A pesar de las afirmaciones antisemitas de la congresista Ilhan Omar, las simpatías del pueblo de EEUU por el Estado judío anteceden por siglos al AIPAC
Samuel Goldman*
En enero de 2018, el vicepresidente Mike Pence pronunció un discurso en la Knesset (Parlamento israelí) para anunciar la decisión de la administración de Trump de trasladar la Embajada de los Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén. El discurso fue notable no solo por su ocasión, sino también por su simbolismo. Como evangélico conservador, Pence representaba a la comunidad de cristianos estadounidenses que forma la base del apoyo de EEUU a Israel, y que podría decirse que es más entusiasta del Estado judío que muchos judíos estadounidenses.
Eso no estaba visible cuando la congresista Ilhan Omar sugirió que el dinero de cabilderos judíos era la fuente de la “relación especial” de Estados Unidos con Israel. La nueva representante demócrata pudo haber elegido sus palabras sin cuidado en su tuit impregnado de matices antisemitas, pero la opinión que expresó es bastante común entre los críticos a Israel. En resumen, sostiene que la alianza estadounidense-israelí es de alguna manera antinatural, se origina en sobornos y se le impone por la fuerza a una población renuente. Por lo tanto, si el dinero de los lobistas se agotara, también lo haría el apoyo estadounidense a Israel.
Pero esta creencia no solo es errónea, sino que realmente es opuesta a la verdad. De hecho, es el amplio electorado estadounidense, en lugar de cualquier grupo de interés limitado, el que impulsa el apoyo a Israel. Esta actitud no está motivada principalmente por el dinero sino, más bien, por un vínculo que antecede por siglos a la creación del AIPAC.
Los comentarios de Pence ante la Knesset estuvieron inspirados en la arraigada tradición sionista cristiana estadounidense. Su discurso fue más allá de una justificación política para mudar la embajada, y estableció un paralelo entre la nación estadounidense y el pueblo de Israel. “Los primeros colonos de mi país también se vieron a sí mismos como peregrinos enviados por la Providencia, para construir una nueva Tierra Prometida”, explicó Pence. “Las canciones e historias del pueblo de Israel fueron sus himnos, ellos los enseñaron fielmente a sus hijos, y lo hacen hasta el día de hoy. Y nuestros fundadores, como otros han dicho, recurrieron a la sabiduría de la Biblia hebrea en busca de dirección, guía e inspiración”.
Pence pasó luego de la historia a la profecía: “Fue la fe del pueblo judío la que reunió los fragmentos dispersos de un pueblo y los recuperó. Tomó el lenguaje de la Biblia y el paisaje de los Salmos y los hizo vivir de nuevo”. La referencia, como el público del vicepresidente sin duda sabía, era la llamada visión de Ezequiel de los huesos secos. En la imagen del profeta, los restos humanos desecados se reconstituyen como cuerpos vivos, una trasformación que Dios revela como un presagio de la reconstitución del pueblo de Israel.
El discurso representó un esfuerzo impresionante del vicepresidente, a quien no se conoce por ser un orador elocuente. Así que no sorprendió que se supiera que Pence contó con el apoyo del rabino Lord Jonathan Sacks; una colaboración entre un político evangélico estadounidense y un rabino británico, pronunciada ante el Parlamento de Israel en nombre del gobierno de Estados Unidos, el discurso de Pence pareció encarnar la “relación especial” que mencionaba el propio texto.
Sin embargo, queda algo misterioso sobre el discurso. Como los críticos no dejaron de notar, los comentarios de Pence se pasaron por alto graves desacuerdos entre cristianos y judíos. Particularmente en su uso repetido de la palabra “fe”, Pence incluso parecía subordinar los puntos de vista judíos del pacto a las nociones protestantes sobre los requisitos para la salvación. ¿Fue entonces la defensa de Pence de la alianza estadounidense-israelí simplemente un eufemismo de las esperanzas de una eventual conversión? ¿Fue todo su argumento sobre una herencia bíblica compartida una manera de distraer la atención del escenario familiar de los “últimos tiempos”, en el que Israel proporciona una plataforma de aterrizaje para la segunda venida de Cristo mientras la mayoría de los judíos muere en medio de grotescas tribulaciones?
Se ha vuelto popular descalificar el apoyo evangélico a Israel como una alianza cínica, en la que los judíos de Tierra Santa son meros accesorios en un drama de “arrebato” y salvación cristianos, pero esa es solo parte de la historia. De hecho, es imposible saber lo que Pence mismo cree, ya que no ha expresado sus puntos de vista sobre estos asuntos. Y no es mucho más fácil cuando se trata de millones de cristianos estadounidenses, en su mayoría evangélicos blancos, que expresan su aprobación por el Estado de Israel.
