Dos son mejor que uno, porque obtienen más recompensa de su esfuerzo.
Porque si caen, hay uno que levantará a su compañero; pero ay del que está solo cuando cae, porque no tendrá a nadie que lo ayude levantarse
Eclesiastés, 4:9
Poco puede agregarse a lo que con tanta sabiduría, y sobre todo afecto, escribió el rabino Pynchas Brener sobre nuestro querido Gustavo Arnstein Z’L. En las palabras del rabino, y en las de otras personas que conocieron, quisieron y admiraron a Gustavo, se han destacado sus múltiples y brillantes facetas: químico graduado en la UCV con posgrado en los EE.UU., profesor en su especialidad. Graduado al mismo tiempo en la Escuela de Letras, agudo columnista de prensa, enamorado de la gestión cultural, director de Cultura de la misma universidad en la que se graduó, nuestra Alma Máter. Por varios años, secretario ejecutivo del Consejo Directivo del Consejo Nacional para las Artes y la Cultura (Conac) y destacado director del semanario Nuevo Mundo Israelita.
Fue en enero de 1986, cuando el presidente Jaime Lusinchi me designó presidenta del Conac y ministra de Estado para la Cultura, cuando tuve la suerte de conocer de cerca, y por un contacto casi diario, a Gustavo Arnstein. Hasta entonces nuestra amistad había sido superficial. No es fácil, y menos para alguien que ha sido siempre autocrítico y temeroso del fracaso, iniciarse en una responsabilidad de Estado. No llegaré al extremo de creer que la cultura está entre las prioridades de los gobiernos, pero en el tiempo en que me tocó gerenciar la máxima dependencia oficial destinada a ella, los medios de comunicación, especialmente el diario El Nacional, dedicaban espacios importantes a la reseña de las actividades culturales y al elogio o la crítica según el caso. Quien presidía el Conac debía estar muy atento al manejo de su imagen que hacían esos medios que, en muchos casos, tenía que ver con los subsidios y otras asignaciones presupuestarias que recibían grupos de teatro, orquestas, ateneos, escuelas de arte y otras entidades del universo cultural.
Gustavo fue desde el primer día mi consejero, podría decir que mi mano derecha, y además mi apoyo en las reuniones del Consejo Directivo, integrado por personas de diversas tendencias y no todas amigables. Aprender a moverse en esa especie de pantano movedizo sin hundirse era una tarea de gran dificultad, que quizá no habría podido superar sin el consejo y la ayuda de Gustavo.
Todos los sábados, a las nueve en punto de la mañana, sonaba el teléfono de mi casa y yo sabía que era una llamada de Gustavo. La conversación podía durar una hora o más. Una vez agotado el tema Conac, venía el recorrido por la prensa del día y los acontecimientos más importantes, y luego un espacio para ese deporte tan grato cuando se hace sin malas intenciones que es el chisme, eso que los españoles llaman el cotilleo. Nunca conocí un mejor y más ameno conversador que Gustavo; sus temas eran inagotables y su manera de abordarlos, inigualable.
Salí del Conac para reincorporarme a la Cámara de Diputados, dos años después. Gustavo fue nombrado director del Nuevo Mundo Israelita. Todos esperábamos con interés sus famosos editoriales. Las llamadas sabatinas nunca cesaron; entonces era Gustavo quien me preguntaba mi opinión sobre el semanario que dirigía. Y continuábamos por una hora o más en esa diversión que mis abuelos llamaban en ladino echar lashón (darle a la lengua). Esa diversión la extendíamos a nuestra muy querida amiga Elisa Lerner, con la que compartíamos almuerzos más o menos frecuentes.
En 2003, mi amigo Gustavo y yo nos reencontramos en la Fundación Conciencia Activa, creada por el rabino Brener. Gustavo como miembro de la directiva, y yo como directora ejecutiva. De nuevo tuve la suerte de contar con un consejero y un confidente. Un amigo leal.
Asistí con emoción al reconocimiento que la comunidad le hizo a Gustavo por su desempeño como director del Nuevo Mundo Israelita. Nada más justo para rendir homenaje a quien fue no solo un brillante comunicador de la vida comunitaria judía, sino también un defensor a ultranza del Estado de Israel y de nuestra dignidad como pueblo, en sus columnas de opinión en El Nacional.
La primera campanada de alarma sobre la salud ya comprometida de Gustavo ocurrió en Israel, donde compartía habitación de hotel con mi esposo Amram Cohen Pariente Z’L. Tuvo una pérdida de conciencia, fue llevado a un hospital, regresó a Caracas y todos sus valores estaban alterados: diabetes, colesterol, triglicéridos, presión arterial. Y aquel gordito a quien le encantaba comer, que hacía de la mesa su lugar predilecto, debió someterse al rigor de las dietas.
La salud de Gustavo se fue deteriorando con una nueva enfermedad, ya no le era fácil conversar. Y poco a poco se fue desvaneciendo su presencia física, hasta que le llegó el descanso eterno. Ese día en la Beit Yosef fuimos pocos los que estuvimos para decir el último adiós a ese intelectual brillante, hombre probo y judío integral que fue Gustavo Arnstein, muchos menos de los que debieron estar. Pero su nombre quedará sin duda inscrito entre los más valiosos miembros de nuestra comunidad.
«Gustavo Arnstein, la ruta de un hacedor», por Elisa Lerner
«Unas palabras sobre Gustavo», por Adolfo Salgueiro
«Gustavo, el amigo», por Priscilla Abecasis
«Una mente brillante llamada Gustavo Arnstein», por David Bittan Obadía
«Gustavo Arnstein, viaje a la eternidad», por Atanasio Alegre
«Gustavo Arnstein Z’L, in memoriam», por Rabino Pynchas Brener
«Científico, humanista y judío: Gustavo Arnstein, 1942-2018», por Sami Rozenbaum