Cuando llegaron las primeras crónicas desde la Universidad de Maryland, firmadas por un tal Gustavo Arnstein, al diario El Nacional, al que ya Miguel Otero Silva había instalado en Venezuela como una de las instituciones imprescindibles, el doctor Ramón Jota Velásquez, que dirigía el periódico en ese momento, preguntó si alguien conocía a aquel periodista destacado en Washington que acumulaba la maestría de un corresponsal de extremada experiencia.
Le dijeron que se trataba de un estudiante de la UCV que hacía el doctorado en Química en Maryland. Le dijeron también que había hecho la carrera de periodismo, Licenciatura en Química en la UCV, sin dar mucha importancia a la prosa que componía aquellos escritos.
Pero la gente —yo entre ellos— comenzó a leer las crónicas de Arnstein y, dada la marcha de los tiempos, constatamos que se trataba de alguien que conocía muy de cerca la ebullición a la que estaba sometida la sociedad norteamericana debido a la guerra de Vietnam, a la aparición del “nuevo periodismo” que luego Tom Wolf calificaría como el periodismo canalla, y los prolegómenos de la que iba a ser la revolución juvenil. Ya Norman Mailer había publicado Los desnudos y los muertos, y daba la impresión de que aquellos escritos de Arnstein acusaban la influencia de ese autor que copaba en ese momento las librerías. Esta intranquilidad y esta movilidad de las bases tectónicas de la sociedad yanqui la había resumido el autor de Corre negro, corre en dos frases: “No hay gordo que aguante sentado ni flaco que resista corriendo”.
Pues bien, sobre esta plataforma de los artículos semanales comenzó a cimentarse la fama de Gustavo Arnstein. Tuvo siempre una gran fe en lo que se podía mover mediante ese género literario de urgencia, pero de vuelta al país, e incorporado a sus funciones como profesor de Fisicoquímica en la Facultad de Ciencias, Arnstein pensó que, si a una sociedad la mueve la cultura, es preciso saber administrarla, impulsarla y divulgarla. No había olvidado en esos años del doctorado las lecciones de quienes habían sido sus maestros en la Facultad de Humanidades y Educación: Rosenblat, García Bacca, Mujica, los Carrera Damas, Nuño y tantos otros. Sabía leer y tenía bien reposada la novela Doña Bárbara y las obras de Miguel Otero Silva, Ramos Sucre y otros, y creo que en algún momento, por aquello de que la lectura es la espuma de la escritura, pensó dedicarse a este arte de la escritura. Hablaba bien en público, y tenía ideas muy claras sobre cómo es posible fundamentar la mitología de la existencia sobre una anécdota, pero buscó otro camino.
Algo que se vino a evidenciar cuando fue nombrado director de Cultura de la UCV. Si a quien había hecho una carrera científica le había resultado de apoyo una carrera humanística, a quienes hicieran cualquier carrera les debían interesar otros aprendizajes nutricios. Esta era la función de los grupos de la Dirección de Cultura.
Tuvo que enfrentarse al accidente aéreo en el que falleció el Orfeón Universitario en las Azores. Salió adelante con la ayuda de Antonio Estévez y, aparte de la refundación del Orfeón, en la Dirección de Cultura encontraron cabida las publicaciones, la danza, la estudiantina, el teatro y todas aquellas actividades que desde entonces han definido el quehacer de esa Dirección en la UCV. No lo tuvo fácil con la Cátedra del Humor de Zapata, pero sabía contemporizar y mediar con buen pulso entre quienes pretendían una cosa y la contraria. Sabía el valor de las palabras y cómo colocarlas; podía usar la ironía y, sobre todo, tuvo siempre una visión adecuada de la gente que le rodeaba.
Se hacía querer, sin poses. Iba de un lado a otro de la UCV moviendo su voluminosa humanidad, con tal eficacia y decisión que invitaban a la acción. Todo ello lo preparó para el gran salto que dio al ser nombrado secretario del Conac.
Un día, en uno de los restaurantes de la Libertador, al saludar a Gonzalo Barrios —quien ocupaba mesa con algunos amigos—, el gran político y columnista de los sábados le dijo a Arnstein: “Gustavo, eres un segundón, pero no olvides que eso dura mientras seas imprescindible”.
Y lo fue. Durante los catorce años que se desempeñó en ese cargo, quienes ocuparon la presidencia del Conac tuvieron que contar con Arnstein para que todo aquello funcionara. De manera especial, para que funcionara la organización cultural de las redes que había logrado sembrar en todo el interior del país.
Participé con Arnstein en la organización del Primer Congreso de Cultura Latinoamericana Judía. Ya había habido otras ocasiones de colaboración conjunta, y fue él quien me relacionó con gente muy importante, muy entrañable, dentro de la comunidad hebrea de Caracas.
Más adelante, durante los ocho años que estuvo al frente de Nuevo Mundo Israelita, hizo de sus páginas no solo el órgano de información para la comunidad judía sino que, a través de eso que los alemanes llaman el Feuilleton o dossier, un espejo en el que se reflejaba qué rumbo había llevado la cultura venezolana durante aquella semana.
Gustavo Arnstein ha sido uno de los hombres más importantes de la cultura venezolana. Los gobiernos que se sucedieron mientras fue secretario de la máxima institución cultural del país no cayeron en cuenta, o no quisieron, o simplemente nos les interesó el cambio que habrían experimentado las cosas con Gustavo Arnstein al frente de ese, que no llegó a ser un ministerio.
Creo, por otra parte, que el país no valoró debidamente todo el trabajo de este hombre singular. Fue, sin estridencia, un amigo incondicional, un ser excepcional. Pero hoy, a más de su imborrable recuerdo, no nos queda como consolación sino la invocación del verso: “y como fuera mortal, metióle al fin la muerte en su fragua”.
«Gustavo Arnstein, la ruta de un hacedor», por Elisa Lerner
«Gustavo, más que todo, un amigo», por Paulina Gamus
«Unas palabras sobre Gustavo», por Adolfo Salgueiro
«Gustavo, el amigo», por Priscilla Abecasis
«Una mente brillante llamada Gustavo Arnstein», por David Bittan Obadía
«Gustavo Arnstein Z’L, in memoriam», por Rabino Pynchas Brener