La obra de Jeannette Grunhaus de Gelman reconstruye el destino de sus dos familias durante el Holocausto en Polonia
Sami Rozenbaum
Los libros sobre historias familiares de la Shoá son un género que ha ganado cada vez más importancia en los últimos años, a medida que se vuelve urgente registrar para la posteridad las memorias de los sobrevivientes, quienes se van disipando de nuestra presencia.
Un sub-género de ese tipo de publicaciones va más allá del mero registro de los recuerdos, para embarcarse en investigaciones profundas con el fin de situar el contexto y datos precisos, dando como resultado una documentación histórica que queda como referencia para la propia familia y para el futuro. Tal es el caso de En los días claros cantábamos, de Jeannette Grunhaus de Gelman.
Al comienzo de la obra, la autora explica su motivación: “Desde muy niña, me embargaba con frecuencia una profunda sensación de soledad. Tenía a mis padres y a mis hermanos, pero, inmersa en nuestro minúsculo núcleo familiar en Maracaibo, miraba con envidia a mis amigos con sus primos, tíos y, sobre todo, sus abuelos. Durante muchos años, me atormentó esta diferencia. Aunque tuve una infancia feliz, no lograba entender por qué éramos tan solo nosotros. Con el tiempo comprendí que este vacío, siempre tan presente en mi casa, tenía una explicación: todos mis parientes, cercanos y lejanos, habían sido asesinados en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial y mis padres eran los únicos sobrevivientes”.
Una fotografía de Hil y Alexandra Grunhaus, padres de la autora, adorna la portada del libro
Lo que Gelman llama “una sombra gris que se proyectaba sobre mi vida” se manifestaba también en la constante tristeza que ella percibía en sus padres, Hil Grunhaus y Alexandra Lederman, quienes contaban poco y nada sobre lo que habían padecido durante su juventud en el pueblo de Wlodawa, al sur de Polonia, en el límite con las actuales Bielorrusia y Ucrania, frontera marcada por el río Bug.
Por ello, en el año 2000 le sorprendió que su madre, ya viuda, decidiera participar en un viaje a Polonia organizado por un grupo de sobrevivientes de Wlodawa. Jeannette y sus hermanos la acompañaron para encontrarse con un pueblo irreconocible, muy alterado por la destrucción de la guerra y por la larga era comunista, donde incluso muchas calles han desaparecido; solo quedan unas pocas referencias mantenidas para los turistas judíos, como la Gran Sinagoga, convertida en museo.
Así, la autora sintió nacer un interés por reconstruir el pasado de su familia y recuperar la memoria de los parientes que nunca conoció. Varias entrevistas y una minuciosa pesquisa documental realizada en Polonia, Alemania e Israel —gracias a su experiencia como investigadora universitaria— le permitieron crear un diorama vivo y pleno de color del mundo perdido de Wlodawa.
Wlodawa fue fundada en el siglo XIII, y ya para 1531 hay referencias de la presencia de judíos, a quienes los nobles propietarios de la zona permitieron asentarse. Al igual que en el resto de Europa, a lo largo de los siglos la suerte de los judíos de ese territorio estuvo sometida a los vaivenes de la historia y a los caprichos de los gobernantes de turno. A partir de 1918, cuando Polonia se independizó al desaparecer el Imperio Ruso, se inició un crecimiento económico y los judíos adquirieron cierta medida de derechos políticos. En 1939 la población de Wlodawa era de 9500 habitantes, de los cuales 5600, es decir 60%, eran judíos.
A pesar de su escaso tamaño, esta comunidad era un microcosmos de todas las manifestaciones que estaban en ebullición entre los judíos europeos de la primera mitad del siglo XX: había desde haredim ultraortodoxos hasta sionistas socialistas y “revisionistas” del Betar, e incluso se creó un kibutz (granja colectiva) para preparar la aliá al entonces Mandato Británico de Palestina. La Organización Sionista y el Keren Kayemet LeIsrael estaban representados (el entonces adolescente Hil Grunhaus, padre de la autora, presidió estas organizaciones en el pueblo), así como otros partidos políticos judíos como el Bund. Existía una rica vida cultural con orquesta, grupo de teatro, biblioteca, organización de conferencias y recitales. La formación educativa para los varones comenzaba en el jéder, como en todos los shtetls (pueblos judíos), pero además existía el colegio Beit Yaacov para niñas (entre cuyos fundadores estuvo el abuelo materno de la autora), la secundaria Beit Yosef —incluso antes de que existiera un liceo público en el pueblo—, el Talmud Torá que ofrecía educación de tipo religioso, una escuela vocacional comunitaria donde se enseñaban oficios artesanales, así como el colegio sionista Tarbut donde se enseñaba el idioma hebreo, pues el resto de la educación era en idish, y que durante la noche funcionaba como escuela para adultos. En vísperas de la guerra la mitad de los niños judíos del pueblo asistía a las escuelas públicas, y completaban su educación judía en alguno de esos colegios.
