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“C uando el sol comenzó a ponerse, cayó un profundo sueño sobre Abrám; y he aquí que un temor y una gran oscuridad descendieron sobre él. Y [Dios] le dijo a Abrám: Debes saber que tus hijos serán extranjeros en una tierra que no será de ellos, y los esclavizarán y los afligirán... y después saldrán con gran riqueza” (Génesis 15:12 -13).
Galut (diáspora) se presenta de muchas maneras. El esclavo hebreo en Egipto; el próspero judío en el exilio en Babilonia; el perseguido habitante del gueto en la Europa medieval; el prisionero en Auschwitz; el judío estadounidense tolerado en el club de campo local; Medinat Israel, rehén de los caprichos de las potencias mundiales.
Nuestro propio éxodo, el que nuestra comunidad tristemente está experimentando hoy, aquí en Venezuela. Todos son sujetos del galut, cuya definición más básica es: “un extraño en una tierra que no es suya”. No dominas el entorno, este te lo domina; no tienes el control de las circunstancias, eres su víctima.
Galut se describe a menudo como un castigo por nuestros defectos. En la oración de Musaf, en los días festivos, declaramos: “A causa de nuestros pecados fuimos exiliados de nuestra tierra”. Pero ello solo es parte de la historia. En el “Pacto entre las partes” entre Dios y Abraham (en ese momento todavía se llamaba Abrám), en el que se estableció por primera vez que habría un pueblo judío, Dios informó a Abraham que sus descendientes serían extranjeros en una tierra que no de ellos. El galut de Am Israel fue ordenado antes de que hubiese una nación hebrea.
De hecho, hemos sufrido galut durante la mayor parte de nuestra historia, con una excepción ocurrida el tiempo en que ambos templos se mantuvieron en pie (826-423 a.c. y 349 a.c. - 69 d.c.) durante unos 830 años. En el período del Primer Templo residimos en nuestra patria y la Presencia Divina habitaba manifiestamente entre nosotros; pero durante el Segundo Templo nos encontrábamos bajo la hegemonía de potencias extranjeras. Incluso durante el período del Primer Templo, hubo períodos de conflicto interno y subyugación extranjera. De hecho, el Talmud apunta a una sola generación: los 40 años del reinado del rey Salomón, como un momento en que “la luna estaba llena”, cuando nuestra relación con Dios era completa y éramos los verdaderos dueños de nuestro destino.
Uno pensaría que el galut, el cual ha dominado el 99% de nuestra historia, se arraigaría en el carácter judío, o al menos se convertiría en una forma de vida aceptada. Pero lo más asombroso del galut es que casi 4000 años después del “Pacto entre las partes”, el galut es tan aterrador, tan incomprensible, tan extraño para nuestras almas como lo fue para Abraham en ese fatídico día cuando contempló y sintió un espantoso temor y una gran oscuridad.
Los pueblos del mundo, que ciertamente incluyen a naciones más ricas, más poderosas y políticamente más independientes que nosotros, han aceptado en general el hecho de que el mundo en el que viven incluye fuerzas mayores, a las que ellos mismos están sometidos. Pero no el judío. No nos hemos reconciliado con el Galut. Nunca lo hemos aceptado y nunca hemos dejado de luchar por la redención.
De hecho, es la gran “anti-naturalidad” del galut, su misma extrañeza, la clave de la “gran riqueza” que produce. La constante conciencia de que este no es nuestro lugar, la fe perdurable de que las circunstancias actuales no son “tal como son las cosas”, es la raíz de todo lo que el judío ha logrado y obtenido, tanto para él como para el mundo.
Ahí radica la paradoja del galut: su poder se deriva del hecho de que no debe ser, no puede ser. Del incesante esfuerzo por lograr su desaparición, de la fe cierta de que el esfuerzo tendrá éxito. Por ello también se ordenó con anterioridad en el “Pacto entre las partes”.
Nosotros, los judíos, hemos sido acusados de muchas cosas, pero nadie nos ha llamado crédulos. Si cien generaciones de labor y lágrimas judías se utilizaron en el esfuerzo, es solo porque sabemos que la luna recuperará su plenitud y viviremos en un mundo de bondad y perfección divina.