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León J. Benoliel Z’L*
S e ha calificado de santo al pueblo hebreo —pueblo mártir por excelencia—, porque el patriarcado o la teocracia que lo gobernó se consagró de modo absoluto, y con la más indefectible fidelidad, al servicio de Dios, alabándole y adorándole todos los días y en todas las circunstancias. Y porque en sus diarias preces y sus más solemnes conmemoraciones, el pueblo quiso poner énfasis en el origen divino de la Creación y, durante 4000 años, ensalzar, enaltecer y exaltar al Dios universal que le dio vida. Y por cuyo amor no vaciló, en innumerables coyunturas de la historia, en consentir los mayores sacrificios, e inclusive ofrendar sus vidas, rechazando otros credos que hubieran supuesto su salvación física o una existencia libre de amenazas o tribulaciones.
No hay en esto fanatismo ni exclusivismo, sino admirable fidelidad al Dios invisible que un día sellara su alianza con Abraham, alianza que diera origen al monoteísmo, porque según el concepto judío Dios es el padre de todos los hombres y su obra la comparte toda la humanidad. La festividad judía de Tu Bishvat tiene por objeto bendecir los frutos de la tierra, de toda la tierra, y es ocasión para agradecer al Creador por todas las mercedes que prodiga a la humanidad.
Las máximas solemnidades de los judíos implicaban peregrinaje al Templo de Jerusalén, con excepción del Yom Kipur o Día de la Expiación. Venían los peregrinos de los confines de Éretz Israel (Tierra de Israel) para afirmar, confirmar y fortalecer su fe, y para congregarse junto con todo el pueblo, en medio de ceremonias religiosas de gran fervor y piadoso regocijo.
Lo más notable del pueblo hebreo es el hecho de que, destruido el Templo, arrasada Jerusalén —símbolo de su judeidad y de su Judaísmo—, y cautivo o extrañado, su fe en el Dios de sus antepasados, lejos de declinar, se acrecentó aún más en el exilio. Y fue la fe en el Dios de Abraham el nexo que espiritualmente lo uniera en el destierro, y la luz de esperanza que lo alentara y mantuviera hasta hoy. Es incuestionable que si los oprimidos judíos de la diáspora no se aferraran, en el clímax de su desesperación, al Dios “que los sacó de Egipto” y a sus divinos mandamientos y enseñanzas, la supervivencia habría sido imposible. Y en recompensa a su admirable fidelidad, que fuera origen de su martirologio, Dios, como palmaria manifestación de su magnanimidad, los mantiene hoy incólumes y garantiza la perennidad del pueblo de Israel.
La festividad de Rosh Hashaná (“cabeza del año”) coincide con el 1º del mes de Tishrei, considerándose esta efeméride como el día de la creación del mundo y como el momento en que Dios se acuerda de todas sus criaturas. Esta solemne fiesta se denomina asimismo Yom Hazicarón o día de la remembranza. Por ello se la considera digna de encabezar el año. Así, pues, Rosh Hashaná es, efectivamente, el año nuevo israelita. Pero esta festividad es, a la vez, día del juicio divino, por lo cual se exige a todos el arrepentimiento.
Desde un mes antes toma inicio un período de penitencia, marcado por oraciones especiales denominadas Selijot (penitencias), rezadas todas las noches a partir de las primeras horas de la madrugada, y que finalizan con la luz del día. Porque, según el Talmud, el 1º de Tishrei se abren en el cielo tres libros: el de los justos, a los que se inscribe para la vida; el de los malvados, a los que se registra para la muerte; y el de los intermedios, quienes deben arrepentirse antes de Yom Kipur para que se decida sobre su suerte. Por eso, esta festividad se denomina asimismo Yom Hadin, o sea día del juicio. De todo esto se deriva el carácter penitente de este período que empieza, pues, un mes antes del año nuevo, y finaliza con el Yom Kipur, o día del perdón.
La característica de Rosh Hashaná es la obligatoriedad de tocar el shofar (cuerno de carnero padre), con la finalidad de que Dios se acuerde de Israel para bien. Y de todos es conocido el esotérico, místico-cabalístico significado del sonido del cuerno, que los judíos hacen oír en sus mayores solemnidades religiosas o sus más terribles acontecimientos.
“Sonreía al escucharlo
y más a menudo lloré
porque creía oír esos rumores proféticos
que precedían a la muerte de antiguos paladines”.
Con estos famosos versos de Alfredo de Vigny, quien aludía en su fuero interno al cuerno de Roldán, sobrino de Carlomagno, se hace asimismo patente el poder sugestivo, profundo y misterioso del sonido del más primitivo de los instrumentos.
Los más piadosos entre los judíos ayunan todos los días del mes que precede a Rosh Hashaná. Así queda confirmado el carácter eminentemente penitente y solemne de esta festividad, denominada asimismo Yamim Noraím, “días terribles”.
El 10 de Tishrei celébrase el Yom Kipur, llamado en tiempos bíblicos Yom Hakipurim (día de las expiaciones), es decir la fecha más sagrada de los judíos. En este día terminan las penitencias iniciadas 38 días antes. Este muy solemne día trae aparejado el ayuno más absoluto, que se mantiene unas 26 horas. Trátase del único ayuno que prescribe la Ley de Moisés. La abstinencia tiene por finalidad darle al alma fuerza y elevación, y supone castigo y mortificación del cuerpo, al que hay que privar, a lo largo de ese día, de todo goce sensual o sensorial. Yom Kipur, llamado asimismo Día del Señor, exige la mayor contrición y el mayor espíritu religioso.
En ese día de irrevocable justicia, de amnistía y gracia, son perdonados nuestros pecados contra Dios y contra la ley divina; no así los que hemos cometido contra nuestros semejantes. Solamente serán perdonadas nuestras violaciones contra la ley humana si nuestros actos y obras demuestran que hemos reparado las injusticias cometidas y hemos vuelto al camino del bien.
Lo más notable del pueblo hebreo es su fidelidad a los mandamientos de Dios a lo largo de su prolongada existencia; el más absoluto respeto al espíritu y a la letra de la ley de Moisés y, en quizá la mayoría de los judíos, la estricta observancia de las prescripciones religiosas dictadas hace 3200 años en el Sinaí, y que tantos sacrificios implica.
En verdad es santo un pueblo que, libremente y sin vacilaciones, se sometió y se somete a tantas restricciones, prohibiciones y privaciones, a tantos inconvenientes, penitencias y mortificaciones, y que por permanecer fiel a Dios y a sus leyes admitió, en el curso de la historia, las más inhumanas humillaciones, se expuso a terribles amenazas y peligros, y, con alabanzas al divino Creador, aceptó en sus labios hasta el supremo sacrificio de sus vidas.
*León J. Benoliel, nacido en Tetuán (Marruecos) en 1913, se residenció en Caracas en 1973. Fue autodidacta en temas de historia universal, historia de las religiones, historia militar y naval, y literatura. Conferencista y autor de varios libros. Falleció en Caracas en 2004.
Este artículo fue publicado originalmente en NMI Nº 212, 9 al 16 de septiembre de 1977.