“Si uno tenía vivienda, tenía para comer y para vestirse, ya era considerado clase media. El resto eran pobres”
Como se ve, la vida judía de Wlodawa era vibrante y muy diversa, a pesar de que la kehilá solo contaba con unas cientos de familias, que además dominaban la vida económica al ser propietarias de la mayoría de los comercios. Sin embargo, como contaba su madre a la autora, solo había unas veinte familias ricas y el resto de la gente era de clase media y pobre. “Si uno tenía vivienda, tenía para comer y para vestirse, ya era considerado clase media. El resto eran pobres”. Muchas familias vivían en la penuria, por lo que existían varias organizaciones de ayuda mutua. “Los viernes las muchachas iban de casa en casa recogiendo pan y dinero que llevaban a los pobres. Cuando hacían presentaciones del colegio, lo recaudado por las entradas era para beneficencia. La comunidad se ocupaba de los huérfanos, de los enfermos y de los necesitados a través de diversas instituciones. Se ayudaba a las novias de familias humildes a casarse”.
Sin embargo, para la madre de Jeannette Gelman la vida era feliz. Los niños disfrutaban de paseos al río Bug y a los cercanos bosques durante el verano, y de los juegos en la nieve durante el invierno. La comunidad, tan vibrante y solidaria, era como un gran hogar que amortiguaba el antisemitismo latente, el cual se hizo más palpable tras la muerte en 1935 del dictador polaco, Józef Pilsudski, y a medida que se aproximaban los nubarrones de la guerra. Todo ese mundo tan cálido, entrelazado y aparentemente sólido estaba por saltar en pedazos.
El 1º de septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia, y tan solo dos días más tarde la aviación nazi bombardeó la estación de tren de Wlodawa y destruyó el puente sobre el río Bug. El día 17 los alemanes entraron en el pueblo, y comenzaron de inmediato a sembrar el terror asesinando judíos en forma arbitraria. Encerraron a varios cientos de hombres en la Gran Sinagoga, sin agua ni alimentos, y amenazaron con quemarla con ellos adentro (como habían hecho en muchos lugares) a menos que se les pagara un “rescate”; mientras este era reunido, los soldados disparaban a los rehenes por las ventanas. Los soltaron después de 48 horas, pero retuvieron a diez para golpearlos antes de liberarlos también.
Wlodawa, que siempre había sido el principal shtetl de la región, se llenó de refugiados de las zonas cercanas y de personas que buscaban cruzar el Bug hacia la Unión Soviética (los soviéticos también ocuparon brevemente el pueblo como consecuencia del pacto entre Hitler y Stalin). Al igual que en el resto de las comunidades judías, los nazis crearon un Judenrat, o Consejo Judío, al que exigían entregarle materiales y hombres para someterlos a trabajos forzados. Aunque cumplían con esas órdenes, los judíos podían ser reclutados y maltratados simplemente al andar por las calles.
El terror se sistematizó tras la llegada al pueblo de Richard Nitschke, subteniente de las SS, designado como jefe de la Policía Fronteriza y quien además asumió las funciones de la temida Gestapo: “un hombre bajo, corpulento, de cabello rubio, rostro redondo y de aproximadamente cuarenta años; fue responsable de Wlodawa y sus alrededores hasta finales de 1942. Con Nitschke comenzaron a sentirse con mayor intensidad los desmanes contra los judíos. Se paseaba con un gran perro y, cuando se cruzaba con un judío, incitaba al animal a que lo mordiera. Mamá decía que le tenían mucho miedo; por cualquier cosa mataba”.
Como recordaba la madre de Jeannette Gelman, poco después, en noviembre de 1939, “escogieron a treinta personas de Wlodawa, los dirigentes, los más ricos, y los llevaron a otra ciudad; allí les pegaron tanto que salieron desmayados, hinchados. Toda la ciudad presenció el estado en que regresaron y quizá fue en ese momento cuando comenzaron a comprender la gravedad de la amenaza que se cernía sobre ellos”. Entre esos hombres estaban Hil Grunhaus y su hermano Leo.
