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L as fechas conmemorativas de nuestro calendario nos han dado la posibilidad de adentrarnos en la cuarta dimensión (la temporal) de nuestra realidad y, de alguna manera, también de atrevernos a realizar modificaciones en ella.
Como se sabe, nuestro año se rige de acuerdo al ciclo solar y lunar. Mientras que uno marca las estaciones propias para las labores agrícolas, el otro determina el principio y el fin de los meses. Sobre esta ruta corren nuestras festividades emblemáticas.
“Habla a los hijos de Israel, y les dirás a ellos las festividades del Eterno, que ustedes nombrarán como llamado a la santidad; estas son mis festividades…” (23, 2). He aquí un precepto curioso. Por un lado estas fechas se consideran de Dios, y por otro, nosotros debemos nombrarlas.
La Guemará, en el Tratado de Rosh Hashaná (25ª), señala que la Torá nos da la plena libertad de determinar en qué momento deberán presentarse cada una de estas festividades: “Que ustedes nombrarán…”, aunque se equivoquen. Y por otro lado, el Midrash en Torat Cohanim señala: “(Dice Dios) Estas son mis festividades…”, no tengo otras más que estas, diciendo, de alguna manera: “Por medio de su consideración es que yo obtendré mis más grandes momentos de elevación”. De hecho, esas fechas se llaman moädím, que en hebreo se traduce como reunión o encuentro, momentos durante el año donde nos reunimos con el Todopoderoso, cada uno ofreciendo su parte: nosotros establecemos los meses, y Él el contenido espiritual y las leyes correspondientes a cada festividad.
Rabí Shimshon Hirsch, ZT”L, aclara el concepto de las festividades que convergen en las estaciones del año: “La festividad del mes de la primavera (Pésaj), la festividad de la cosecha (Shavuot) y de la recolección (Sucot) no son fiestas de la primavera, verano y otoño, correspondientes a la labor agrícola del ciclo solar, donde la naturaleza tiene el papel estelar. Así también la celebración del principio del ciclo lunar (el mes) está absolutamente alejado de un servicio relativo a la luna. Para nosotros, la renovación de la luna sugiere únicamente el festejo de nuestra propia renovación. Y las fiestas de la primavera, verano y otoño no son sino invitaciones a la santidad. Es decir, nos llaman a salir del marco natural, alejarnos del campo y del bosque, para subir e ingresar al santuario de la Torá de Dios (Bet HaMikdash).
Nuestras celebraciones protestan contra la idolatría de la naturaleza, y divulgan y propagan la verdad pura: “La bendición no depende de la fuerza solar que trae la primavera, el verano y el otoño”. No es la bondad del sol lo que madurará las frutas, la tierra y el árbol. No. Él llenará nuestras despensas. Únicamente el Eterno, con su conducción, nos juzgará con justicia y bondad.
Si guardamos su Torá, que reposa dentro de su santuario, hará florecer nuestros campos en la primavera, madurará nuestras frutas en el verano, y llenará nuestras despensas en el otoño. A su gobierno debemos doblegarnos en nuestro comportamiento ético y social.
La fuerza de la luz y del fuego de la Torá nos despertará, desarrollará y reafirmará, así como la fuerza de la luz y el fuego, de las leyes que se le dieron a la naturaleza despiertan, desarrollan y afirman los granos y las frutas. De esta manera podemos declarar que solamente nuestro florecimiento, madurez y perfeccionamiento ético serán los que harán florecer nuestros campos, madurarán nuestros frutos y colmarán nuestras despensas de la bendición de Dios.
“Si en mis estatutos andaran y mis preceptos guardaren y cumplieren, entonces mandaré las lluvias a tiempo, y dará la tierra sus productos, y el árbol del campo dará su fruto”. Hasta aquí sus palabras.
En el Judaísmo no existe “ser afectados por las circunstancias”, sino que nosotros mismos determinamos nuestra realidad en la medida en que nos apeguemos a Dios.
El tiempo es insustituible y lo tenemos en nuestras manos. Hagamos de él el marco donde manifestemos nuestro óptimo desarrollo espiritual.
¡Shabat Shalom!
Yair Ben Yehuda