Durante los eventos del 70 aniversario de la independencia de Israel, el Jefe de Estado Mayor, Gabi Eisenkot, declaró que el país es “invencible”.
Esta fue una osada afirmación. El país enfrenta una creciente amenaza de Irán y sus marionetas en el Líbano y Gaza, así como la posibilidad de un choque con Rusia por el tema de Siria. Aun así, pocos israelíes están en desacuerdo con la aseveración de Eisenkot.
Hay un sentimiento de confianza, que proviene de una doctrina de defensa estratégica cuya validez ha sido demostrada durante casi un siglo de guerras intermitentes. Esa doctrina fue formulada por primera vez en un artículo de 1923 titulado “La muralla de hierro”. Su autor fue Zeev Jabotinsky, visionario líder sionista y padre ideológico del Likud.
En el momento de su publicación, los judíos eran en Palestina una pequeña minoría acosada. Solo habían trascurrido tres años desde los primeros motines árabes en Jerusalén. Los líderes socialistas de la comunidad tenían la esperanza de que podrían apaciguar la enemistad árabe ofreciéndoles cooperación económica, progreso y prosperidad.
Jabotinsky ridiculizaba esa actitud como infantil e incluso insultante para los árabes, quienes en su opinión no permutarían el territorio por más pan y modernos ferrocarriles. Ellos resistirían, decía, mientras tuviesen una pizca de esperanza de evitar el surgimiento de un Estado judío. “Hay una sola cosa que los sionistas desean, y esa es la única cosa que los árabes no desean”, escribió. Únicamente abandonar el proyecto sionista aplacaría la hostilidad y la violencia árabes. Si los judíos querían permanecer allí, tendrían que aceptar una dura realidad: ese era un juego suma-cero. No habría paz hasta que los árabes aceptaran el derecho de Israel a existir.
Jabotinsky percibió que los árabes (en Palestina y más allá) eran, por mucho, demasiado numerosos para vencerlos en una sola guerra decisiva. Los judíos necesitaban erigir una “muralla de hierro” de autodefensa y disuasión, un muro metafórico compuesto de determinación, inmigración, progreso material, fuertes instituciones democráticas y voluntad de lucha. Gradualmente, el enemigo se vería forzado a concluir que esa muralla no podría ser derribada.
El concepto de la “muralla de hierro” tenía la finalidad de disuadir la agresión hasta que se ganara la guerra sicológica, y los extremistas, cuya palabra clave es “¡Nunca!”, fueran reemplazados por líderes más moderados, dispuestos a convivir en paz con un Estado judío.
David Ben Gurión, el primer ministro fundador del Estado, se mofaba de Jabotinsky y de su sucesor político, Menajem Beguin. Él rechazaba su compromiso ideológico con la idea de un Estado judío a ambas márgenes del río Jordán. En 1947 aceptó la partición para crear dos Estados; los árabes de Palestina, y sus aliados del mundo árabe, lo rechazaron. La guerra que siguió creó el Estado judío, pero tal como Jabotinsky había pronosticado, los árabes se negaron a aceptarlo. Ben Gurión llegó renuentemente a la conclusión de que la doctrina de su rival –disuasión a través de la gradual desmoralización del enemigo– era correcta.
En 1953, Ben Gurión adoptó el concepto en lo esencial (por supuesto, sin dar el crédito a Jabotinsky). Israel se vería obligado a luchar una larga guerra existencial compuesta de muchas guerras pequeñas. Tendría que ganar en cada una de ellas, y utilizar el tiempo entre una y otra para fortalecer la muralla de hierro nacional, desarrollando sus ventajas en recursos humanos, tecnología y experiencia militar.
Egipto, Jordania y Siria se estrellaron contra la muralla de hierro en la Guerra de los Seis Días de 1967. Eso fue suficiente para Jordania, que se retiró permanentemente del conflicto armado con Israel. Pero en 1973, Egipto y Siria lo intentaron de nuevo, lanzando un ataque sorpresa que encontró impreparadas a las Fuerzas de Defensa de Israel. Fue su último mejor intento, y fracasó; Israel no fue derrotado. Cuatro años después, el presidente egipcio Anwar Sadat fue a Jerusalén y llegó a un acuerdo con Beguin. Pocos años más tarde lo siguió el rey Hussein de Jordania. El resto de los Estados árabes se ha acostumbrado a la permanencia de Israel.
A los árabes palestinos les ha costado más leer la escritura en la muralla de hierro. Los líderes de la Organización para la Liberación de Palestina, Yaser Arafat y Mahmud Abbas, se han resistido a cualquier acuerdo que ponga fin al “derecho al retorno”, eufemismo para la destrucción de Israel como Estado judío. El primer ministro Benjamín Netanyahu, discípulo político de Jabotinsky, ha asumido el precepto diplomático de la muralla de hierro, y ha frenado el proceso hasta que eso ocurra: “La única manera de llegar a un acuerdo en el futuro es abandonar cualquier idea de buscar un acuerdo en el presente”.
Mientras tanto, Israel mantiene su doctrina esencial de seguridad. Defiende sus cielos con un sistema antimisiles cuyo principal componente se llama “cúpula de hierro”. Y la muralla metafórica ha llegado ahora al espacio. “La capacidad de Israel de crear y lanzar satélites proyecta un claro mensaje del poderío nacional”, dice Isaac Ben Israel, director de la Agencia Espacial de Israel. “Esto contribuye y refuerza la imagen de la muralla de hierro a los ojos de nuestros enemigos”.
Simultáneamente, de regreso en la Tierra, las FDI continúan construyendo y reforzando sus barreras tangibles de seguridad: defensas contra el terrorismo en Cisjordania y contra la agresión a lo largo de la frontera norte con la marioneta de Irán, Siria y su suplente, Hezbolá. También existe una barrera que separa a Israel de Gaza, donde Hamás últimamente ha estado organizando marchas bajo el mismo lema palestino, de casi un siglo de antigüedad: “¡Nunca!”.
Hamás marchó de nuevo durante el fin de semana del Día de la Independencia de Israel. Es un gesto fútil. La muralla de hierro ya no es simplemente una metáfora; es la descripción del propio Estado judío. Y, como afirma Eisenkot, es invencible.
Zev Chafets*