Hace cien años ocurrió lo que parecía impensable: una revuelta popular hizo caer la dinastía Romanov en Rusia, que acababa de celebrar sus 300 años, y se estableció un Gobierno Provisional que otorgó plenos derechos a toda la población del enorme país, incluyendo específicamente a los judíos. ¿Había llegado la hora de la redención para esta sufrida comunidad?
Sami Rozenbaum
L a vida de los judíos de Rusia fue siempre una historia de oprobio y humillaciones. El antisemitismo de la fe greco-ortodoxa no fue menos intenso que el de la católica en la Edad Media. Y mientras a finales del siglo XVIII comenzaba en Europa Occidental un firme proceso de otorgamiento de derechos y emancipación, en el gran Imperio Ruso se acentuó la degradación de las condiciones en que sobrevivían los judíos.
Entre 1772 y 1795 el imperio de los zares se expandió hacia el oeste, dividiéndose con Austria y Prusia el territorio de la antigua Polonia. Así, aproximadamente 1.200.000 judíos quedaron dentro del territorio ruso. En 1795, con el fin de evitar que esa población judía se dispersara por su imperio, la zarina Catalina “la Grande” dispuso crear una “Zona de Residencia” en partes de lo que habían sido Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Rumania. En realidad era como un gran gueto, e incluso en esta Zona los judíos requerían permisos especiales para residir en las ciudades más importantes, como Kiev.
Durante el reinado del zar Alejandro II, en la segunda mitad del siglo XIX, se suavizaron las leyes antisemitas y se produjo un breve despertar de la vida cultural judía; parecía haber llegado, tardía pero definitivamente, la emancipación de los judíos rusos. Pero tras el asesinato del zar en 1881 por parte de fuerzas anarquistas, se culpó a los judíos y se desataron los primeros pogromos, triste aporte de la lengua rusa a la terminología del odio.
La persecución se hizo cada vez más atroz: en 1886 se expulsó hacia la Zona a los judíos que habían vivido en Kiev, y en 1891 a los de Moscú y de la entonces capital del imperio, San Petersburgo (también conocida como Petrogrado), que incluso fueron encadenados como si se tratara de criminales. En la Zona, donde ya vivían casi cinco millones de judíos —la mayor concentración del mundo en aquel entonces—, se les prohibió participar en las elecciones locales.
Al agravarse la opresión, muchos judíos optaron por emigrar. Cientos de miles marcharon hacia Estados Unidos y otros países, mientras que pequeños grupos de jóvenes idealistas de las organizaciones Bilu y Jovevéi Zión se dirigieron a Palestina, entonces parte del Imperio Otomano, para crear las primeras comunidades agrarias modernas; esta fue la llamada “Primera aliá”.
Pero un grupo de intelectuales, influenciados por las ideas modernas —sobre todo por el socialismo, entonces en auge—, se dispusieron a actuar políticamente en la propia Rusia.
La “Zona de Residencia” en la que el régimen zarista obligó a concentrarse a los judíos del imperio desde finales del siglo XVIII hasta principios del XX, abarcaba 25 provincias de las actuales Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Rumania. Al estallar la Primera Guerra Mundial, más de cinco millones de judíos —la mayor concentración en el mundo—vivía en estos territorios. El color indica la densidad de población judía.
A pesar de la miseria que padecía la mayoría de los judíos en este verdadero gueto, la relativa cercanía de tantas comunidades facilitó el desarrollo de la rica y variada cultura idish. Casi todos los judíos asquenazíes de hoy pueden trazar al menos alguno de sus antepasados en la Zona.
Una novedosa organización política se fundó en septiembre de 1897 en una pequeña casa cerca de Vilna, Lituania, entonces parte del Imperio Ruso. Los fundadores eran 13 delegados judíos que representaban organizaciones locales, sindicatos y periódicos clandestinos. Eran once hombres y dos mujeres, que se inspiraron en el Partido Socialista Laborista de Alemania (Algemeiner Deutscher Arbeiterbund), que había fundado otro judío, Ferdinand Lasalle. De hecho, el nombre completo del nuevo movimiento fue Der Algemeiner Yidisher Arbeiterbund in Rusland un Poiln (“Sindicato General de Trabajadores Judíos de Rusia y Polonia”, al que más tarde se agregaría Lituania), simplificado como Bund*.
El objetivo del Bund era organizar al entonces creciente proletariado judío para representar sus intereses específicos, pero a la vez buscaba formar parte orgánica del movimiento socialista revolucionario que surgía en el imperio.
Superando sus propias expectativas, el Bund logró en pocos años incorporar y movilizar a cientos de miles de personas, y adquirió gran relevancia en el convulso mundo político de Europa Oriental a finales del siglo XIX y principios del XX. Apenas al año siguiente, 1898, el Bund ayudó a fundar el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores de Toda Rusia, en el cual se le incluyó como ente autónomo.
