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Néstor Luis Garrido*
A 79 años de aquella noche fatídica en que los judíos alemanes fueron víctimas de un pogromo masivo auspiciado por el Tercer Reich, hay dudas sobre si tomar en cuenta la fecha como el inicio del Holocausto o no.
Es un lugar común considerar que la Shoá comenzó la noche del 9 de noviembre de 1938, a raíz del asesinato del tercer secretario de la embajada alemana en Francia, Ernst von Rath, a manos de un joven judío, Herschel Grynszpan. La fecha, conocida universalmente como la Noche de los Cristales Rotos o Kristallnacht, se conmemora en la gran mayoría de las comunidades judías de todo el mundo, incluyendo la de Venezuela, con actos que compiten con el 27 de Nisán (Yom Hashoá Veagvurá) y el 27 de enero, día de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, que desde 2005 se viene conmemorando como el Día Internacional del Holocausto. Ahora bien, ¿fue realmente ese el comienzo? Según el Museo del Holocausto de Buenos Aires, la Shoá fue “la persecución y aniquilación sistemática de los judíos europeos por parte del Estado alemán nacionalsocialista y sus colaboradores. (…) entre 1933 hasta la finalización de la Segunda Guerra mundial en 1945”.
Esta misma definición, que se circunscribe a la judería, es ampliada inmediatamente por el autor a los otros grupos etiquetados por los nazis como “enemigos del Estado”: gitanos, personas con discapacidad, homosexuales, testigos de Jehová, adversarios políticos, comunistas, socialistas y librepensadores.
A partir de esta definición consideramos, por ende, que el Holocausto fue un proceso histórico y no un hecho aislado ni concreto, y como tal, establecer un principio ‒e incluso un final‒ es a veces problemático.
Los polvos que trajeron estos barros
La Shoá no es más que el cenit de un proceso mayor de persecución al pueblo judío, que se instaura en Europa tan temprano como el año 325 e.c. con el Concilio de Nicea, donde el Cristianismo, como Iglesia oficial del Imperio, lo declaró “deicida”, lo que sería reafirmado por san Juan Crisóstomo, que en 387 solicitó la persecución, exclusión y marginación de los judíos, al considerarlos “diabólicos”.
La Ilustración trajo a Europa la superación de los prejuicios religiosos, y permitió que los judíos de la parte occidental pudieran ingresar a la vida de sus respectivos países mediante la asimilación. Esa aparente armonía se rompió a partir de la popularidad de Los protocolos de los sabios de Sión, que acusaba a los judíos de conspirar sigilosamente para apropiarse del mundo.
A finales del siglo XIX, como extrapolación de las teorías darwinistas de la evolución de las especies, el racismo pasó a considerarse una ciencia. Este establece jerarquías raciales, con los arios a la cabeza, destinados a controlar a los otros seres humanos considerados inferiores.
El éxito de Mein Kampf, de Adolf Hitler, alcanzado en su tercera edición, cimentó el pensamiento de lo que sería Alemania con el arribo de este al poder en 1933. En el texto, el autor confiesa que los judíos le eran indiferentes y que hasta se conmiseraba de la animadversión religiosa en su contra, pero que un día iba caminando por Viena (donde vivían 200 mil hebreos) y se dio cuenta de que había un “problema”.
Esta percepción de los judíos como “problema” o “cuestión” (en alemán, la palabra frage significa ambos) dio inicio a que un egocentrista racista como Hitler buscara “respuestas” o “soluciones”, solo que el desenlace al dilema implicó la muerte de millones de personas, incluyendo ancianos, niños, mujeres y hombres. Para algunos, todo esto es el preámbulo (o el inicio) de lo que después se llamó la Shoá.
Volver legal lo ilegítimo
El ascenso de Hitler al poder halló con las “defensas” bajas a la institucionalidad de Alemania. El poder del populacho, aupado por la violencia y la creencia de que la democracia es otorgar la razón a quienes griten más y más alto, hicieron que tan pronto como se instalara como canciller (primer ministro) comenzaran las reformas guiadas por el autoritarismo y el racismo.
El paso del verbo a la acción se dio con un boicot general contra todo el comercio en manos de judíos el 1° de abril de 1933, a solo unos días de la inauguración de Dachau, el primer campo de concentración, adonde fueron a parar los presos políticos, entre ellos algunos judíos. Acto seguido, el 7 de abril, se establecen las primeras legislaciones antijudías con la expulsión de todos los funcionarios que no cumplieran con los estándares racistas del régimen.
El 15 de septiembre de 1935, con las primeras leyes de Núremberg, se establece la marginación de los judíos del resto de la sociedad nazi, cuando pierden la nacionalidad. Estas leyes, que incluían la obligación de portar la estrella amarilla, se extenderían luego a los gentiles que tuviesen un abuelo judío.
La permisividad de la sociedad alemana, y la complicidad de todo el sistema judicial para la conculcación de la Constitución y la vulneración los principios éticos universales de entonces, que respaldaron las ideas del “racismo científico” y del darwinismo social, dieron pie a que las cosas se hicieran según el hegemón, lo que iría en contra de los propios alemanes “arios” que tuvieron que entregar a la custodia del Estado a los familiares con alguna discapacidad para su esterilización. Se han señalado todos estos hitos como el comienzo del Holocausto.
La internacionalización del “problema”
Las críticas a las acciones de Hitler se sentían en todo el mundo occidental. Como un golpe maestro, el Tercer Reich aceptó presentarse en la Cumbre de Evián, en julio de 1938, organizada por la Liga de las Naciones para abordar el tema de la persecución contra los judíos.
A esta reunión asistieron 32 naciones, incluyendo gran parte de América Latina, y allí Hitler les ofreció barcos para llevar a sus puertos a los judíos del Reich, lo que la mayoría de los países rechazó. Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido no solo no aceptaron refugiados, sino que le dieron carta blanca a Hitler, al declarar que nadie tenía injerencia en los asuntos entre un Estado y sus súbditos.
Tras Evián, la Alemania nazi adoptó una política de expulsión de los judíos extranjeros, que condujo a que los padres de Grynszpan, el asesino de von Rath, fueran llevados a una “tierra de nadie” en la frontera con Polonia (que se negó a recibirlos) y que sirvió de excusa para el pogromo.
Podemos considerar que las noches del 9 y 10 de noviembre de 1938 solo tienen el valor de hacer patente la dimensión de lo que se estaba gestando en la Alemania nazi: no solo la persecución, sino el aniquilamiento. Más allá de las vidrieras, la muerte de 91 personas y la reclusión de miles de judíos en los campos de concentración pudieran considerarse como la evidencia de que Hitler iba en serio.
Empero, tras el escándalo generado, los nazis aprendieron a disimular con eufemismos y a legalizar sus abusos para no despertar suspicacias ni solidaridades con los judíos, tanto entre sus ciudadanos como en Occidente. Tácitamente, los gobiernos se hicieron cómplices.
Así, el silencio del mundo permitió las deportaciones, los experimentos con seres humanos, el asesinato con gas de los minusválidos, la discriminación, la extensión de las limitaciones a otros grupos humanos, la creación de los guetos, los asesinatos masivos en los bosques, hasta que el 20 de enero de 1942 (para celebrar el noveno aniversario del ascenso de Hitler al poder) se anunciara finalmente el exterminio de todos los judíos con la respuesta final (o “solución final”) de la cuestión (o “problema”) de la existencia de un grupo humano que desde el siglo IV llevaba sobre sí un estigma. Ya la Shoá era un hecho.
*Periodista, ex director de Nuevo Mundo Israelita, integrante del Comité Venezolano de Yad Vashem