Tzaráat, la decoloración de la piel mal traducida durante milenios como “lepra”, es una enfermedad curiosa. No es contagiosa, solo se adquiere por hablar mal de otras personas. Era una decoloración de la piel causada por un defecto espiritual. El metzorá, aquel castigado con tzaráat, tenía que permanecer fuera de la población e informar a todos que él o ella se encontraba espiritualmente impuro.
El Talmud dice que la penalidad impuesta al metzorá se corresponde con el principio de “medida por medida”: los chismes y calumnias construyen muros de desconfianza y rencor entre las personas, aíslan unos de otros, por lo que el que cometió la falta es aislado de la sociedad.
El Talmud también discute la razón por la cual el ritual de purificación para el metzorá incluye una varita de madera de cedro, la especie de árbol más alta en el Medio Oriente. La madera de cedro nos recuerda que la arrogancia nos ocasionó el tzaráat. Esta afirmación no contradice la idea de la calumnia como causa del tzaráat, sino que añade textura y profundidad al tema. Nos enseña que la raíz del tzaráat es la arrogancia, el sentirse superior a otras personas. Esto hace que uno considere a otros como inferiores y, por lo tanto, los juzgue. Una vez que esas opiniones que se hacen sobre otros son internalizadas, la persona entonces las comparte con sus semejantes.
Me parece que el aspecto de aislamiento de la “sentencia” de los metzorá no es solo sentir la soledad causada por los chismes, sino también ver qué insignificante es el sentido de superioridad. Únicamente cuando descubres que todas las habilidades de las que te enorgulleces y te hacen sentirte superior, no tienen sentido.
¿Eres sabio? ¿Quién aprende de ti si estás solo?
¿Eres articulado y persuasivo? ¿A quién convences si estás solo?
¿Eres líder? ¿A quién lideras si estás solo?
¿Eres un artista? ¿Quién se inspirará en tu visión si estás solo?
Al estar aislado, el metzorá se entera de que toda su superioridad proviene realmente de aquellos a quienes hasta ahora había mirado con desprecio. Es la necesidad de compartir con otros lo que hace que nuestras habilidades sean significativas. Todos somos dadores y receptores, y juntos formamos una comunidad estable. Nunca somos superiores a otros; somos engrandecidos por nuestra interacción de unos con otros.
En la Torá, toda tahará (pureza) está relacionada con la vida; toda tumá (impureza) está relacionada con la muerte. La arrogancia nos arranca de nuestra parcela, un sistema al que damos vida y del cual recibimos vida; ello nos convierte en un espécimen seco y muerto que solo da una idea de lo que era cuando estaba vivo.
Afortunadamente, esta muerte es reversible a través de la introspección honesta; el metzorá se purifica, toma conciencia de lo que hizo, y se da la bienvenida nuevamente a su comunidad.