La semana pasada el pueblo judío recordó Yom Hashoá (Día del Holocausto). Es una conmemoración mucho más íntima, propia y sentida que el Día Internacional de Memoria del Holocausto convocado por la ONU cada 27 de enero.
Se trata de una fecha que cada año cumplimos los hijos de Israel para llorar a las más de seis millones de víctimas judías del Holocausto, evento que nosotros preferimos llamar Shoá (que literalmente significa catástrofe en el idioma hebreo).
En el Estado de Israel es un día de duelo nacional, en el que suenan las sirenas y la gente detiene sus vidas por dos minutos para honrar a nuestros muertos, para rendir homenaje a los sobrevivientes y para recordar los actos heroicos de quienes lucharon a pesar de las terribles circunstancias.
Justo unos días antes, mi familia se despidió de nuestro patriarca particular, nuestro querido Jacob “Yanku” Finckler, mi suegro, quien nos dejó a sus 94 años con una sensación de pesadumbre, tristeza y desconsuelo que realmente nos está siendo muy duro y difícil de sobrellevar. El dolor parece infinito, tan infinito como el amor que le profesamos en vida, y que aún permanece dentro de nosotros.
Dudo que se trate solamente de una coincidencia que la fecha de fallecimiento de mi suegro sea tan cercana a la fecha de conmemoración de Yom Hashoá. Después de todo, mi suegro era un sobreviviente del Holocausto.
Apenas era un muchacho cuando fue asignado a un campo de trabajo en Rumania, país en el que nació, bajo las órdenes de soldados nazis. De alguna manera, él y su hermano mayor se las arreglaron para escapar y recorrer a pie literalmente todo el país, hasta llegar a un puerto donde tomaron un barco que los llevó hasta Éretz Israel, en ese entonces bajo mandato británico. Por supuesto, las cosas no resultaron tan fáciles y sencillas como las palabras reflejadas en este párrafo, pero me toca hacer corta una historia larga.
Mi suegro logró escapar de la maquinaria nazi de la muerte y, al llegar a la entonces Palestina, se convirtió en un joven soldado que luchó por la independencia del Estado judío. Siempre recordaba como una anécdota que estuvo asignado en el cuartel general de Tel Aviv, donde se tomaban las decisiones más importantes del recién creado país, y que eso le permitió conocer en persona a David Ben Gurión, Moshé Dayan y Golda Meir, entre otros grandes héroes israelíes. Incluso llegó a conversar con Ben Gurión, el mismo que leyó la Declaración de Independencia de Israel, en algunas oportunidades y de manera casual.
Mi suegro, sin proponérselo ni pensarlo demasiado, llegó a ser una parte importante de la historia de mi pueblo, de nuestro pueblo. Fue uno de los afortunados y valientes sobrevivientes de la Shoá que poco tiempo después se convirtió en un soldado israelí y luchó por su país.
No conozco a ninguna otra persona que haya vivido tal odisea, pero él no se sentía especial por eso, lo contaba con humildad y como restándole importancia a su participación en ese pedazo tan importante de la historia. Así de grande era su alma, así de inmenso sigue siendo su espíritu.
Quienes tuvimos la suerte de conocer a mi suegro, a nuestro querido Yanko, siempre lo recordaremos por su amabilidad, afabilidad, bondad, por su generosidad y su don de gente. En mi memoria se queda grabada al fuego su sonrisa espontánea, su caricia delicada, su alegría genuina cada vez que lo íbamos a visitar.
Yanko siguió haciendo historia al convertirse en uno de los tantos migrantes que llegó en barco a una generosa Venezuela que apenas estaba saliendo de la dictadura gomecista. Llegó acompañado por mi suegra Ita y su primogénito Daniel, cuya temprana partida también tuvimos que llorar hace pocos años.
Sin hablar el idioma del país que lo recibió, logró establecerse, tener más hijos (incluido Michel, mi esposo), formar un hogar, crear un negocio y prosperar, como tantos otros judíos emigrantes que llegaron a Venezuela después de la Segunda Guerra Mundial.
Con el tiempo, mi suegro, también sin saberlo, se convirtió en uno de esos icónicos clapper, vendedores ambulantes que iban de puerta en puerta, de pueblo en pueblo, recorriendo en carro casi toda la geografía nacional, de costa a montaña, de ciudad a caserío, para ofrecer su mercancía.
En algún lado leí que esos primeros clapper (término que hacía referencia al onomatopéyico “clap, clap” con el que tocaban las puertas) fueron realmente los primeros embajadores diplomáticos en nuestro país. Pues provenientes de otros lares, llegaban a ofrecer lo mejor de su gentilicio a los más remotos parajes venezolanos.
Los clapper ofrecían productos necesarios y de primera calidad que siempre eran bien recibidos por los habitantes de nuestro generoso, acogedor y cordial país. Yanko llegó a conocer las venas y arterias del país en que yo nací mucho mejor de lo que yo podré hacerlo en lo que me reste de vida.
Nuestro querido patriarca nunca tuvo conflictos de identidad, a pesar de haber nacido en Rumania y de haber vivido un tiempo importante en Israel. Él se sintió venezolano desde el mismo momento en que fue acogido por este país tan tropical como singular. Después de todo, llegó a conocer, respetar y querer este país, su gente, sus espacios, sus costumbres y sus caminos mucho mejor que la mayoría de los que nacimos en Caracas, y que pocas veces hemos salido de este valle protegido por el Ávila.
Mi suegro era una persona excepcional, querido por quienes lo conocieron, amado por aquellos que tuvimos la suerte de llamarlo familia. Su fallecimiento cae cerca de tres fechas importantes que marcaron su vida de una manera indeleble.
Yom HaShoá (día del Holocausto), fecha que recuerda que fue un sobreviviente del Holocausto. Yom Hazicarón (Día del Recuerdo), fecha que recuerda que fue un soldado que luchó por la independencia y la defensa del Estado judío. Y Yom Haatzmaut (Día de la Independencia), lo que recuerda que, gracias a jóvenes como él y dispuestos a darlo todo por defender su país, hoy mi pueblo tiene un Estado que nos representa a todos los judíos del mundo, un Estado que garantiza que nunca más estaremos indefensos ante la barbarie que puede habitar dentro del ser humano.
Sin embargo, no necesitaré de ninguna de estas tres fechas para recordar a Yanko, mi querido suegro, pues él se queda vivo dentro de cada uno de nosotros. Se quedan con nosotros sus recuerdos, el amor que nos ofreció, sus valores, sus enseñanzas y su vida, que resulta un verdadero ejemplo de lo que debe ser “el viaje del héroe”, un proceso de crecimiento constante e ininterrumpido que convirtió a un muchacho en un hombre realmente excepcional.
Aunque quedamos devastados por su partida física, mi familia y yo siempre estaremos agradecidos por el tiempo que logramos disfrutarlo, por todo lo que nos ofreció y por todo lo que nos enseñó.
Mi suegro era un héroe sin capa, él no lo sabía, tal vez el mundo nunca lo sepa, pero yo y los míos siempre lo recordaremos así, tal y como se lo merece. Sin una letra más, sin una letra menos. Nuestro Yanko era un héroe.
Este impresionante “viaje del héroe” de Yanko llegó a su fin en el plano material, pero sé que su alma seguirá brillando, que nos protegerá y cuidará desde donde quiera que se encuentre, tal y como siempre lo hizo en vida. Adiós, Yanko, siempre te amaremos.
Raquel Markus-Finckler
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Un héroe sin capa. No ue belleza! Que lo recuerden por muchos años