E l pasado 26 de octubre, el papa Francisco, en su alocución, afirmó: “El pueblo de Israel fue el que, desde Egipto, donde fue esclavizado, caminó a través del desierto por cuarenta años, hasta llegar a la tierra prometida por Dios”.
En muy breves palabras, el sumo pontífice ha dicho lo que es simplemente el relato bíblico. Relato de carácter histórico y religioso, que está precisamente en el libro que da fundamento a las religiones monoteístas de nuestros días, y que constituye sencillamente una verdad comprobada.
Estas palabras seguramente vienen a colación luego de la infeliz resolución de la Unesco que niega alguna relación del pueblo judío con el Monte del Templo en Jerusalén. Pero son muy necesarias en todo momento, cuando existe una campaña de deslegitimación del Estado de Israel, y del derecho de los judíos a un Estado en el territorio bien conocido como la tierra prometida donde precisamente, luego de los cuarenta años de peregrinaje en el desierto, se estableció la presencia nacional judía que se tradujo en reinos independientes, construcciones como el Templo de Jerusalén, historia muy prolífica y, en general, un testimonio histórico innegable e inocultable de presencia israelita.
La campaña de deslegitimación de Israel, el no reconocimiento del derecho de los judíos a un Estado, no conoce límites ni parece generar algún tipo de vergüenza para mentir o tergiversar la historia. Es una campaña feroz que tiene dos grandes combatientes: aquellos que emiten conceptos falsos y tienen capacidad de lograr resoluciones, y aquellos que con su silencio y sus actitudes son cómplices responsables del desatino.
Los judíos, los voceros del Estado de Israel, se sienten agradecidos cuando una figura como el papa hace una declaración como la señalada antes. Aunque mostrar agradecimiento es una gran virtud, resulta paradójico que se agradezca y se reconozca con entusiasmo a quien y quienes simplemente enuncian una verdad.
Que se hagan estas declaraciones, y que las aplaudamos quienes nos hemos sentido afectados, refleja también un par de situaciones. La primera es el acatamiento de la verdad como tal, algo siempre importante. Lo segundo, una fragilidad peligrosa de la humanidad en cuanto a ser víctima fácil de mentiras, campañas con fines perversos, complicidad en incitación a causas que tienen objetivos inconfesables. Si aplaudir una verdad simple, si agradecer lo correcto como si constituyera una excepción y no la regla de convivencia universal, resulta aplicable en nuestros días… entonces las cosas no han de estar muy bien.
Pero de cualquier forma, consideraciones aparte, las palabras del papa Francisco en su alocución del 26 de octubre de 2016 son bienvenidas, agradecidas y a lugar.
Gracias, su santidad. La verdad, aunque a la vista, conviene señalarla… y repetirla.