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H oy terminan los siete días de la shivá de mi abuela, siete días que me hacen pensar una vez más que la religión judía es sabia. Tristemente ya pasé en carne propia por la shivá de mi padre y he estado en shivá de personas importantísimas para mí, a diferentes edades y circunstancias distintas de mi vida. Pero, sin duda, esta ha sido la que me ha dejado, ya a mi edad madura o no tan madura, muchas enseñanzas. Creo que si Woody Allen hubiese presenciado estos días, tendría material suficiente para su próxima película, la cual entenderíamos los judíos a la perfección y que disfrutaría todo aquel que no lo fuese.
Diría que han sido los días más judíos desde que nací, empezando por entender el significado real de esta etapa del luto. Ver a las “Kirma” sentaditas y en silencio, llenas de tristeza, acompañadas de una tranquilidad y fortaleza contrastante, me hizo ratificar lo ejemplares que fueron como hijas. Entregar el 101% de ellas a su madre hasta el último segundo las ayudó, de alguna manera, a aliviar su dolor. Mi Ita dejó a tres mujeres hermosas, hizo un trabajo impecable en su educación, donde el respeto, la honestidad y los valores de la familia fueron siempre su norte. Y ahí estuvieron ellas tres con el reflejo del amor de su madre a la que despedían y ayudaban a que fuese a descansar...
En el ínterin, y aquí viene la parte tragicómica de la nueva película de Allen, todos los detalles que acompañaron estos días. La comida: no hubo día que familiares y amigos no mandaran alimento que podían servir para alimentar a toda Venezuela. “Pásame, tráeme, prueba, sírvete, congela, descongela, haz un pékale…”. Esto se oyó 24/7, y ahí en pleno caos gastronómico nos permitimos reír, conversar del pasado, recordar viejos tiempos y planificar el futuro. Ya entiendo por qué el judío gira en torno a la comida, es evidente que trae felicidad.
Las conversaciones de esquina a esquina, a veces confusas y ruidosas, parecían líneas sacadas del libro La cantante calva.
Luego, la sala de mi abuela, aquella que siempre mantuvo en estricto orden, se convertía en una especie de consultorio sicológico: llegaban visitas de gente querida, algunas más largas que otras, pero todas necesarias; algunos descargaban sus tristezas y preocupaciones, y las “doctoras Kirmayer” opinaban y daban consejos que casi siempre resultaban un bálsamo para los pacientes, mejor dicho, visita. Y los nietos ahí, viendo todo sin perder detalle, y volviendo a ser niños otra vez. Me levanto hoy luego de estos días, junto a mi mami y a mis tías, con el corazón lleno, increíblemente cargado de fuerza y nostalgia.
En resumen, mi Ita supo hacer todo bien, hasta su shivá fue perfecta.
Nathalie Szlesinger de Cohen