E n el lamento del Simón Simonini de Umberto Eco podemos reconocer al antijudío español: “Yo, a los judíos, los he soñado muchas noches durante años y años. Por suerte nunca he conocido a ninguno”. Si el judeófobo español medio quisiera profanar una tumba judía no sabría dónde encontrarla. Pregúntele usted a uno de los boicoteadores de la Universidad Autónoma de Madrid qué es lo que diferencia a un judío de un gentil. Lo verá tan perdido como aquel soldado nazi de la novela de Jiri Weil, Mendelssohn está sobre el tejado: el protagonista, un SS poco cultivado musicalmente, es enviado por orden directa de Heydrich a desmontar la estatua de Mendelssohn de la azotea de la Ópera de Praga. Allá arriba se encuentra con una serie de estatuas sin nada que las identifique, y decide que el músico judío ha de ser forzosamente el que tenga la nariz más larga. Señala a Wagner y ordena a los operarios que se pongan a desmontar. Por poco le cuesta la vida.
Aquí el antijudaísmo es patrimonio de una minúscula extrema derecha y de una nutrida y creciente extrema izquierda, que lo considera, y esto es lo más grave, un signo de refinamiento político. El fenómeno ha rebrotado en Europa, basta mirar a la Francia que ríe con Dieudonne M’Bala o a la Hungría que vota a Jobbik para atestiguarlo. Lo que distingue a España es la naturalidad con la que se asumen las manifestaciones de odio.
Hace poco una escuadra de camisas pardas impidió que el profesor israelí Haim Eshach pronunciara en la Universidad Autónoma de Madrid una conferencia sobre educación infantil, y no se considera un asunto de primer orden. Tampoco que el cantante israelí Idan Raichel necesitara de la intervención de la policía para poder actuar en Madrid.
El concejal sigue siendo concejal después de haber bromeado con el Holocausto, y hace unos meses intentaron y casi consiguen que el festival Rototom fuera judenrein mediante la expulsión del músico estadounidense Matisyahu —por cierto, uno de los que llamaban al boicot era Fermín Muguruza, líder de Kortatu y Negu Gorriak, circunstancia que por sí sola daría para otro artículo—.
El que yo ahora me sienta tentado a escribir la célebre fórmula “imaginen si esto se lo hacen a…”, es la certificación de un fracaso. Bajo la máscara del antisionismo, la judeofobia ha ingresado en la corrección política o, al menos, sus manifestaciones se consideran parte de una lucha legítima contra las políticas del Estado de Israel. Sí, especialmente en la universidad.
Aquí el antijudaísmo es patrimonio de una minúscula extrema derecha y de una nutrida y creciente extrema izquierda, que lo considera, y esto es lo más grave, un signo de refinamiento político