La época en que los británicos gobernaron Palestina se inició con los mejores auspicios para el proyecto sionista; sin embargo los ingleses se convirtieron pronto en el principal obstáculo para la restauración de la soberanía judía en Éretz Israel
El 9 de diciembre de 1917, en los meses finales de la Primera Guerra Mundial, las tropas del general británico Edmund Allenby entraron en Jerusalén y desfilaron ante la alborozada población judía, mayoritaria en la ciudad.
Para muchos judíos, la ocupación por parte del Imperio Británico de Éretz Israel, y la expulsión de los turcos otomanos que lo habían ocupado durante cuatro siglos, parecía una señal providencial: se acercaba el momento del triunfo del joven movimiento sionista. De hecho, una cantidad significativa de judíos se había integrado al ejército británico para ayudar a echar a los turcos, que eran tan hostiles al yishuv y cuyo control de la llamada “Siria Palestina” había mantenido a ese territorio como una provincia miserable y atrasada.
El ministro de Exteriores británico, Lord Arthur Balfour, había firmado su célebre declaración sobre el “hogar nacional judío en Palestina” apenas un mes antes, y la mayoría de las autoridades en Londres —así como las de otras potencias— veían con simpatía esa reivindicación histórica. De hecho, tras la aprobación por parte de la comunidad internacional del Mandato británico, en la Conferencia de la Liga de las Naciones de San Remo en 1920, la Declaración Balfour se convirtió en precepto obligatorio para la potencia mandataria. Por si fuera poco, el primer Alto Comisionado británico designado en Jerusalén fue sir Herbert Samuel, un judío.
Pero pronto llegaría la decepción. El Imperio tenía intereses geopolíticos bien definidos: Palestina era la bisagra entre sus posesiones africanas y asiáticas, un punto muy conveniente en el Mediterráneo Oriental que permitía un acceso alterno hacia el Océano Índico por el Mar Rojo. El oleoducto que desarrolló Inglaterra tras descubrirse los ricos yacimientos petroleros de Iraq terminaba en Haifa, desde donde el crudo se embarcaba hacia la metrópoli y otros mercados. Los árabes eran muchos millones y no se deseaba provocar su antipatía favoreciendo un hogar nacional para los judíos, que al fin y al cabo eran —y seguirían siendo— muy pocos.
Así, para apaciguar los temores árabes (y además cumplir en parte con la promesa que el diplomático Henry McMahon hizo en 1915 al jerife de la Meca, Hussein ibn Alí, de crear un gran Estado árabe), los británicos excluyeron del hogar nacional judío toda la parte de Palestina al este del río Jordán, es decir 80% del territorio. Así crearon el artificial Emirato de Transjordania, el cual entregaron a un hermano de Hussein, Abdulá, designándolo “emir de Transjordania”. Más tarde este territorio se independizaría como Reino Hachemita de Jordania.
Poco después de iniciarse el Mandato, en 1920, las fuerzas británicas se vieron sobrepasadas —u optaron por desentenderse— por el estallido de motines antijudíos en Palestina. Estas sangrientas revueltas árabes se repitieron en 1929, tras lo cual el gobierno británico nombró una comisión investigadora. El llamado Informe Shaw, presentado en 1930, hizo responsables a los árabes por la violencia, pero sugirió que el gobierno debía emitir una declaración que definiera claramente la política del Mandato con respecto a los judíos. Este nuevo informe estableció que los británicos no tenían mayores obligaciones con los judíos que con los árabes, una forma muy clara de repudiar la Declaración Balfour. Aunque varios miembros del Parlamento de Londresrechazaron este informe, por lo que luego sus términos se suavizaron, se trató de una clara señal de lo que vendría.
En septiembre de 1938, cuando la sombra de una nueva guerra mundial se cernía sobre Europa, los británicos y los franceses firmaron en Munich un acuerdo con Hitler por el cual traicionaban a Checoslovaquia, entregándola a los nazis para lograr supuestamente “la paz para nuestros tiempos”. Preocupado, David Ben Gurión, entonces secretario general de la Agencia Judía, y Haim Weizmann, líder del movimiento sionista, pidieron entrevistarse en Londres con el secretario de Colonias, Malcolm MacDonald. Este les explicó sin medias tintas la posición británica respecto al yishuv: si estallaba un nuevo conflicto mundial, el mundo árabe y musulmán podría rebelarse y amenazar al Imperio; por lo tanto, Londres debía frenar la inmigración de judíos a Palestina para asegurarse de que siguieran siendo una minoría, “al menos por un tiempo”.
Los líderes sionistas comprendieron que los ingleses estarían muy dispuestos a entregar los judíos a los árabes como precio para mantener su control del Medio Oriente. Era otro ejemplo del comportamiento alevoso de la “Pérfida Albión”, como entonces llamaban sus enemigos al Imperio Británico, en referencia al antiguo nombre de Gran Bretaña.
Esto quedó confirmado al año siguiente, cuando el Parlamento aprobó el Libro Blanco que restringía la migración judía a un goteo durante cinco años y luego la eliminaba por completo, prohibiendo además casi toda posibilidad de que los judíos siguieran adquiriendo tierras.
El yishuv terminó así de convencerse de que el Mandato era el principal obstáculo, no solo para la supervivencia del proyecto sionista, sino incluso para la de los judíos europeos que estaban desesperados por escapar del nazismo y se encontraban con las puertas cerradas en el resto del mundo.
Pero el Imperio aún no había terminado de traicionar la Declaración Balfour: en febrero de 1940 se aprobaron nuevas regulaciones sobre el uso de la tierra, que restringían a los judíos a tan solo 5% de Palestina, en zonas mayormente urbanizadas. En pocas palabras, los judíos quedarían confinados a un gueto en su propia tierra ancestral, además de no poder adquirir tierras para crear nuevas comunidades agrícolas.
