente estudio (1) conducido por investigadores de las universidades de Stanford y Chicago en EEUU y la Universidad de Warwick en Inglaterra, la invención en Química en EEUU aumentó 31%. Los datos indican que la llegada de inmigrantes judíos alemanes aumentó la innovación, por la renovada atracción hacia los temas de interés de los emigrados, más que por el aumento de la productividad de los investigadores norteamericanos. Los estadounidenses que colaboraron con los profesores emigrados de Alemania empezaron a registrar patentes a niveles superiores en la década de 1940, y continuaron siendo excepcionalmente productivos en la de 1950, lo cual sugiere que los profesores emigrados ayudaron a aumentar la invención en EEUU a largo plazo, entrenando a un grupo joven de científicos estadounidenses que luego continuaron entrenando otros. La emigración de personal altamente calificado de Alemania hacia EEUU tuvo, por tanto, profundos efectos en el aumento de la calidad de vida y la economía de ese país, con efectos que perduran hasta nuestros días.
La restricción de las libertades y la exclusión de personas por razones políticas o ideológicas, con la emigración masiva de personal calificado, puede afectar severamente el desarrollo de las naciones. Lo estamos viendo en nuestro país. Se calcula que más de dos millones de personas han emigrado de Venezuela en los últimos 20 años (2), y que este flujo migratorio se caracteriza por su alta selectividad en cuanto al nivel educativo (3) , hasta el punto que los venezolanos son los hispanos con mayor nivel de educación en EEUU, superando incluso el promedio de la población de ese país. Paralelamente, la producción científica en Venezuela ha caído cerca del 30% en la última década, mientras que ha crecido significativamente en países vecinos, incluso duplicándose en Colombia, mientras la contribución de Venezuela a la producción de conocimientos en la región se ha reducido a la mitad en este período (4).
La fuga de talentos compromete seriamente las capacidades de las naciones para su propio desarrollo. En el caso venezolano, la emigración masiva está siendo forzada por un cúmulo de razones, entre ellas la restricción de las libertades y la consecuente disminución de la inversión y la productividad, lo que conduce a la escasez y la inflación, así como la inseguridad, con tasas de pérdidas de vida en manos de la violencia entre las más altas del mundo.
Debemos estar siempre atentos a lo que los hechos nos indican. Tras el acceso del nacionalsocialismo al poder vino el ostracismo y la persecución contra los judíos, Kristallnacht, la Segunda Guerra Mundial —la conflagración bélica más mortífera de la historia de la humanidad— y la Shoá. Todo esto, precedido y acompañado de enormes tensiones sociales, económicas y políticas que descompusieron el tejido social y reconfiguraron el entramado institucional. Los signos estaban ahí, fueron ocurriendo uno tras otro, pero el mundo nunca les prestó suficiente atención hasta que ya era demasiado tarde. Es por tanto legítima la preocupación de que la memoria de estos hechos perdure y de que su significado sea conocido.
Viene ahora la pregunta: ¿Pueden repetirse hechos de esta naturaleza?
La Shoá fue un hecho singular de la historia. De nosotros depende que eventos como Kristallnacht y el Holocausto no vuelvan a ocurrir jamás. Tener conciencia, como lo estamos haciendo con este acto conmemorativo, contribuye a ello.
Pero tenemos que estar alertas. Si bien el número de países con regímenes democráticos ha crecido como nunca antes desde 1945, y la democracia se ha consolidado en el hemisferio occidental, los riesgos de la exclusión, la violencia, el autoritarismo y las ideologías totalitarias permanecen.
Los genocidios no son cosa del pasado. Durante el período del Jmer Rojo en Camboya, entre 1975 y 1979, más de dos millones de personas perdieron la vida por razones ideológicas. Entre abril y mayo de 1994, más de 800.000 tutsis fueron asesinados por el gobierno hegemónico hutu en Ruanda. En Darfur, Sudán, la limpieza étnica ha reclamado la vida de más de 300.000 personas desde 2003.
Varios millones de personas han muerto de hambre en Corea del Norte, donde el gobierno sistemática y premeditadamente impide asistencia a la población afectada por la escasez de comida, y un millón adicional ha muerto en los campos de prisioneros políticos, donde los disidentes son recluidos con sus familias, incluyendo a los niños.
