La escritora venezolana murió en Caracas a los 92 años. Para alguien de mi generación, era un portal maravilloso al país que no conocí
Tony Frangie Mawad*
Elisa Lerner, la aclamada cronista venezolana, llegó a mi vida por la explosión que sacudió a Beirut en 2020. En aquel entonces, con apenas 23 años, publiqué en El Estímulo una suerte de carta de amor a la capital libanesa. Elisa leyó la nota en el ciberespacio, le gustó y nuestro amigo en común, el biógrafo Diego Arroyo Gil, nos conectó. Unos días después, Elisa y yo estábamos conversando por correo electrónico.
Desde entonces, por casi dos años, Elisa Lerner se convirtió en mi pen pal. “La realidad es como una hoguera, quema casi todas mis energías, entregadas a mi edad a resolver temas urgentes de la inmediatez”, me dijo en una ocasión, cuando todavía yo vivía en Boston. “Aquí solo tenemos la montaña de colores tornadizos. Ahora en el norte los árboles se pondrán bellamente amarillos. ¡Qué felicidad la tuya de disfrutar de tan asombroso paisaje!”. De hecho, una vez que volví a Venezuela, se me hizo imposible conocer a Elisa en persona: estaba viviendo un grave episodio médico, quemada por su hoguera. Uno de varios, relata siempre su familia, porque Elisa Lerner tuvo incontables experiencias cercanas a la muerte —según sus propios doctores— de las cuales volvía como si nada.
Sin embargo, Diego me hizo llegar algunos de sus libros y ensayos. Elisa Lerner relataba la realidad desde los lentes de la modernidad transatlántica y la cultura pop de la era del petróleo y plástico. En su antología de ensayos Yo amo a Columbo, por ejemplo, narraba sus días en Manhattan y escribía sobre las celebridades de Hollywood. Y así, por insistencia de Diego, llegué a aquella suerte de magnum opus ensayístico de Lerner que fue Así que pasen 100 años, donde la autora narraba el siglo XX venezolano por medio de las prácticas de consumo y las modas y las actitudes de los venezolanos de la era petrolera. El ensayo me dejó estupefacto.
(Foto: Universidad Metropolitana / Archivo NMI).
En donde un historiador o economista diría “en 1982 los precios del petróleo colapsaron. En cuestión de seis meses, los ingresos petroleros de Venezuela —su principal ingreso ordinario— cayeron un 20%. Una caída de 1 dólar en los precios del petróleo por barril representó una pérdida anual de 500 millones de dólares para Venezuela”, Lerner decía: ‘Pobre de ellas, todavía se pensaban oriundas de Miami cuando vino la casi anunciada y abrumadora noticia de la devaluación. Un viernes negro, aún no tan negro, teñido como estaba con el rubio sortilegio del tinte mayamero sobre las desprevenidas cabezas de nuestras tan viejas y cordiales mulatas de una clase media que, con el correr del tiempo y de aquí a la eternidad, se iba a convertir en un anacronismo absoluto”.
Donde un historiador o economista diría “entre 1973 y 1983 Venezuela recibió 145 mil millones de dólares. El producto nacional bruto (PNB) de Venezuela casi duplicó el promedio de América Latina”, Lerner decía “comenzaba un país en feria de petrodólares. Los taxistas argüían: ‘Con los adecos corre el dinero’. Nos sentimos ricos. Ciudadanos de Miami o de Madrid”. Donde un historiador o economista hablaría de la privatización de CANTV en los años 90, Lerner hablaba de perros y gatos que “además de veterinario, con toda seguridad, al igual que sus dueños, tienen peluqueros que les tiñen las canas con galanura, para ellos hay psicólogo perruno o gatuno”.
Su maravilla de ensayo cerraba con la Asamblea Constituyente de Hugo Chávez y esperaba la llegada del nuevo siglo con su “la marabunta babélica que circula por el Sambil” y la posibilidad de una Miss Venezuela de “apellido chino” o “de gracia haitiana, con dulzuras de hija de hombre que vende helados”. Y es que Elisa Lerner era una mujer de ese siglo veinte: había nacido en Valencia, en 1932, en el seno de una familia de judíos rusos establecidos en Besarabia que —por la cercanía de su padre, Noich Lerner, con la corte del zar— habían huido de Rusia a Rumania tras la Revolución de Octubre. Cercana al establishment democrático en el que llegaría a la adultez, su hermana Ruth sería también la primera ministra de educación mujer de Venezuela y embajadora de la democracia venezolana en la UNESCO.
Esa “hija del siglo, apenas una niña cuando la otra Constituyente [en 1946]”, como dice en su ensayo, se convertiría —en palabras del poeta Eugenio Montejo— en “un ojo que, sin distraerse propiamente de ver, se muestra destinado sobre todo a oír”. Un ojo que absorbía de todo, que conectaba todo, que le daba textura a todo: revolcando —como esa cultura mestiza a la que llegaron sus ancestros y los míos— los géneros literarios y periodísticos hasta, parafraseando a la periodista Milagros Socorro, transformar su escritura en un género en sí mismo; un género que —casi para despedir el siglo del que Elisa fue su pluma personal en Venezuela— le otorgó el Premio Nacional de Literatura en 1999, poco antes de que el deslave político lo llevase por delante.
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Más de dos décadas después, por cuestiones completamente aleatorias, terminé siendo cercano amigo de su sobrina-nieta y acompañando a sus dos sobrinas en un viaje familiar a Boston, repleto de los árboles otoñales de colores que Elisa celebraba en uno de los primeros correos que me envió. “El amigo de la tía”, me bautizaron en ese momento, sabiendo que había sido pen pal de una señora —hijo del siglo XX, sí— que enviaba “cariñosos y nobles correos” electrónicos a un hijo nacido en el albor del siguiente siglo. “Pues me gusta mucho que se conozcan, y sobre todo que Tony lea a Elisa”, escribió Diego al presentarnos, “presiento un bonito affair.”
Por eso, convertido en uno de sus tantos amigos que —dicen sus sobrinas— hacía todos los días de su vida, la despido con sus propias palabras: “vivo casi como en una cabaña, inquieta en cómo conseguir las medicinas para el glaucoma, etc.”, me dijo en su primer correo, “Pero esa cabaña a veces la encuentro milagrosamente iluminada por la belleza de la vida”.
Y la vida iluminó milagrosamente su despedida en noviembre del 2024, con lluvia bajo el sol, el chirrido de mil periquitos y un enorme arcoíris que surgió sobre el Cementerio del Este permitiendo que la gran cronista del siglo XX venezolano se despidiese como los guerreros nórdicos: cabalgando el bifröst, el puente de arcoíris ardiente que conecta al mundo de los hombres con Asgard, el mundo de los dioses.
*Periodista y egresado en Ciencia Política, editor en Caracas Chronicles.
Fuente: Caracas Chronicles (caracaschronicles.com)