A pesar de todo el apoyo que el yishuv dio a los británicos durante la guerra, tras el fin del conflicto no se suavizaron las restricciones a la inmigración de los judíos sobrevivientes de la Shoá, que estaban hacinados en campos de “personas desplazadas”.
Los judíos de Éretz Israel se vieron obligados, por primera vez en dos mil años, a enfrentarse a un gran imperio: antes Roma, ahora la “pérfida Albión”.
La relación entre los británicos y la propia población judía de Palestina se hizo cada vez más hostil, sobre todo cuando los movimientos de autodefensa —la Haganá, el Irgún y Leji— comenzaron a llevar a cabo actos de sabotaje cada vez más osados contra el Mandato: destrucción de puentes, vías férreas, embarcaciones y otros blancos estratégicos.
Pero la hostilidad de muchos ingleses a los judíos podía tener un motivo más profundo en Palestina, que hoy en día es casi ignorado. En 1943, el periódico Jewish Chronicle de Londres publicó una noticia preocupante: una proporción significativa de los policías de Palestina eran miembros del partido Unión de Fascistas Británicos. Este movimiento, dirigido por el nazi Oswald Mosley, fue proscrito al iniciarse la guerra. Según el artículo, muchos de sus partidarios, para eludir ser reclutados y tener que luchar contra sus “hermanos ideológicos”, se trasladaron a Palestina y se ofrecieron como voluntarios a la policía.
Ello podría explicar episodios como el descrito en 1947 en el semanario El Mundo Israelita —antecesor de NMI—, en un artículo titulado “Los ingleses continúan imitando a los nazis”, que se reproduce aquí.
A medida que la presión se incrementaba y la continuidad del Mandato lucía más precaria, las autoridades británicas asumieron una actitud francamente antijudía, sobre todo el ministro de Relaciones Exteriores, Ernest Bevin. Mientras se prohibía estrictamente la inmigración judía, se permitió la entrada en Palestina miles de árabes provenientes de los países limítrofes. Y mientras la policía efectuaba redadas para confiscar cualquier armamento en poder del yishuv, consentían que los árabes las poseyeran libremente e incluso se las suministraban. La violencia se agravó, con numerosos actos terroristas, y el número de soldados y policías británicos en Éretz Israel se incrementó hasta llegar a 100.000.
Después de que en noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU decidió la creación en Palestina de un Estado judío y otro árabe, el gobierno británico no prestó apoyo alguno a ese organismo internacional ni a los sionistas para que la transición se realizara fluidamente. Más bien aceleró la entrega de armas a las milicias árabes y a los países vecinos con los que tenía relación directa (Egipto, Jordania e Iraq). En palabras del historiador Walter Lacqueur, “Aparentemente Inglaterra estaba determinada a destruir cualquier posibilidad de un cambio pacífico y ordenado. Quizá quería demostrar que el problema de Palestina era intratable, y que donde Inglaterra había fallado nadie podría triunfar”.
En vísperas del final del Mandato, en febrero de 1948, la Haganá informó que la policía británica había desarmado un puesto de esa fuerza defensiva judía en la fundición Haotzek, ubicada cerca de Mikve Israel, tras lo cual “entregaron a nueve de sus miembros a una banda árabe de Yafo, que los masacró”. A raíz de ello, un alto comandante árabe de Yafo “ofreció un banquete en honor de un grupo de oficiales del ejército y de la policía británica. Asistieron al banquete jefes de bandas sirios e iraquíes, quienes saludaron el incidente como un ejemplo de la ‘cooperación anglo-árabe’. Los británicos prometieron continuar esta ‘cooperación’ para permitir ‘victorias árabes’ semejantes”, según informaba la agencia noticiosa JADLA, de la Agencia Judía.
Tras la declaración del Estado de Israel, se suponía que el Imperio Británico cumpliría con un embargo de armas decretado por las grandes potencias durante la guerra de independencia que estalló de inmediato, pero en diciembre de 1948 el diario Al Hamishmar dio cuenta de que no fue así: “Los británicos suministran aviones a los ejércitos de invasión árabes: se entregaron tres bombarderos Fury sin marcas de identificación (…) a pilotos iraquíes en Siria”. Luego, en medio de la primera tregua acordada durante el conflicto, cuando también se suponía que estaba prohibido el suministro de armas, los británicos dotaron a la fuerza aérea jordana con 30 unidades de los famosos Spitfire y 15 Fury, además de instructores ingleses. La recién nacida fuerza aérea israelí dio buena cuenta de varios de estos aviones, para disgusto de Londres.
El final del Mandato fue ignominioso. Así como el yishuv había dado la bienvenida al general Allenby tres décadas antes, nadie echó de menos al último soldado británico que, en medio de la noche, arrió la Union Jack (bandera del Imperio Británico) y se embarcó en Haifa rumbo a su país. Albión, la organizada y eficiente, no entregó las riendas sino que dejó a Éretz Israel sumido en el caos.
Consolidado Israel como nación independiente y tras un cambio de gobierno en Londres, las relaciones entre ambos países comenzaron a normalizarse. Buena parte del pueblo británico y una proporción importante de los parlamentarios simpatizaba con el nuevo Estado judío. En 1951 se establecieron plenas relaciones diplomáticas y desde entonces el vínculo político, comercial y cultural ha sido cálido y cercano.
Quizá las heridas terminaron de cicatrizar simbólicamente en 1954, cuando el Parlamento británico obsequió al de Israel la menorá gigante que se ubica cerca de la entrada a la Knesset en Jerusalén, y que constituye uno de los lugares más emblemáticos de la capital de Israel.
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