Henryk era un niño judío de cinco años en 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial terminó y los sobrevivientes intentaban frenéticamente rastrear lo que hubiese quedado de sus familias. Había pasado la mayor parte de su corta vida con una niñera que lo escondió de los nazis a solicitud de su padre. A pesar del gran riesgo la mujer lo hizo, pues amaba al niño.
Todos los judíos del pueblo fueron asesinados, y la niñera no pensó que el padre, Joseph Foxman, hubiese sobrevivido. Por consiguiente decidió adoptar al chico, bautizándolo en la iglesia y enviándolo a estudiar catecismo con el sacerdote local.
Pero en Simjat Torá apareció el padre de Henryk. La mujer, acongojada, empacó la ropa del niño y su libro de catecismo, explicándole que el pequeño se había vuelto “un buen católico”. Joseph tomó a su hijo de la mano y lo llevó directamente a la Gran Sinagoga de Vilna.
En el camino le dijo a su hijo que era judío, y que su verdadero nombre era Abraham. Pero cuando pasaron frente a la iglesia, el muchacho se persignó reverentemente; su padre, a pesar de la tristeza, no dijo nada. Tenía que mostrarle a su hijo su judaísmo, el judaísmo viviente, y de esta manera recuperaría su esencia.
Entraron en la Gran Sinagoga de Vilna, ahora una sombra del pasado, de la época en que había existido allí una vida judía vibrante. Encontraron a algunos sobrevivientes de Auschwitz que habían llegado a la ciudad y trataban de reconstruir sus vidas. En medio de la severa realidad de su sufrimiento y las terribles pérdidas, estaban cantando y bailando con alegría, celebrando Simjat Torá.
Abraham miraba con ojos muy abiertos a su alrededor, y tomó un andrajoso Sidur con un toque de afecto. Algo de muy adentro respondió a la atmósfera, y él estaba contento estar allí con su padre. Sin embargo, se negaba a unirse a la danza.
Un hombre que vestía el uniforme del ejército soviético no podía apartar la vista del niño y se acercó a Joseph, preguntándole con un temblor en su voz: “¿Este niño es… judío?”.
El padre contestó que sí, y se lo presentó. El soldado miró fijamente a Henryk-Abraham, luchando por contener las lágrimas. “Durante estos cuatro años terribles de lucha he viajado miles de kilómetros, y este es el primer niño judío, vivo, que he visto en todo este tiempo. ¿Te gustaría bailar sobre mis hombros?”, le preguntó al pequeño, que lo miraba fascinado.
El padre le dio permiso y el soldado alzó a Abraham en sus hombros. Con lágrimas rodando por sus mejillas y el corazón lleno de alegría, el soldado se unió a la danza. “¡Este es mi Séfer Torá!», exclamaba con emoción. El niño recordaría ese episodio como su primer sentimiento consciente de pertenencia al pueblo judío.
Ese niño era Abraham Foxman, quien entre 1987 y 2015 fue director de la Liga Antidifamación, y actualmente es su director emérito. Desde 2016 dirige el Centro para el Estudio del Antisemitismo en el Museo de la Herencia Judía de la ciudad Nueva York.