Gabriel Albiac*
E l 6 de noviembre de 1975, una muchedumbre de fieles al rey de Marruecos violó la frontera española e invadió el Sahara. Tras los 350.000 devotos avanzaba un ejército de 25.000 soldados marroquíes, prestos al combate. Era un casus belli de manual. La fecha había sido elegida con esmero. España, mandatada por la ONU para garantizar la libre determinación del territorio, vivía tiempos confusos: Franco se estaba muriendo y el vacío de poder era evidente en Madrid.
Los 5.000 legionarios del ejército español se enfrentaban a una alternativa por igual tétrica: permitir que la multitud exaltada se apoderase del territorio, o hacerle frente. En la segunda opción, se abrirían dos momentos: primero, los pobres siervos que habían sido enviados por el Sultán para hacerse matar caerían como moscas, provocando el lógico horror de la humanitaria comunidad internacional; a continuación, el ejército marroquí intervendría en su auxilio y se abriría una guerra total, que España parecía muy poco preparada para soportar. El Gobierno español optó por rendirse. Fue deshonroso. Pero pragmático. A fin de cuentas, el precio iban a pagarlo otros: los traicionados saharauis. Salía casi gratis. Eso se pensó entonces.
El fin de semana pasado, en Gaza, una muchedumbre de decenas de miles de devotos de Hamás fue lanzada por sus oráculos al asalto del muro fronterizo que defiende a los ciudadanos israelíes de ser exterminados por sus vecinos. Parapetadas tras la caótica multitud de exaltados, las milicias terroristas de Hamás aprestaban sus armas.
Era un casus belli de manual. El modelo resultaba idéntico al del 75 saharaui. Salvo por un detalle. Todos y cada uno de los españoles que iban a ser expulsados del Sahara, tenían una patria a la cual retornar y en cuyo suelo rehacer razonablemente sus vidas. Todos y cada uno de los ciudadanos de Israel saben, desde su fundación, que aceptar pasivamente la invasión del enemigo no les deja más salida que el mar. Y que una guerra –solo una– perdida supondrá su exterminio: tan prometido e infalible como el que Centroeuropa infligió a sus abuelos en los años del nazismo. Y nadie en Israel parece estar dispuesto a aceptar alegremente esa perspectiva. El ejército israelí defendió su frontera.
Gaza –como Cisjordania– fue entregada, sin contrapartida alguna, por Israel a sus enemigos en el año 2005. Un cálculo ingenuo llevó a pensar que esa muestra de buena voluntad sería el punto de partida para un acuerdo de paz. Fue un error. Sucedió lo contrario. Hoy, Gaza es el mayor vivero terrorista del mundo. Y la más inmediata de las amenazas fronterizas para Israel. Si nadie quiere entenderlo en Europa es por dos duras razones: la primera, que no hay país del continente cuyas fronteras estén así de amenazadas; la segunda, que Europa renunció a luchar por su supervivencia, hace ahora exactamente un siglo. Y no soporta el reproche mudo de que haya aún quienes combatan por su libertad y por su patria. Europa odia a quienes se defienden.
*Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.
Fuente: ABC. Versión NMI.