En la década de 1970, líderes evangélicos como Jerry Falwell popularizaron una narrativa escatológica más bien escabrosa que gira en torno a Israel. Pero no queda claro qué aspectos aceptan los creyentes comunes, o qué tan central son sus opiniones sobre los asuntos internacionales. Las encuestas públicas son mejores para rastrear generalidades, como la creencia de que Dios le dio la tierra de Israel al pueblo judío, que los detalles específicos de la interpretación profética o su prominencia política.
El «sionismo cristiano» es considerablemente más antiguo que el renacimiento evangélico con el que Pence está asociado. Contrariamente a los relatos que giran en torno a los predicadores de fuego y azufre como Falwell, John Hagee o el escritor pop-apocalíptico Hal Lindsey, la idea de que los cristianos de habla inglesa tienen la responsabilidad especial de promover, apoyar y proteger a un Estado judío en alguna parte de la tierra bíblica se remonta al menos a comienzos del siglo XVII. En una obra de 1611 titulada Revelación de la Revelación, el erudito inglés Thomas Brightman preguntó: “¿Que [los judíos] deben regresar a Jerusalén? No hay nada más cierto, los profetas lo dijeron claramente y lo confirmaron”. Diez años más tarde, el prominente abogado Henry Finch insistió en que “no debemos tener miedo de mantener que un día [los judíos] regresarán a Jerusalén, serán reyes y monarcas de la tierra, dominarán y gobernarán para la gloria de Cristo que resplandecerá entre ellos”.
Estos argumentos fueron producto de un énfasis en el significado literal de las Escrituras y el significado teológico de los pactos que caracterizaron al calvinismo. Antes de la Reforma, la mayoría de los cristianos leían profecías como las de Ezequiel como alegorías de la trasformación del “Israel carnal” de los patriarcas al “Israel espiritual” representado por la Iglesia. Calvino y sus seguidores, por el contrario, insistieron en que las interpretaciones alegóricas estaban permitidas solo cuando las literales no tenían sentido. Pero, ¿por qué no tenía sentido creer que los judíos podrían reconstituirse como nación y regresar a su propia tierra?
Los editores de la llamada Biblia de Ginebra, publicada a finales del siglo XVI, contribuyeron tempranamente al desarrollo del sionismo cristiano. Al agregar notas explicativas en los márgenes, codificaron las interpretaciones calvinistas y las difundieron al público. Especialmente en sus notas sobre los profetas, promueven la idea de una “restauración” geográfica y política de Israel. Las notas sobre Isaías afirmaron que el pacto abrahámico es “perpetuo”, y que Israel “debería comprar nuevamente las ruinas de Jerusalén y Judea”. La nota sobre Ezequiel 26:20 predice la gloria de “Judea, cuando será restaurada”.
Los escritores y editores de Ginebra, como Brightman, Finch, o el erudito de la Universidad de Oxford Joseph Mede, no eran sionistas en el sentido moderno. Esperaban que la restauración judía tuviera lugar por medios milagrosos, y que estuviera estrechamente relacionada con la conversión judía (aunque no estaban de acuerdo en la secuencia precisa de estos eventos). Su redescubrimiento de la autoridad de las Escrituras, sin embargo, llevó a su vez a un redescubrimiento de la posibilidad de un Estado judío, siglos antes de la aparición o consolidación de un movimiento comparable entre los judíos. En este sentido, el «sionismo cristiano» puede verse como un antecedente del real.
Como Pence insinuó, el sionismo cristiano también desempeñó un papel en el desarrollo intelectual de Nueva Inglaterra y, a través de su influencia desproporcionada, de los Estados Unidos. Los puritanos de Nueva Inglaterra agregaron a los argumentos hermenéuticos de sus predecesores calvinistas una intensa identificación de su propia situación con los hebreos bíblicos y una interpretación correspondiente de su «errar por el desierto» con el éxodo de Egipto. Puritanos como John Cotton, Peter Bulkeley e Increase Mather no solo utilizaron el cumplimiento de las promesas a Moisés para recordar a sus seguidores las recompensas que esperaban a los pueblos que mantienen sus convenios y obedecen la ley de Dios, sino que también ofrecían la esperanza de que los judíos volverían a su hogar. Cotton esperaba, en unas pocas generaciones, la aparición de una “gente dispuesta entre los gentiles, para trasladar a los judíos a su propio país, con cuadrigas, caballos y dromedarios”.
Declaraciones como la de Cotton desafían una interpretación influyente de la cultura estadounidense. De acuerdo con este punto de vista, popularizado por historiadores de mediados del siglo XVIII como Perry Miller y Ernest Tuveson, los puritanos dieron origen a la noción de que los cristianos estadounidenses asumían el papel de los judíos como pueblo elegido de Dios, y de América del Norte como segunda Sión o nueva tierra prometida. Se dice que este reemplazo imaginativo conduce a la concepción de Estados Unidos como la “nación redentora”, que tiene en sus manos el futuro de la raza humana. Puede atribuirse todo, desde la Guerra Civil a la lucha contra el comunismo, a esta visión.