Estas cifras ponen de manifiesto la dimensión de la violencia inspirada por el odio, inducido por quienes manipulan la voluntad de miles de personas para satisfacer sus propios intereses y ansias de poder. Pero no debemos olvidar que el antisemitismo es una realidad, que es omnipresente, que se manifiesta de muchas formas y que con frecuencia se disfraza de antisionismo. La Liga Antidifamación de la B’nai B’rith reporta 1299 incidentes antisemitas en EEUU entre enero y septiembre de este año, una cifra 67% mayor a la reportada para el mismo período del año pasado. El diario londinense The Guardian informa que en 2016 hubo en Reino Unido 1309 incidentes antijudíos, un incremento de 36% con respecto a los 960 que hubo en 2015.
No es menos preocupante el resurgimiento del antisemitismo y las corrientes políticas que lo toleran. En Francia, el Frente Nacional resultó favorecido por el voto de un tercio de los franceses en las elecciones presidenciales de mayo de este año, y en Alemania la extrema derecha logró en septiembre, por primera vez en 60 años, ocupar puestos en el Bundestag, el parlamento federal.
Como lo estableció el filósofo Karl Popper —forzado a emigrar de Austria en 1937 por su origen judío— en su obra La sociedad abierta y sus enemigos, por paradójico que parezca, defender la tolerancia requiere no tolerar la intolerancia. El mundo, lejos de aprender de las experiencias pasadas, las recrea una y otra vez.
¿Qué debemos hacer?
Nunca debemos olvidar hechos como los ocurridos en la “Noche de los Cristales Rotos”. Tener conciencia de ellos contribuirá a que genocidios como el del Holocausto no puedan ocurrir nunca más.
Pero no basta con ello. Debemos atender los factores que permiten y facilitan el odio y la manipulación de las masas, e incitan la intolerancia, la discriminación, la xenofobia, el rechazo a la diversidad y la persecución de las minorías.
El período entre las dos guerras mundiales estuvo signado por problemas y situaciones que no fueron atendidos apropiadamente. Esto permitió el surgimiento de regímenes totalitarios en Europa, con sus funestas consecuencias. Nuestro propio tiempo no está exento de dificultades: las fuentes de energía y su distribución, la disponibilidad y el uso del agua, el acceso a los recursos del planeta, la presión sobre el ambiente, la pobreza, las desigualdades sociales, el fundamentalismo, el terrorismo organizado, las mafias del narcotráfico, la corrupción.
Todas estas son amenazas para la paz, y algunas son fuerte obstáculo para el progreso y el desarrollo sostenible de la humanidad. Nuestro futuro dependerá de cómo logremos construir las capacidades apropiadas para atenderlas, y para ello necesitamos hacer un fuerte énfasis en la educación. La educación de todos, basada no solamente en conocimientos sino fundamentada en las competencias para entender el mundo, relacionarnos unos con otros, vivir juntos y desarrollar las habilidades necesarias para resolver los problemas.
Citando a Martin Buber, filósofo judío que emigró de Austria a Israel en 1938, poco antes de Kristallnacht, “Lo más real de la vida son los encuentros”. “Toma toda la vida aprender a tener tus propios puntos de vista, compartirlos con otros, estar abierto a los demás sin perder tus criterios, y mantenerlos sin cerrarse a los de los demás”. “La verdadera confrontación no es entre Oriente y Occidente ni entre capitalismo y comunismo, sino entre educación y propaganda. El ritmo de la propaganda es fervoroso, nervioso: es el ritmo de la televisión y la radio. El de la educación va más lento, al ritmo de los profesores conversando con sus estudiantes, al ritmo de quien lee y aprende por sí mismo. No se la puede apurar ni acelerar, si ha de seguir siendo educación”.
Ese es nuestro reto para el futuro: desarrollar habilidades y conocimientos, valorarnos como personas y reconocernos el uno al otro, como fundamento para la actividad humana.
(1) P. Moser, A. Voena, F. Waldinger, German-Jewish Emigres and U.S. Invention. SSRN (2013) 1910247.
(2)T. Páez, La voz de la diáspora venezolana. Madrid (2015).
(3)A. Freitez, Temas de Coyuntura 63. (2011) 11.
(4)E. Aguado-López, Rev. Venez. Gerencia 21-73. (2011) 11