Israel Winicki (Z’L)
En ocasión de Yom Hashoá, publicamos este artículo en homenaje a “Isi” Winicki, periodista, escritor y analista de temas judaicos argentino-israelí recientemente fallecido
Tras muchos años de estudiar el tema, he llegado a algunas conclusiones que considero que son las más aproximadas a una explicación del Holocausto. No digo que sean verdades absolutas ni la respuesta definitiva, sino que son algunos elementos que el día de mañana podrán servir para entender lo ocurrido y evitar que vuelva a ocurrir.
Entre los siglos XI y XIII, durante las Cruzadas, 150 comunidades judías del Valle del Rin, más cinco importantes comunidades inglesas, fueron arrasadas. El número de víctimas se calcula en unos 170.000, entre una población judía en Europa estimada en unos tres millones y medio de individuos.
Por la plaga desatada en el siglo XIV (Peste Negra o peste bubónica), los judíos, acusados de haberla provocado, fueron masacrados en Francia, Alemania, Austria, Bohemia e Italia (cantidad de víctimas calculadas: unas 280.000).
La Inquisición española es considerada responsable directa de la muerte de más de 100.000 judíos.
Los cosacos de Chmelnicki, entre los años 1648 y 1654, asesinaron a más de 100.000 judíos en Podolia, Wolinia y la Ucrania polaca (en esa época vivían en Polonia unos 800.000 judíos).
Masacres, persecuciones, acusaciones. Vemos que son una constante en la historia judía. Desde este aspecto, la Shoá no tiene nada de original, nada de nuevo, pero… fue en nuestros tiempos, todos conocemos a alguien con un número tatuado, sobre todo aquí en Israel, todos conocemos historias de primera mano relatadas por sus protagonistas, y ese es uno de los factores que hacen diferente a la Shoá. No leemos acerca de ella en viejos libros de historia, sino que podemos recorrer los lugares en que ocurrió la tragedia y ver todavía las huellas de la misma.
Otro factor es que en los casos anteriores existía la opción de la conversión, mientras que los nazis enviaron a las cámaras de gas a cristianos profesantes (incluso curas y monjas) porque descendían de judíos. Tenemos que remontarnos a los tiempos de Ester para hallar un paralelo de esta furia asesina. También Hamán quiso exterminar a todos los judíos sin que importara su práctica de la religión.
Si quisiéramos buscarle una explicación a la Shoá, también tendríamos que encontrársela a las otras masacres: odio religioso, codicia por los bienes judíos, endeudamiento de los nobles con los prestamistas judíos, etc. Todo esto sirvió como detonante, y al mismo tiempo sentó las bases “morales” para la actuación del nazismo, proporcionando a Hitler y sus secuaces la impunidad basada en 2000 años de historia sangrienta.
Otra diferencia con las masacres anteriores fue la metodología aplicada.
Mientras que en los casos anteriores las turbas se lanzaban sobre los judíos, degollándolos sin piedad, o tribunales secretos arrancaban confesiones por medio de la tortura y juzgaban a sus víctimas condenándolas en base a esas confesiones, los nazis aplicaron todos sus recursos humanos y técnicos en su tarea. Inclusive se puede hablar del uso de la sicología para preparar a sus víctimas y asegurarse su docilidad.
Sería muy largo explicar todos los pasos que seguían los nazis, pero se puede hacer un resumen.
Antes que nada, debo aclarar que en Europa Oriental aplicaron un método diferente al aplicado en Occidente. Vamos a hablar primero de Europa Oriental, donde se encontraban las concentraciones más grandes de judíos.
El eje de la vida judía en Polonia, Rumania, etc., estaba centrado en el shtetl, el pequeño pueblito tan conocido a través de las historias de Sholem Aleijem y Méndele Mojer Sforim. Cuando las fuerzas nazis entraban a estos villorrios, lo primero que hacían era ejecutar a los dirigentes de las comunidades, descabezándolas. Luego todos los habitantes eran forzados a abandonar el lugar donde habían vivido por generaciones, para ser conducidos a las grandes ciudades como Varsovia, Cracovia, Lodz, etc. Sin dirigentes, desarraigados, se veían enfrentados a lo desconocido.
En las ciudades, ante la notable afluencia de judíos de los alrededores, estallaban motines “espontáneos” (organizados por los mismos alemanes con la complicidad de los antisemitas locales), por lo que los nazis, para “proteger” a los judíos, los confinaban en sectores determinados de la ciudad, y es ahí donde los judíos de Polonia, Lituania, etc., encontraban algo que les era familiar, algo a lo que estaban acostumbrados, el gueto. “Si hay un gueto, es que no pasa nada raro”, pensaban. Luego los nazis designaban los Judenrat, Consejos Judíos integrados por notables de la comunidad, creando así entre las masas la ilusión de un autogobierno.