Como era de esperarse, el régimen zarista respondió; Ojrana, la siniestra policía política, detuvo a cientos de activistas del Bund y deportó a muchos a Siberia. Pero en poco tiempo el remanente se reorganizó; era difícil desmantelar una organización que contaba con el apoyo de muchas miles de personas, que trabajaban en grandes fábricas y pequeños talleres por toda la Zona y fuera de ella. Cada miembro hacía un pequeño aporte para financiar al movimiento, y para ayuda mutua en caso de huelga.
En efecto, a pesar de que estaban prohibidas, el Bund organizó huelgas cada vez más multitudinarias en las grandes ciudades del imperio, incluida Petrogrado. Los participantes sentían que ya no tenían nada que perder.
El Bund decidió desde un principio no usar el “terrorismo económico” (dañar instalaciones, sabotear la maquinaria de las empresas o ejercer violencia contra personas), ya que ello “confundiría la conciencia socialdemócrata de los trabajadores, reduciría sus propios estándares morales y desacreditaría al movimiento”. La acción política se concentraría en huelgas, protestas para demandar reivindicaciones y, en general, “agitación”. Esta era la misma actitud del Partido Socialdemócrata Laboral Ruso, en el que también participaban judíos como Paul Axelrod y Julius Martov, junto a figuras que rápidamente fueron haciéndose conocidas, como Georgi Plejanov y Vladimir Uliánov (Lenin). Numerosos judíos se incorporaron también a otros partidos políticos, siempre en la clandestinidad, como el Socialista Revolucionario, el Democrático Constitucional (Kadets), la Liga para la Igualdad de Derechos del Pueblo Judío en Rusia (Folksgrupe), e incluso en movimientos anarquistas.
Entre las acciones del régimen zarista contra el Bund se incluyó buscar su desmoralización, creando movimientos paralelos a los que lograron atraer a varios judíos; intimidar a sus líderes mediante la extrema violencia; y sobre todo, el fomento de pogromos. Estos últimos, además, tenían el objetivo de que los judíos no activos en política acusaran al Bund de ser la causa de sus sufrimientos. El pogromo más terrible de ese período fue el de Kishinev, actual capital de Moldavia, donde 47 judíos fueron asesinados y más de 600 resultaron heridos, lo que generó una profunda indignación en todo el mundo.
Estas estrategias del zarismo para debilitar a la disidencia, con sus adaptaciones, serían bien aprendidas más tarde por el régimen comunista, que lo inculcaría a sus satélites a lo largo y ancho del globo.
Pero los intentos de intimidación tuvieron el efecto contrario, al inflamar más el fervor de las masas judías hacia la acción política, en algunos casos llegando incluso a la violencia; también comenzaron a aparecer numerosos grupos de autodefensa. El prestigio del Bund creció, y atrajo a los principales intelectuales judíos de la época; de ser un movimiento “proletario” pasó a convertirse en el principal vocero de las masas judías del Imperio Ruso. Hasta en el pueblo más remoto, una orden emanada del Comité Central del Bund podía paralizar la actividad económica.
Pero sí surgieron escisiones internas: entre los judíos también había empresarios que se oponían al movimiento laboral, y los grupos conservadores y religiosos temían que la actividad política repercutiera negativamente en todas las kehilot.
La llamada Primera Revolución Rusa se fue gestando a raíz del grave deterioro económico de los primeros años del siglo XX, que empeoró a causa de la Guerra Ruso-Japonesa iniciada en 1904, y en la cual el ejército ruso fue ignominiosamente derrotado.
El domingo 9 de enero de 1905, millares de personas se manifestaron pacíficamente frente al palacio del zar en Petrogrado. Pensaban que, como “padre de su pueblo”, él escucharía sus ruegos de ayuda; pero la respuesta fue una masacre, cuando los soldados dispararon contra la indefensa multitud que solo enarbolaba iconos y retratos del emperador. El llamado “domingo rojo” marcó el comienzo del fin de la imagen benigna del zar y su régimen.
El resto de ese año, constantes manifestaciones violentas y huelgas debilitaron al gobierno, y los movimientos revolucionarios —entre los cuales el Bund destacaba por su organización y eficacia— lograron de hecho controlar las ciudades de Vilna, Minsk y Riga. Finalmente, el zar se vio presionado a aceptar la creación de una constitución y un parlamento (Duma) que, en principio, debería marcar la transición hacia un régimen democrático.
Para la primera Duma (1906-07) resultaron electos 12 diputados judíos, aunque este número se redujo en los parlamentos siguientes a solo tres o cuatro. Pero en realidad el funcionamiento de la Duma estaba severamente limitado, pues el zar mantenía el poder de facto y solo lo utilizó como una fachada. A medida que regresaba cierta tranquilidad política, la burocracia zarista, que mantenía los hilos del poder real, fue reduciendo las funciones del parlamento, y en términos prácticos las eliminó.
