E l ser humano ejerce la bejirá (libre albedrío), esencia fundamental de su alma divina, pero es el Todopoderoso quien al final tiene la última palabra. Pues sucede que Dios es el Rey, conduce al mundo y juzga a sus criaturas. Y esta es una de las reflexiones primordiales de yamim noraim, los días solemnes que se extienden desde Rosh Hashaná hasta Yom Kipur, y que nos sirven de preparación espiritual.
Es un principio innegable del Judaísmo que nuestras acciones, según su naturaleza, reciben recompensa o acarrean castigo. Pero la justicia de Dios es diferente a la de los seres humanos. Es compleja, va mucho más allá del simple proceso de delito, juicio y sentencia. Y además, ¿quién ha visto alguna vez un bet din (tribunal) que se encargue de recompensar a la gente que lleva a cabo buenas acciones? Por eso, la justicia de Dios es distinta. Se basa en dos principios que van más allá de la capacidad e incluso del entendimiento humano:
Uno, en el tribunal de Dios es imposible el engaño o la mentira (a la que lamentablemente estamos tan acostumbrados), pues Él es capaz de ver directamente en nuestros corazones.
Dos, en el tribunal de Dios el sincero y auténtico arrepentimiento (teshuvá), de manera sorprendente e inaudita, anula el delito, tal y como si jamás lo hubiésemos cometido.
Precisamente de eso se trata Yom Kipur, de brindarnos la oportunidad de anular nuestras trasgresiones.
¿Cómo es esto posible? Para intentar comprenderlo, debemos partir de la base que Yom Kipur se compone de dos elementos: kapará (expiación) y tahará (pureza). ¿De dónde lo aprendemos? Como está escrito (Vayikrá 16:30): “Ki bayom hazé yejaper alejem letaher etjem mikol jatotetejem lifné Hashem titaharú (Porque en ese día [Kipur] hará expiación por ustedes [el kohén gadol] para purificarlos de todos sus pecados ante Hashem)”. Es decir, en Kipur la persona no solo hace expiación, sino que también queda purificado de sus faltas. Un aspecto extraordinario de la kapará es que anula el castigo al cual la persona, debido a su trasgresión, se hizo acreedora. Por eso, Rashí señala que el término kapará proviene de la palabra kofer, que significa “rescate”. Es como si se hubiese pagado un rescate para librarnos de la sentencia. Por su parte, la tahará borra toda huella de dicha trasgresión, y trasforma a la persona en un nuevo ser. Tal como si se hubiese sumergido en la mikvé (baño ritual).
Leemos en el tratado de Yomá (8) que rabí Akivá enseñaba: “Felices vosotros, hijos de Israel. ¿Delante de quién os purificáis y quién os purifica? Vuestro Padre Celestial. Pues está escrito (Yejezkel 36:25): ‘Y rociaré sobre vosotros aguas puras y os purificaréis’. Así como la fuente [mikvé] purifica a los impuros, del mismo modo Dios purifica a los hijos de Israel”. También leemos en Yirmiyahu (33:8): “Y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí”. De todo esto se deriva que la trasgresión nos impurifica, y tal como explican nuestros sabios provoca que nuestra corona de Torá y mitzvot caiga al suelo.
La persona que comete la trasgresión actúa en un estado de timtúm, es decir, de necedad y de torpeza, que le impide pensar con claridad. Muchas veces el timtúm proviene de estar inmerso en un ambiente inadecuado, donde se desarrollan malos hábitos y la persona se expone a un sinnúmero de tentaciones, y de cosas prohibidas.
La trasgresión equivale a fallar, a errar el rumbo y alejarnos de las metas y propósitos por los cuales Dios nos colocó en este mundo. Kapará y tahará son dones que se originan de la infinita misericordia de Dios, y que nos permiten recoger la corona caída y nuevamente retomar el camino correcto.
En todo este proceso juega un papel fundamental el viduy, la confesión formal que hacemos ante Dios y ante nosotros mismos. Pues el viduy, sincero y genuino, implica que hemos superado el estado de timtúm, dejado atrás la necedad y la torpeza, y somos ahora capaces de apreciar con claridad lo equivocado de nuestro comportamiento. Tal como leemos en Isaías (55:7): “Abandone el malvado su camino”, y de ese modo se acerque a Dios, “y Dios será con él misericordioso”. Así su pasado quedará anulado, y podrá transitar hacia un futuro de redención.
Jajamim comparan el proceso de kapará y tahará con la agalá (limpieza ritual) de los utensilios. Se purifican con agua aquellos utensilios en los que se hierven los alimentos; y se purifican con fuego aquellos utensilios en los que se cocina directamente sobre el fuego. En el contexto de la teshuvá, el agua simboliza el intelecto y el fuego simboliza el sentimiento. La sabiduría de la Torá se compara con el agua, entonces el agua sería aquella teshuvá que se alcanza sumergiéndonos en el conocimiento. Es la teshuvá del pensamiento y el análisis. En cambio, el fuego representa esa teshuvá piadosa y devota que nos lleva a luchar y vencer nuestro yetzer hará, y apartarnos así de lo no permitido. Es la teshuvá de la emoción y el fervor.
La verdadera teshuvá se compone tanto de agua como de fuego, y va más allá del temor al castigo o de la búsqueda de recompensa. Se inspira en la convicción y en la voluntad de cumplir cabalmente con nuestro deber, con la misión que Dios ha proyectado para nosotros —lishmá— y así enaltecer su santo nombre.
Yom Kipur es la oportunidad que cada año se nos concede para corregir el rumbo y retornar al buen camino, no importa cuánto nos hayamos alejado, ni por cuánto tiempo lo hayamos hecho. La oportunidad de hacer expiación por nuestras faltas, y recuperar de manera íntegra la pureza espiritual que nos parecía, tal vez, completamente pérdida. No desperdiciemos esa espléndida oportunidad. Solo Dios es capaz de tanta generosidad y misericordia.
Que el Todopoderoso nos conceda la sabiduría necesaria para detectar y reconocer nuestras faltas y errores, y así poder enmendar nuestro comportamiento. Que al igual que el gallo, seamos capaces siempre de discernir entre la luz y las tinieblas. Que este año, en el solemne momento de la neilá, de la clausura, podamos exclamar al unísono desde lo más profundo de nuestros corazones: “Purificamos ante ti nuestras almas y rechazamos nuestros pecados, El Nora Alilá Hamtzí Lanu Mejilá (“Dios, artífice de lo sublime, concédenos tu perdón”), y decir con renovada fe y auténtico regocijo: Amén.