Masacres, persecuciones, acusaciones. Vemos que son una constante en la historia judía. Desde este aspecto, la Shoá no tiene nada de original, nada de nuevo, pero… fue en nuestros tiempos, todos conocemos a alguien con un número tatuado, todos conocemos historias de primera mano relatadas por sus protagonistas, y ese es uno de los factores que hacen diferente a la Shoá
Poco a poco, las condiciones en los guetos iban empeorando. Y era entonces cuando los nazis ponían en práctica la segunda parte de su plan: el reclutamiento de mano de obra esclava para las diversas fábricas. Para ello obligaban a los Judenrat a elaborar padrones de personas aptas para el trabajo, a las cuales se proveía de cartillas en las que constaba que eran obreros de algunos de los muchos establecimientos.
Y es aquí cuando comienza un juego verdaderamente macabro, destinado a hacer desaparecer los últimos vestigios de fuerza moral en los judíos: se inician las deportaciones con destino desconocido. Al principio los deportados son los que carecen de la mencionada cartilla. Los afortunados, junto con sus familias, permanecen a salvo. Pero un día comienza a circular el rumor de que saldrá un nuevo tipo de cartilla que reemplazará al anterior, rumor que es confirmado por el Judenrat. Hay quienes dicen que la nueva cartilla no es otra cosa que una trampa para atrapar a los que no están empadronados, y se aferran a la cartilla original, mientras que otros optan por cambiarla. Se produce una redada, y los que poseen la nueva cartilla están a salvo, mientras que los otros son deportados. Tras unos días de tranquilidad hay otra redada, y sin que importe la cartilla que posean, los que son capturados desaparecen. Y otra vez el juego vuelve a comenzar. Esto va minando la resistencia moral de las víctimas, que en definitiva terminan entregándose a su destino.
Desaparición de dirigentes, desarraigo, pogromos, el retorno del gueto, “autogobierno”, el juego de las cartillas, todo esto elimina cualquier atisbo de rebelión.
Y por fin viene la gran comedia del trasporte hacia “los campos de trabajo en el Este”. Es la posibilidad de salir del gueto e iniciar una nueva vida en “territorios autónomos”, alejándose para siempre de los cadáveres en las calles y el terror nocturno. Y los trenes de ganado parten hacia los campos de exterminio.
Al llegar no se les da tiempo de reaccionar. Las familias son separadas con una celeridad pasmosa. Luego viene la primera selección. Los que van a las cámaras de gas se ven bombardeados hasta el último momento por mentiras en las que prefieren creer. Hay oficiales nazis que piden enfermeras, peluqueros, sastres, y las pobres víctimas creen que hay una posibilidad. Les entregan el jabón, que nadie examina (solo unos pocos se dan cuenta de que son trozos de piedra) y se produce la entrada a las cámaras. Es el fin.
En Europa Occidental la metodología es distinta. El judío no es tan fácilmente identificable, pues está asimilado a la sociedad circundante. Pero los nazis encuentran la forma de reconocer a sus víctimas. En cada ciudad se abren centros para gestionar los nuevos documentos de identidad. Cada uno debe llenar un cuestionario aparentemente anodino: nombre, apellido, dirección, profesión y… religión que profesa (hay un apartado que dice: “En caso de no profesar ninguna religión, ¿sus padres profesaban alguna?”). Así son identificados los judíos.
Los aliados interceptaron informes de los Einsatzgruppen que daban cuenta de los fusilamientos en Rusia y las cantidades de víctimas, había numerosas fotos aéreas de Auschwitz, el suicidio de Ziguelboim (quien reveló la información) en Inglaterra fue en vano, nadie quería escuchar el informe de los exterminios, la Cruz Roja visitaba guetos y campos como Theresienstadt y aceptaba la palabra de los alemanes sin escuchar a las víctimas, y el general Patton dijo, al liberar Mauthausen: “Tendríamos que haber llegado dos días más tarde”
Al judío francés u holandés no se lo puede encerrar en un gueto. Se lo señala si con la estrella amarilla y se le excluye de la actividad pública y comercial, de las escuelas, de las profesiones liberales. Se le va estrangulando económicamente. Luego es llevado a campos de tránsito, donde cada familia continúa unida, hay escuelas y actividades culturales. Hasta que un día se les hace subir a un tren de pasajeros con todas las comodidades de un tren común, con destino a… la muerte.
Uno de estos trenes se detuvo en una ocasión en una estación alemana. Una mujer “aria pura”, esposa de un héroe de la Luftwaffe (Fuerza Aérea), subió por error con sus dos hijos al convoy. Cuando se quiso dar cuenta, había llegado a Treblinka. De nada le valió mostrar sus documentos y los de sus hijos. Lo que estaba ocurriendo en el lugar era secreto, así que fue gaseada junto con sus hijos, como los judíos.
