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E l presidente Donald Trump finalizó su visita a Israel. Las expectativas de la misma no se sabe aún si fueron cumplidas. Ojalá su estilo imponente haya servido para relanzar de alguna forma un proceso de paz sumido en el marasmo propio de quienes no quieren reconocer la existencia de un Estado judío, ni el derecho de los judíos a un Estado. Pero quizás, por circunstancias que no acertemos a inferir, algo se reactive.
El presidente norteamericano fue cauteloso. Protocolo impecable, al menos en TV. Discursos comedidos, lugares comunes, vestuario de primera. La reiteración obligada del nexo entre los Estados Unidos e Israel en virtud de valores comunes que comparten. La condena al terrorismo, el temor a un Irán nuclear. Todas las verdades relativamente cómodas se dijeron.
Pero queda un gusto algo no tan dulce. Aquellas verdades que no se dicen. Y no es que se proclamen a viva voz, solo que se digan, reconozcan. Aunque entendemos la conveniencia política del momento de guardar silencio, de no enfurecer a ciertos eventuales interlocutores, de no trancar un camino que ya luce muy congestionado. Con todo, a pesar de esta comprensión y ejercicio de lógica, queda un sabor algo amargo.
Jerusalén es una ciudad judía. Fue la capital del rey David, la sede del Templo de Jerusalén construido y destruido dos veces. El punto desde donde partió el exilio y la diáspora de los judíos, y el punto de retorno. El referente geográfico de los tres rezos diarios. La ciudad que se añora, llora y ora por retornar. Sin que quiera restarse su importancia para las otras religiones monoteístas y el nexo de sus respectivos feligreses con la ciudad, la verdad histórica es que Jerusalén fue primero una ciudad judía y de esa misma condición es que se deriva luego el nexo con otras confesiones.
Este tipo de actitudes es ya costumbre en el quehacer de los temas de pre-negociaciones y negociaciones que involucran a Israel. No decir aquellas verdades que se conocen para no molestar a una contraparte que, igual, siempre se molesta. Hacerse de la vista gorda y asumir que, como el monopolio del sentido común y la sensatez se le atribuye a una parte, pues que sea esta la que no insista en temas incómodos. Por ahora y hasta ahora, esta táctica no ha funcionado. A los hechos nos remitimos.
La práctica del apaciguamiento con el fin de no molestar, y lograr que el adversario esté cómodo y actúe en aras de preservar esa comodidad, no ha resultado. Parecía que Donald Trump iría por un camino, si no de disuasión ni confrontación, sí algo más frontal. No ha sido así, y aunque se alberga la esperanza de que ello sea para bien… la decepción se deja colar, y cómo. Eso de visitar el Muro Occidental a solas, sin la compañía del anfitrión natural, se ve como una visita a escondidas, hecha con una cautela que raya en el temor o la vergüenza. Resulta extraño, por más que querramos comprenderlo. Y no agrada.
Mientras, veamos el lado positivo de la visita. Israel ha sido reconfirmado como aliado; las tensiones que existían con la administración anterior han desaparecido en primera instancia; algunos países árabes, como Arabia Saudita, en virtud de una amenaza que sí es verdadera para ellos, Irán, tienden tenues lazos de “no enemistad absoluta”. Los acuerdos de venta de armamento sofisticado a Ryad a lo mejor son compensados con un aumento de las exportaciones de Israel a Estados Unidos. En fin, el vaso no está vacío.
Pero con todo y la lógica, la resignación, la comprensión y el pragmatismo… cómo nos habría gustado oír de boca de Trump y su comitiva que Jerusalén es la ciudad judía capital de Israel, y el lugar donde deben asentarse las embajadas de todos los países. Más aún, en la víspera exacta del cincuentenario de su reunificación. ¿O no?