Pero también hay otra versión del argumento que es un poco más complicada. En esta historia, los estadounidenses y EEUU no reemplazan al pueblo ni a la tierra de Israel. Más bien, son escogidos por Dios para ayudar a realizar promesas bíblicas, como la visión de los huesos secos. Ya en 1801, el político federalista Elias Boudinot se preguntaba si “Dios ha levantado estos Estados Unidos con el único propósito de cumplir Su voluntad de llevar a su amada gente a su propia tierra”.
En 1844, el profesor de hebreo de la Universidad de Nueva York George Bush, —antepasado de los presidentes— publicó un comentario sobre la visión de Ezequiel de los huesos secos. Rechazando los argumentos de que la restauración de Israel tenía que esperar por un milagro, argumentó: “Cuando el Altísimo declara, en consecuencia, que traerá a la casa de Israel a su propia tierra, no se sigue que esto se realice por una interposición milagrosa que se reconocerá como tal… Por lo tanto, no parece que ningún deber especial de los cristianos esté involucrado en esta predicción sobre Israel, excepto en la medida en que la acción gubernamental pueda ser necesaria para eliminar los obstáculos políticos que se interponen en el camino del evento”.
Las fechas son importantes, porque muestran que el sionismo cristiano precede a la influencia de John Nelson Darby, el clérigo anglo-irlandés cuyo sistema teológico, conocido como “dispensacionalismo pre-milenarista”, se describe a menudo como la fuente del interés especial de los cristianos estadounidenses en Israel y el pueblo judío. Las ideas de Darby fueron ciertamente influyentes, especialmente en la forma simplificada promovida por la Biblia Scofield de Referencia, publicada por primera vez en 1909. Pero encontraron una audiencia receptiva, porque muchos estadounidenses ya aceptaban sus principales afirmaciones.
En cualquier caso, el entusiasmo por el establecimiento de un Estado judío bajo el patrocinio estadounidense no requirió compromisos teológicos específicos. En 1891, el evangelista William E. Blackstone compuso una petición al presidente Benjamin Harrison para ayudar a los judíos a establecer un Estado en Palestina, tal como naciones europeas como los serbios o los búlgaros habían hecho en territorio otomano.
Blackstone era un seguidor de Darby. Pero la mayoría de los firmantes de su petición —que incluían a destacados políticos, industriales y periodistas— no lo eran; y el texto del documento apelaba a consideraciones humanitarias y estratégicas mucho más que a las escatológicas. Casi 20 años después, en medio de la Primera Guerra Mundial, Blackstone compuso una segunda versión de la petición para presentarla al presidente Wilson. Respaldado por prominentes liberales teológicos y políticos, puede haber jugado algún papel en la decisión de Wilson de apoyar la Declaración Balfour.
Los protestantes de la corriente principal fueron los cristianos estadounidenses más estrechamente asociados con el sionismo y el Estado de Israel desde la década de 1930 hasta la Guerra de los Seis Días. Aunque no fue de ninguna manera la única figura asociada con este capítulo casi olvidado del sionismo cristiano liberal, Reinhold Niebuhr fue sin duda el más prominente. Como crítico de las interpretaciones literales de las Escrituras que ayudaron a generar el sionismo cristiano en el siglo XVI, Niebuhr dijo estar “avergonzado cuando se utilizan las afirmaciones mesiánicas para corroborar el derecho de los judíos a la patria particular en Palestina; o cuando se supone que esto se puede hacer sin dañar a los árabes”. Sin embargo, insistió en que Estados Unidos tenía la responsabilidad providencial de defender el “milagro histórico peculiar” en el Medio Oriente.
No se puede saber lo que hay en los corazones de los cristianos que apoyan entusiastamente a Israel. Su vocabulario y exaltación “basados en la fe” por una especie de kitsch judío puede resultar ofensivo. Y la actividad de ciertas figuras y organizaciones, como las que han apoyado, planeado o participado en los recientes disturbios en el Monte del Templo, dan muchas razones para preocuparse. Pero reconocer a los cristianos sionistas de hoy como herederos de una importante tradición teológica con profundas raíces en la cultura política y religiosa estadounidense, es un paso hacia el surgimiento y la consolidación de una relación más madura entre judíos y cristianos, israelíes y estadounidenses. En ese sentido, el discurso de Pence, y las conversaciones que sigue provocando, constituyó un paso en la dirección correcta.
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*Profesor asistente de Ciencias Políticas y director ejecutivo del Instituto Loeb para la Libertad Religiosa en la Universidad George Washington. Es autor de El país de Dios: sionismo cristiano en América, y editor literario de Modern Age: A Conservative Review.
Fuente: Tablet Magazine. Traducción y versión NMI