Como detalle, debo agregar que el porcentaje de sobrevivientes más grande se dio entre los judíos de Europa Oriental, por una razón muy simple. El judío del Este estaba acostumbrado a luchar con uñas y dientes para sobrevivir desde hacía generaciones, estaba acostumbrado a verse despreciado, golpeado, humillado, y tiene la fuerza necesaria para resistir, el instinto para sobrevivir; mientras que el judío del occidente se veía arrancado de un mundo en el que no se diferenciaba del no judío, para verse arrojado a un infierno que nunca había imaginado. Este hombre, que a lo mejor vivía en el mejor barrio parisino y enviaba a sus hijos a la más exclusiva de las escuelas, se vio de pronto trasformado en un simple número, degradado, rebajado, y entonces se abandonaba a la muerte, cuando no se suicidaba directamente.
Es evidente que desde la asunción de Hitler al poder, el mundo entero veía venir la tormenta. En Mi Lucha ya hablaba de suprimir a los judíos.
Pero las potencias de entonces se mantuvieron indiferentes.
Nada se dijo de las leyes raciales, nada se dijo cuando la “Noche de los Cristales”; el barco Saint Louis con su triste carga de casi mil refugiados, tras deambular por medio mundo, debió volver a Hamburgo, pues nadie quería a esos judíos (el gobierno de Estados Unidos, inspirado por Joseph Kennedy, padre de John y conocido germanófilo, presionó al gobierno cubano para que no permitiera el desembarco de los refugiados).
Los aliados interceptaron informes de los Einsatzgruppen que daban cuenta de los fusilamientos en Rusia y las cantidades de víctimas, había numerosas fotos aéreas de Auschwitz, el suicidio de Ziguelboim (quien reveló la información) en Inglaterra fue en vano, nadie quería escuchar el informe de los exterminios, la Cruz Roja visitaba guetos y campos como Theresienstadt y aceptaba la palabra de los alemanes sin escuchar a las víctimas, y el general Patton dijo, al liberar Mauthausen: “Tendríamos que haber llegado dos días más tarde”. Suiza devolvía a los judíos que cruzaban sus fronteras, Suecia realizaba negocios con Alemania, la Ford era socia de la Volkswagen y hacía grandes negocios con Alemania mientras los soldados americanos morían en África, en Italia y en Normandía; el Vaticano callaba, aunque muchos cristianos iban a las cámaras de gas como judíos, mientras aplaudía que en Dresden se hubiera consagrado una iglesia a nombre de Hitler.
El mundo sabía, el mundo era indiferente, el mundo era cómplice.
Hubo muchas masacres a lo largo de la historia judía. Pero la Shoá nos duele más porque está cercana a nosotros en el tiempo, porque conocemos sobrevivientes, porque sabemos sus historias ya que nos las narraron en directo, sabemos los nombres de nuestros parientes asesinados, y vemos sus rostros en alguna fotografía borrosa. Y está en nosotros no permitir que esos rostros pierdan un día sus nombres
Mucho se habla de la falta de resistencia por parte de los judíos. Sin embargo, no es tan así.
Si bien los actos de rebelión armada fueron pocos, hubo otros que pueden ser catalogados como resistencia.
En los guetos se efectuaban ceremonias religiosas (prohibidas por los nazis), había yeshivot, los movimientos sionistas montaron escuelas y entrenaban a futuros jalutzim, historiadores como Ringelblum llevaban diarios donde se narraban los sucesos en los guetos (estos diarios, junto con declaraciones de sobrevivientes, sirvieron para reconstruir la historia del Gueto de Varsovia), en los orfanatos se trataba de mantener una chispa de esperanza en los niños, los dibujantes del “taller de arte” de Theresienstadt ilustraron con sus dibujos clandestinos la verdad sobre este “gueto modelo” creado por los nazis para engañar al mundo.
Todas estas pueden también ser consideradas formas de resistencia, tan válidas como la lucha armada.
No fue un caso único en la historia judía, pero por la forma en que fue llevado a cabo, la Shoá asume características particulares.
¿Por qué se produjo? Causas económicas, políticas, y por sobre todas las cosas, como dije antes, 2000 años de antisemitismo, que le dieron la “base moral” al nazismo para actuar.
Una de las consecuencias visibles de la Shoá fue que la situación de los sobrevivientes, en una Europa que se había convertido en un inmenso cementerio, hizo perentorio dar una solución para esa gente, y sirvió como factor de presión para que las Naciones Unidas terminaran votando la Partición de Palestina y el nacimiento de un Estado judío. No fue el único factor, pero sí uno de los más importantes.
Repito lo dicho al principio de este artículo: hubo muchas masacres a lo largo de la historia judía. Pero la Shoá nos duele más porque está cercana a nosotros en el tiempo, porque conocemos sobrevivientes, porque sabemos sus historias ya que nos las narraron en directo, sabemos los nombres de nuestros parientes asesinados, y vemos sus rostros en alguna fotografía borrosa. Y está en nosotros no permitir que esos rostros pierdan un día sus nombres.
Fuente: PorIsrael (porisrael.org).
Versión NMI.