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Rabino Chaim Raitport
Cuando llegan tiempos difíciles siempre nos hacemos las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Para qué?
Estas preguntas surgen precisamente porque somos personas con fe. Creemos en Dios que creó, maneja y guía el mundo.
Los ateos no tienen derecho de hacerse estas preguntas ya que, si no creen en la existencia de un Dios que maneja el mundo y que todo es mera casualidad, ¿de qué vale preguntar por qué suceden las cosas? Es simplemente mala suerte y ya.
Pero nosotros, los creyentes, sí nos hacemos de vez en cuando preguntas similares. Si se supone que Dios es pura bondad y misericordia y todo lo que sucede es su voluntad, ¿por qué somos testigos de tantos sufrimientos e injusticias en el mundo? ¿Por qué lo permite?
La primera época que conocemos en la que el pueblo judío atravesó años de gran sufrimiento fue durante su estadía en Egipto. Doscientos diez años de esclavitud y matanza cruel. En esos momentos tan difíciles los judíos de aquella época también seguramente se preguntaron: ¿por qué?
La respuesta de ese momento no podía ser que era un castigo por su comportamiento, ya que Dios le había dicho a Abraham Abinu lo que iba a suceder muchos años antes de que existiera aquella generación. Lo leemos en Génesis 15:13: "Sabe que -ciertamente- tu descendencia será extranjera en tierra ajena, donde la esclavizarán y oprimirán por 400 años"
El Ben Ish Jai (rabí Yosef Jaim de Bagdad 1835-1909) nos da un buen ejemplo con el que podemos respuesta a esta interrogante: Una pareja adoptó a un niño y desde pequeño lo criaron con amor y dedicación, nunca le falto nada. Años después, un día la pareja estaba almorzando cuando llegó un pobre pidiendo limosna y el esposo le dio un billete de 50 dólares. El necesitado no encontraba palabras para agradecer tan esplendida limosna. Una vez retirado el mendigo, la esposa le dijo a su esposo: “Este señor una sola vez recibe nuestra ayuda y como nos lo agradece. ¿Cómo es posible que de nuestro hijo adoptado, a quien le hemos dado todo desde la más tierna edad, nunca hayamos escuchado pronunciar ni una sola palabra de gratitud?”.
“Ya te explico”, respondió el esposo. Llamó al muchacho y le dijo: “Nosotros te queremos mucho y por eso te hemos proporcionado todo lo que has necesitado hasta ahora, pero ya eres adulto y llegó el momento que dejes la casa y que vivas por tu cuenta”. Y así el muchacho de un momento a otro se encontró en la calle solo con su ropa. No sabía qué hacer y pocas horas después, cuando el hambre comenzó a apretar, se puso a trabajar en el mercado con lo primero que consiguió para que le dieran algo de comer. Estuvo casi sin comer y durmiendo en la calle por unos pocos días cuando sus padres adoptivos lo llevan de nuevo a la casa, y le dicen que lo pensaron mejor y que aún no está lo suficiente maduro para vivir por su cuenta y lo invitaron de nuevo a quedarse y seguidamente le ofrecieron un suculento almuerzo. El muchacho acompañó cada bocado que daba con palabras de agradecimiento y alabanza.
La moraleja es obvia: el pobre que pidió la limosna no estaba acostumbrado a tanta generosidad y por eso agradeció con tanta vehemencia lo que recibió. Pero los hijos obtienen de sus padres todo lo que necesitan desde que llegan al mundo (como debe ser) y pueden terminar llegando a pensar que sus padres son los que les deben todo a ellos. Y si es así: ¿por qué necesitan agradecerles?
Nosotros somos iguales con Dios. Recibimos tanto de Él que hasta a veces nos olvidamos de que debemos agradecer por todo lo recibido. Según Ben Ish Jai, esa es la razón por la que Dios decidió que la familia de Yaacov partiera hacia Egipto y que allí se consolidara como un pueblo, pasara los años de esclavitud y hambre y, solo después de todo esto, regresara a la Tierra Prometida.
¿No era quizás más fácil y lógico, si Yaacov y sus hijos ya vivían en Canaán, que se quedaran donde estaban y allí recibieran la Torá de una vez? ¿Por qué tanta complicación? La respuesta es que nuestro pueblo jamás habría apreciado las cosas que recibimos de Dios si no hubiera sido de esa manera. Después de que fuimos esclavos, asesinados, de que soportamos hambre y sufrimientos, nos redimimos y retornamos a la tierra santa prometida, pudiendo así apreciar cada cosa que se tiene y los momentos en que vivimos en libertad y paz. Todas las mañanas, antes de rezar la Amida, recordamos la salida de Egipto para que podamos entender cuan agradecidos debemos estar. Con este sentimiento debemos rezar. En estos momentos tan difíciles he escuchado a muchas personas decir: “Tan felices que vivimos en Venezuela por tantos años y no lo supimos apreciar”. Ahora que carecemos de tantas cosas somos conscientes de todo lo que perdimos.
Recemos para que estos días regresen pronto. Y que cuando esto suceda B’H, siempre recordemos estar agradecidos a Dios en todo momento.
Cuando llegan tiempos difíciles siempre nos hacemos las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Para qué?