La invasión de Rusia a Ucrania, que inició el 24 de febrero de 2022, ha contabilizado según las más altas autoridades militares británicas y estadounidenses la bicoca de más de 500.000 bajas en el ejército rojo entre muertos y heridos, y por parte del ejército ucraniano las cifras pudieran estar alrededor de 150.000, sin contar las decenas de miles de víctimas civiles en este conflicto que lleva cerca de 29 meses y que analistas presagian que pudiera extenderse hasta 2027.
Adicionalmente a estas escalofriantes cifras, nos encontramos que más de 15 millones de ucranianos han sido desplazados de sus hogares, más de 8 millones se encuentran refugiados en diferentes países, 12 millones sufren actualmente de estrés postraumático agudo, y por supuesto una parte significativa de estas cifras se refiere a bebés, niños y adolescentes.
Hace pocos días, un misil ruso impactó en un hospital de niños ucraniano, causando la muerte de al menos 36 personas; y este sí era un hospital de niños usado para tal fin, y no una guarida de terroristas que se esconden tras las batas de los médicos y de los eventuales pacientes, para desde ahí generar ataques indiscriminados contra la población civil de otro país, en este ejemplo de Israel.
Ante esta colosal tragedia humanitaria, que está todavía en plena ebullición contabilizando y engrosando estas espeluznantes cifras día a día, no vemos ni remotamente una banderita ucraniana en algún lado de este dislocado globo terráqueo; no vemos alguna manifestación, el cierre de una vía aunque sea en una calle ciega, no vemos a algún organismo internacional hablar de genocidio, hambruna, asesinato premeditado de infantes, demandas judiciales de alguno de los más de 206 países del mundo contra Rusia ante la Corte Internacional de Justicia. Qué raro todo esto, ¿no les parece?
Socorristas trabajan en el hospital Ojmatdyt de Kyiv, Ucrania, que fue bombardeado el pasado 8 de julio en un ataque ruso con misiles
(Foto: Reuters)
A la inversa, un país que ha sido invadido, que producto de esta invasión no de un ejército, sino de más de 3000 individuos entre terroristas y civiles, decididos como en efecto ocurrió a cometer los más atroces crímenes contra civiles indefensos, familias en sus camas, bebés quemados, mujeres violadas y descuartizadas, más de 240 personas arrancadas de sus hogares para ser llevadas a lo que fue convertido Gaza por los terroristas, un lugar subterráneo del horror; en fin, este país que fue invadido el 7 de octubre pasado y que por supuesto tuvo que contrarrestar ese brutal ataque buscando a los terroristas en sus madrigueras, es el país más vilipendiado, acusado, demandado y tratado de aislar del concierto internacional en los últimos nueve meses.
Como si esto fuera poco —y algo verdaderamente surrealista—, la gran mayoría de las comunidades judías del mundo han sido de una u otra forma atacadas, profanados sus lugares de culto, prohibido el acceso de profesores judíos a sus cátedras en diferentes universidades; estudiantes judíos han sido hostigados, perseguidos y apartados de sus campus universitarios; un pandemónium donde el invadido, asesinado, violado y ultrajado es el victimario.
Esta escala de valores invertidos tiene como premisa, en uno de sus vértices, la presencia judía, bien sea a través del Estado de Israel, de alguna comunidad o individualidad, y esto ha sido así en los últimos 2000 años, desde que se acusó a todo el pueblo judío de la crucifixión de Jesús, cuando se le acusó de su doble lealtad que empezó con Judas Iscariote, siguió con el caso del capitán Alfred Dreyfus, de la pérdida de un niño en alguna ciudad europea del siglo XI para usarlo en algún supuesto rito religioso, cuando llegó la peste negra en el siglo XIV, siendo que el culpable era el judío que había sufrido menos la peste solo por sus normas religiosas de limpieza en los alimentos , en su ropa y en su cuerpo, lo cual, los hacía sospechosos por su baja mortalidad. También se les acusó de envenenar los pozos de agua, de ser usureros en una época en que solo a ellos se les permitía el manejo de dinero que estaba prohibido para el resto de la sociedad, se les acusó de conspirar para apoderarse del mundo, según ese panfleto falsificado llamado Los Protocolos de los Sabios de Sión.
Hace pocos días, un misil ruso impactó en un hospital de niños ucraniano, causando la muerte de al menos 36 personas; y este sí era un hospital de niños usado para tal fin, y no una guarida de terroristas que se esconden tras las batas de los médicos y de los eventuales pacientes, para desde ahí generar ataques indiscriminados contra la población civil de otro país, en este ejemplo de Israel
En fin, todos estos prejuicios, que han pasado de generación en generación, siguen su ruta triunfal en este mundo de TikTok, de Instagram, de Facebook, de X, de Telegram, donde la información proviene de un video de 15 segundos editado por los mismos que han invertido miles de millones de dólares en las universidades desde hace más de 20 años, empezando por la Universidad de Berkeley y de ahí a más 250, la narrativa yijadista propalestina, que tiene como premisa esencial la desaparición del Estado de Israel.
Todo este escenario es tan surrealista que le preguntaron a un grupo de la comunidad LGBTIQ+ española lo siguiente: ¿A quién le temen más ustedes, a Vox o a la implantación de un Califato Islámico en España? La respuesta de todos, al unísono, fue a Vox.
Nos enfrentamos a un mundo en el que la ignorancia sumada a prejuicios milenarios, más la alianza antinatura de la izquierda radical y todos sus movimientos redencionistas con los yijadistas, a lo que se le suma la inversión milmillonaria para implantar una narrativa que tiene como objeto la distorsión de la realidad, orientando y manipulando las creencias, valores y sentimientos, con la finalidad de influir en la opinión pública y esta, a su vez, en las decisiones políticas tanto a nivel estatal como a internacional.
La batalla cultural está instaurada, lo que nos llama al combate dialéctico para revertir los antivalores que nos quieren imponer para destruir a la familia y después a la sociedad toda.