Los alemanes decidieron alargar la calle Solna hacia la plaza Musztry, y los obreros judíos fueron obligados a utilizar como material de construcción las lápidas del cementerio. Llorando y pidiendo perdón a los muertos por estar profanando sus tumbas, se vieron obligados a ejecutar esta orden bajo amenazas de muerte
Pronto entró en vigor la obligatoriedad del uso de un brazalete blanco con la estrella de David azul, se cerraron las escuelas judías, y se prohibió a los judíos asistir a colegios públicos o siquiera caminar por las aceras. Las medidas económicas comenzaron con la obligación de entregar el dinero y las joyas, para luego pasar a la ropa, muebles y enseres; se prohibió todo tipo de comercio o transacción, incluido el trueque, y se racionó el pan a 100 gramos diarios por persona. Por supuesto que todas las tiendas y establecimientos judíos fueron confiscados y entregados a ucranianos “importados” para que los administraran. “Toda desobediencia era castigada inmediatamente con golpizas que duraban hasta que la persona caía al suelo desfallecida”.
El objetivo de los nazis era sumir a los judíos en la pobreza extrema y la degradación, lo cual lograron rápidamente. Para agravar la situación, los alemanes convirtieron a Wlodawa en una Judenstaadt, un núcleo para concentrar a los judíos de localidades cercanas, así como de la ciudad de Cracovia y hasta de Viena, Austria. Al no haber espacio suficiente para albergarlos, muchos de estos refugiados simplemente permanecía en las calles. El hacinamiento y la miseria generaron enfermedades. Cundió el mercado negro, y tan solo los escasos pagos que recibía el Judenrat por suministrar a los obreros, algunos aportes de cooperativas judías de otras ciudades y unos pocos paquetes enviados desde Estados Unidos por el American Jewish Joint Distribution Committee (que dejaron de llegar en 1941) sirvieron para mitigar parcialmente el hambre.
Los nazis instalaron en las inmediaciones de Wlodawa varias empresas, como una subsidiaria de la compañía de canalizaciones hidrológicas Rhode. En septiembre de 1940 llegó como encargado desde Alemania Bernhard Falkenberg, quien desde el principio, subrepticiamente, trató de reducir las penalidades de los judíos, dando empleo a muchos más de los que necesitaba, al estilo del famoso Oskar Schindler.
A principios de 1941, todos los judíos fueron violentamente concentrados en un área específica del pueblo (aun antes de crearse el gueto, lo que ocurriría a finales del año siguiente).
Uno de los acontecimientos más dramáticos de este período sucedió en la primavera de 1942: “Los alemanes decidieron alargar la calle Solna hacia la plaza Musztry, y los obreros judíos fueron obligados a utilizar como material de construcción las lápidas del cementerio. Llorando y pidiendo perdón a los muertos por estar profanando sus tumbas, se vieron obligados a ejecutar esta orden bajo amenazas de muerte”.
Pero un atisbo de lo que esperaba a los judíos llegó poco después: “En mayo regresaron a Wlodawa, desnudos y aterrorizados, dos de los 150 trabajadores que en marzo habían sido enviados a una obra en Sobibor. Ellos contaron que la construcción de donde habían logrado evadirse, unos supuestos ‘baños’, eran unas cámaras de gas donde la gente entraba, pero no salía. Nadie les creyó, pero el rabino de Radzyn, Shmuel Shlomo Leiner, quien vivía en Wlodawa desde 1939 y era muy valiente y sabio, sí entendió perfectamente y, a través de sus seguidores, instó a los jóvenes a resistir con las armas y a huir a los bosques para tratar de salvarse. El rabino ordenó un ayuno de tres días por la construcción de Sobibor”.
Los alemanes se enteraron, consideraron este ayuno como una forma de rebelión, y como castigo enviaron al rabino a cumplir trabajos forzados en Tomaszowka durante una semana. Luego lo trajeron de vuelta y, como abofeteó a uno de los nazis que lo empujaban, lo asesinaron en el cementerio de Wlodawa.
El padre de Jeannette, Hil Grunhaus, había sido un próspero comerciante de madera en las ciudades portuarias de Danzig y Gdynia, pero al llegar los nazis lo despojaron de todo y regresó a Wlodawa, de donde era originario.
