Ver más resultados...
Alberto Moryusef Fereres*
C Cuando Rómulo y Remo llegaron a la desolada colina Palatina para fundar su aldea en el año 753 a.e.c., Jerusalén era desde hacía 250 años capital de Israel y el Templo de Salomón dominaba, majestuoso, todo el paisaje. Sin embargo, es a Roma a la que se conoce como ciudad eterna. Por ello, en un mundo regido por la lógica, el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por parte de Donald Trump debería causar el mismo revuelo que causaría haberlo hecho con Roma e Italia, es decir, ninguno.
Pero con relación al pueblo judío nada parece llevarse por la lógica. Mientras en el derecho internacional el reconocimiento mutuo y la fijación de fronteras entre Estados son temas de negociaciones bilaterales, en el caso de Israel y sus vecinos estos asuntos se debaten a nivel global, y terceros países se abrogan el derecho de opinar. Y si de ciudades capitales se trata, a cada nación se le respeta el derecho de nombrar la suya, salvo a Israel. Para ello se valen de una coartada: la misma resolución de la ONU que en 1947 propuso la creación de los Estados árabe y judío en el territorio entonces conocido como Palestina le otorgó el estatus de corpus separatum (cuerpo separado), usando su triple santidad como excusa para desconocer el derecho de los judíos sobre su capital histórica. Se puede decir que la aceptación judía (de hecho no había otra opción) avaló esa internacionalización –que según el plan de la ONU sería temporal–, pero el desconocimiento de los árabes y la guerra que desataron dieron al traste con ese plan. Tras la guerra, la ciudad quedó dividida entre Israel y Jordania.
La continua oposición árabe a la existencia de Israel, que en 1967 recuperó el este de la ciudad incluyendo la Ciudad Vieja y el Monte del Templo –lo que permitió reunificar la ciudad–, sumado a la manipulación del tema de los refugiados por parte de la Liga Árabe, estimularon a que los palestinos exigieran a partir de entonces un Estado propio con capital en Jerusalén, algo que nunca había existido ni se había planteado.
La solución del problema palestino se centró, sobre todo a partir de los malogrados acuerdos de Oslo, en la fórmula de dos Estados para dos pueblos, con fronteras mutuamente reconocidas y conviviendo en paz, cuyo estatus final se debe alcanzar por medio de negociaciones entre las partes que hoy están estancadas. Dentro de esa lógica, las medidas unilaterales pueden entorpecer la solución, pero Palestina solicita y obtiene su admisión en diferentes organismos internacionales, y promueve el boicot contra Israel, entre otras acciones de ese tipo que se toleran, mientras de manera automática se rechazan la construcción de viviendas en el este de Jerusalén por parte de Israel o la decisión de Donald Trump que hoy nos ocupa.
Trump sabe todo lo anterior, como también lo saben los palestinos a pesar del pataleo, y los líderes occidentales que han mostrado “preocupación”. La diferencia está en reconocer esas contradicciones, y aparentemente eso es lo que hizo Trump, ejecutando una ley del Congreso de Estados Unidos de 1995, cumpliendo una promesa electoral e introduciendo con ello un nuevo elemento, arriesgado pero apegado a la justicia histórica, que se verá materializado cuando la embajada de Estados Unidos se instalé en la auténtica Ciudad Eterna… si llega a hacerlo.
Coloquialmente, se dice que la prueba de la locura es repetir interminablemente una misma acción esperando un resultado distinto. En la antilógica que rodea a Israel puede que sea lo contrario. “After all, tomorrow is another day!”, habrá pensado el impredecible Trump.
*Miembro de la Junta Directiva de la CAIV