La decepción, el incremento de los pogromos y el continuo deterioro de las condiciones de vida aceleraron la emigración de los judíos y, paralelamente, el fortalecimiento de movimientos nacionalistas, especialmente el sionismo.
Al comenzar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Alemania ocupó la Zona y comenzó a desarrollar una campaña propagandística para ganarse el apoyo de los millones de judíos oprimidos de Rusia*. Como consecuencia, el gobierno ruso trasladó a cientos de miles de judíos de las áreas fronterizas hacia el interior, y los acusó de “espías del enemigo” —aunque unos 450.000 soldados judíos formaban parte del ejército del zar—. Esta migración forzada, y la huida de muchos otros judíos del teatro de la guerra, significaron el final de la Zona.
Todos los movimientos judíos, desde el Bund a los sionistas de Poaléi Sión, debieron crear redes humanitarias de emergencia para estas masas que habían perdido no solo sus hogares, sino sus fuentes de trabajo y formas de vida.
Efectos de largo alcance
En 1903, el Bund tomó una decisión de consecuencias decisivas para el futuro político de Rusia. Durante el Segundo Congreso del Partido Socialdemócrata Laboral Ruso, celebrado en Londres, los bundistas trataron de imponer la idea de un esquema federal, en el cual cada nacionalidad del imperio tendría su propia representación; según este concepto, el Bund sería el único representante de la nación judía en el partido.
Sin embargo, los judíos no bundistas que integraban el partido, como León Bronstein (Trotsky), se opusieron a esta visión nacional, así como los intelectuales judíos conservadores y los delegados de otras minorías (georgianos, armenios, polacos y ucranianos). El Bund optó por retirarse del Congreso y renunciar al partido.
En aquel momento, el propio Partido Socialdemócrata estaba fragmentado en facciones que se disputaban el control. Una de ellas salió favorecida por el retiro del Bund: la de Vladimir Ulianov (Lenin), que ganó el liderazgo del movimiento por un solo voto, lo cual no habría sucedido si los bundistas, que se oponían a su plataforma, hubiesen participado en la votación. Así, el Partido Socialdemócrata terminó dividiéndose en dos: los “mayoritarios” (en ruso bolsheviki) de Lenin y Trotsky, y los “minoritarios” (mensheviki). El mundo escucharía muchas veces estas palabras durante el resto del siglo XX.
En febrero de 1917, los desastrosos resultados de la guerra y sus terribles consecuencias en la economía generaron una nueva ola de manifestaciones y huelgas, sobre todo en Petrogrado, a las que se unió buena parte del ejército. La multitud incendió edificios gubernamentales, distribuyó el arsenal entre la población y liberó a los presos de las cárceles. Los acontecimientos se precipitaron. En la Duma se creó un Comité Provisional que formaría un nuevo gobierno; el 15 de marzo (2 de marzo según el calendario juliano empleado en Rusia), el zar Nicolás II abdicó.
El 4 de abril de 1917, el ministro de Justicia del ahora Gobierno Provisional socialdemócrata, Alexander Kerensky, emitió un decreto por el cual otorgaba plenos derechos sociales y políticos a todos los judíos de Rusia, y los reconocía como una nacionalidad dentro de la nueva república. No hubo oposición a este decreto. Kerensky sería designado primer ministro poco después.
Paradójicamente, como consecuencia de la guerra, mucho del proletariado y la dirigencia judía, que habían formado parte del Bund y otros movimientos políticos, ya no vivía en Rusia: la vieja Zona de Residencia formaba parte ahora de nuevos Estados independientes como Polonia, Ucrania y los países bálticos, donde continuaba su lucha por conseguir plenos derechos.
Por su parte, el Gobierno Provisional era frágil. Se le percibía como “burgués” y además apoyaba la continuación de la guerra, que era impopular entre la mayoría de los rusos. Su mayor debilidad era que el ejército y los obreros estaban bajo el control de los bolcheviques, que crearon Consejos de Trabajadores (en ruso, soviets). El Gobierno Provisional y el Soviet de Petrogrado compartirían el poder. Había judíos en el movimiento bolchevique, aunque en esta etapa eran relativamente pocos.
En esos meses febriles, todas las organizaciones judías del desaparecido Imperio Ruso celebraron congresos, por primera vez en plena libertad y trabajando en conjunto con otras organizaciones políticas. Se presagiaba una revitalización de la vida judía, y el optimismo estaba generalizado a pesar de los brotes de violencia y la reacción de los ultraconservadores.
Puede afirmarse que la de febrero de 1917 fue la verdadera Revolución Rusa: logró derrocar al régimen zarista, y trató de crear una democracia representativa al estilo occidental, con lo mejor de su intelectualidad. Pero ese no sería el futuro de Rusia, ni el del mundo.
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