Entre el 22 y el 24 de mayo de 1942, los nazis realizaron la primera akcja (redada en polaco, aktion en alemán) en Wlodawa, para reunir a los judíos y trasladarlos al campo de exterminio de Sobibor. Exigieron al Judenrat reunir 3000 personas entre los refugiados de Viena, los enfermos, inválidos y ancianos, pero pocos se presentaron. Entonces detuvieron a muchos al azar en las calles, los encerraron en el cine, y durante toda la noche arrojaron granadas y dispararon hacia adentro, como divirtiéndose; pocos sobrevivieron.
En mayo de 1942 regresaron a Wlodawa, desnudos y aterrorizados, dos de los 150 trabajadores que en marzo habían sido enviados a una obra en Sobibor. Ellos contaron que la construcción de donde habían logrado evadirse, unos supuestos ‘baños’, eran unas cámaras de gas donde la gente entraba, pero no salía. Nadie les creyó
Luego los alemanes hicieron más cacerías de judíos al azar, y a todos, unos 1300 incluyendo los sobrevivientes del cine, los trasladaron a la estación del tren para embarcarlos a Sobibor.
Esto acabó con las dudas sobre los planes de exterminio de los nazis. Ya que Wlodawa no estaba cercada, la autora le preguntó mucho después a su madre por qué no huyeron del pueblo. La respuesta: “¿Adónde podíamos ir?”. La persecución antijudía ocurría en todas partes, y no podía contarse con la ayuda de los gentiles, que con frecuencia entregaban a los judíos a los alemanes.
La segunda akcja ha sido llamada la “redada de los niños”, en la que los nazis exigieron que los menores de hasta 14 años se reunieran en el campo deportivo. Maestros en el engaño, en vista de que se presentaron muy pocos, los alemanes solo les hicieron un aparente examen físico y los dejaron ir. Días más tarde los volvieron a convocar, prometiendo entregarles libretas de racionamiento; “por eso, muchos vistieron bien a los niños con la esperanza de conmover el corazón de los miembros de la Gestapo”, narra la autora. Luego los alemanes ordenaron a los padres salir del lugar y los separaron con gran violencia; sin embargo, algunos se rehusaron con igual fuerza y marcharon a Sobibor con sus hijos. Entre ellos, el conocido rabino Menajem Mendel Morgenstern. Hil Grunhaus contaría después: “Imposible no sentir la entereza del rabino, quien, vestido con sus mejores galas, les contó cuentos a los niños para mantenerlos en calma en su último viaje”. En esta akcja viajó a la muerte una tía de Jeannette con su esposo e hijos.
Estas redadas, una más terrible que la otra y casi todas dirigidas personalmente por el SS Nitschke, se fueron sucediendo, pero Falkenberg logró mantener a cientos de judíos como trabajadores, dándoles incluso refugio en la gran casa que le habían asignado como residencia. Durante la redada del 24 de octubre de 1942, conocida como “Shabat Negro”, acudió personalmente a la estación del tren y se comunicó con sus superiores para rescatar a unos 400 de sus obreros, incluyendo a los padres de la autora, que entonces apenas se conocían a pesar de ser primos segundos. Cuando los vagones que debían llevarlos al campo de exterminio estaban demasiado llenos, muchos judíos eran simplemente asesinados a tiros en la misma estación del tren.
A medida que más judíos eran llevados a Sobibor, los alemanes seguían concentrando en Wlodawa a los de los pueblos aledaños. Se formó un grupo de partisanos dirigido por Moshe Lichtenberg (cuya familia había sido asesinada por los nazis), que marchó a los bosques y empezó a reclutar a un grupo creciente de jóvenes.
Alexandra y parte de su familia sobrevivió a las redadas gracias a un escondite construido cuidadosamente en su casa, igual que otras familias. La última akcja ocurrió en mayo de 1943, poco después de que se difundiera la noticia de la revuelta del Gueto de Varsovia, pues los nazis aceleraron las deportaciones. Revisando casa por casa encontraron a muchos que se habían ocultado y los enviaron a las cámaras de gas de Sobibor, pero no hallaron a Alexandra junto su familia, ni a otras que después de algunos días salieron de sus escondites y huyeron a los bosques.
Así, Wlodawa quedó Judenrein, libre de judíos. Una comunidad de más de 400 años de antigüedad había desaparecido.
Tras la quinta redada Wlodawa quedó Judenrein, libre de judíos. Una comunidad de más de 400 años de antigüedad había desaparecido
Gracias a su cuidadosa investigación y a los recuerdos de su madre, Jeannette Gelman logra trazar la historia de la supervivencia de Hil y Alexandra Grunhaus en forma separada hasta que se encuentran, sobreviven juntos y contraen matrimonio; para ello, como en tantos otros casos, resultaron esenciales una serie de decisiones afortunadas gracias a la buena intuición de su padre. Y como dice la autora, a la suerte; mucha suerte.
Invito a leer la obra para conocer los detalles de cómo Hil y Alexandra se salvaron de la muerte y terminaron emigrando a Venezuela, al igual que tantas familias que reconstruyeron sus vidas en nuestro país, en este caso en Maracaibo.
Hil Grunhaus participó como testigo en el juicio al criminal de guerra Richard Nitschke, que se efectuó en Alemania en 1964, donde también estuvo presente Bernhard Falkenberg, reconocido como Justo entre las Naciones por Yad Vashem. Son datos que mitigan un tanto la sensación de impotencia ante tanto horror.
Quien esto escribe leyó En los días claros cantábamos con especial intensidad, ya que mi familia materna, de apellido Rajs, también procedía de Wlodawa, y este es el primer libro dedicado a esa población que he conocido (aparte del Yizkor Book o “Libro del Recuerdo”, publicado en idish como cientos de obras similares dedicadas a las comunidades judías aniquiladas en la Shoá). Así he podido enterarme de detalles entrañables sobre la vida judía de Wlodawa antes de la guerra y del proceso de su brutal destrucción, preguntándome en cuál de esos terribles episodios pudo estar presente alguno de mis familiares.
Mis abuelos maternos tuvieron el buen tino de salir de Polonia varios años antes de la guerra, siendo mi madre una niña; con excepción de un hermano de mi abuelo, todos los parientes que permanecieron en Wlodawa fueron asesinados, algunos en Sobibor. Aunque la información es muy vaga, existen testimonios de que dos adolescentes —quienes de sobrevivir habrían sido tíos míos— murieron luchando como partisanos.
Mi tío abuelo León Sznajderman, también de Wlodawa y quien se había radicado en Caracas en 1932, aparece mencionado en la obra de Gelman como el amigo que tramitó las visas y envió los pasajes para que los padres de la autora pudieran venir a Venezuela, correspondiendo de esta forma a la ayuda que Hil le había dado para hacer lo propio una década antes. Así, como sucede tantas veces en la historia de los judíos, surgen vínculos inesperados y sorpresivos, como ha sido para mí conocer esta historia ocho décadas después.
La autora durante la Feria del Libro de Madrid, en mayo pasado (foto cortesía de Jeannette Gelman)
Jeannette Grunhaus de Gelman (Szczecin, Polonia, 1946) es licenciada en Francés por Wellesley College (Massachusetts, Estados Unidos). Obtuvo una maestría en Literatura Española en la Universidad de Nueva York, así como otra en Enseñanza del Francés en la Universidad de París III. Fue titular de la cátedra de Lengua y Literatura Francesa en la Universidad del Zulia entre 1971 y 1996. De 2013 a 2018 se desempeñó como investigadora en Florida Atlantic University – Boca Ratón, donde se dedicó a estudiar el Holocausto.
En los días claros cantábamos, su primer libro, acaba de editarse también en inglés con el título de On Sunny Days We Sang. A Holocaust Story of Survival and Resilience. La versión en español se presentó recientemente en la Feria del Libro de Madrid y está disponible en Amazon, tanto en formato impreso como digital. Una entrevista en video con la autora puede verse aquí.
En una conversación vía correo electrónico, Jeannette Gelman comentó: “Sentí la necesidad de honrar la memoria de mis padres escribiendo su historia. En un primer momento mi idea era que los hijos, nietos y demás familiares conocieran la historia, pero luego, enfrentada al antisemitismo creciente, pensé que también era importante dejar testimonio de una historia verdadera de supervivencia para contrarrestar todo el negacionismo imperante”.
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En los días claros cantábamos, es otro testimonio histórico de la Shoah que implica no sólo una importante pieza en este género literario si no también un lazo con el pasado que debe mantenernos atentos para que hechos parecidos no se repitan. El comodismo del presente puede hacer caer en el negacionismo. No he leído el libro pero esta corta presentación es extraordinaria.