Carol Ungar*
En la casa de mi infancia, la jugar en familia no formaba parte de nuestras costumbres. Jugaba con mis amigos: Old Maid, Risk, Monopoly y rondas interminables de “jackies”, que inevitablemente perdía debido a mi miserable torpeza, pero ¿jugar con mis padres? Eso no era para nosotros.
Mis padres eran demasiado extranjeros. Ambos se habían mudado a Nueva York ya adultos, después de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial en Europa: mi padre en un campo de trabajo húngaro, y mi madre en Auschwitz. Reconstruir sus vidas era una tarea que lo abarcaba todo y no dejaba tiempo para juegos. Sin embargo, había una excepción: una noche de Janucá nos reuníamos alrededor de la mesa del comedor de fórmica marrón para jugar al dreidel (sevivón).
Habría sido bueno decir que usábamos una pieza antigua o valiosa de la familia, pero los sobrevivientes del Holocausto rara vez poseían reliquias. Usábamos un dreidel de plástico sacado de una caja de Bombones Barton’s (en las décadas de 1950 y 1960, esa marca de chocolates kosher agregaba parafernalia judaica a sus productos como un intento de reforzar el orgullo judío que flaqueaba). Además teníamos era un gran frasco de vidrio lleno de monedas; algunos por Jánuque guelt de chocolate o pasas, pero en mi familia jugábamos con dinero real.
Esa noche, mi tranquilo y modesto padre era rey. Enroscando sus ágiles dedos de joyero alrededor del delgado tallo del dreidel, lo trasformaba en una gloriosa nube de color que giraba alrededor de nuestra mesa. Era una vista impresionante que yo nunca lograba replicar. Cuando llegaba mi turno, la peonza tropezaba y caía sin gloria como un borracho en la víspera de Año Nuevo, pero eso no importaba. El sevivón es un juego de azar. La habilidad no cuenta en absoluto.
Lo que realmente importaba era la unión. Pasábamos tiempo juntos otras noches, pero nunca así. Durante nuestras cenas de Shabat el idioma nos dividía: los adultos pasaban al húngaro, un idioma que mi hermano y yo apenas entendíamos. A veces veíamos la televisión en familia, Ed Sullivan o los Juegos Olímpicos, pero éramos espectadores silenciosos, cada uno en su propio mundo. Nuestros juegos de dreidel perforaban esa barrera fusionándonos en una unidad, nuestros ojos colectivamente fijos en la peonza.
Para mí, ratoncito de biblioteca de niña, la peonza era emocionante y me encantaba la oportunidad de ganar dinero real. Mis padres no nos daban asignaciones regulares, pero las ganancias de los dreidel eran mías para gastar en chicle, caramelos y Drake’s Cakes. No es de extrañar que me encantaran esos juegos.
Cuando me convertí en madre, traté de recrear esta emoción y la vinculación con mis propios hijos, pero a mis hijos no les gustaba el dreidel. Para empezar, no necesitaban el dinero; como reacción a mis padres, era demasiado generosa con ellos durante todo el año. Además, Super Mario había embotado sus sentidos; para ellos, el juego era terriblemente lento. En 2014, el periodista Ben Blatt analizó el dreidel en un artículo para la revista electrónica Slate. Blatt concluyó que una ronda de dreidel con cuatro jugadores y diez piezas de guelt podría prolongarse durante unas enormes hora y 54 minutos. «Quizá si estuvieras esperando un asedio por parte del Imperio Seléucida eso sería ideal, pero dos horas es excesivo si solo estás tratando de matar 30 minutos antes de que los latkes estén listos», bromeó. Para mis hijos esto no era nada. Estaba decepcionada. Quería que mis hijos compartieran esa experiencia, pero no funcionó. ¿Por qué?
¿Mis padres simplemente tenían más paciencia?
Cuando ya tenía 80 años, mi tío Zoli, hermano menor y único sobreviviente de la familia de mi padre, me explicó el secreto detrás del control del dreidel. En el viejo país, en nuestro caso Rumania, los dreidels se hacían en casa, no con arcilla sino con plomo. “Nos divertíamos mucho derritiendo el plomo y vertiéndolo en moldes de madera. Era el momento culminante de las vacaciones”, recordaba mi tío, con los ojos color avellana aún centelleantes. Esa práctica de niños jugando con un metal tóxico quedó inmortalizada en la letra de la canción hebrea Lijvod Hajanucá, que describe a un niño que recibe un sevivon me’oferet yetzuká, un dreidel de plomo de su maestro.
Los dreidels de plomo son cosa del pasado, pero en el mundo anterior a la guerra el plomo se conseguía por todas partes. He estado investigando durante el año pasado sobre los libros de Yizkor, volúmenes conmemorativos escritos por los sobrevivientes para recrear la vida en sus lugares de origen antes de la guerra, luego traducidos y republicados por JewishGen, y resulta que están llenos de recuerdos extravagantes sobre Janucá. Por ejemplo, el autor anónimo del libro Yizkor de Tarnograd, Polonia, describe a niños pequeños que sacaban plomo de los sacos de azúcar para fundirlos en dreidels.
Una escena similar aparece en las memorias de Norman Salsitz A Jewish Boyhood in Poland (Una infancia judía en Polonia), en las que describe cómo extraía las virutas de plomo de las chaquetas de sus amigos: en aquel entonces, se cosía plomo rutinariamente en los forros de la ropa para hacer que las prendas colgaran con más gracia. Sus amigos cooperaron alegremente, hasta que sus padres horrorizados pusieron fin a la destrucción de la ropa. Después de eso, Salsitz probó suerte con tubos de pasta de dientes, que también eran de plomo, pero estos eran escasos; no muchos de los habitantes de su pequeña ciudad polaca usaban pasta de dientes (esto no implica ausencia de higiene dental; uno puede limpiarse los dientes eficazmente con pasta de levadura en polvo). Finalmente, recurrió a sifones de bebidas gaseosas, que fundía en la estufa para fabricar cientos de dreidels que luego vendía a los maestros, hasta que su madre, perturbada por el hedor, lo sacó del negocio.
Antiguo sevivón europeo de plomo (Foto: PicClick)
El olor y la toxicidad no eran los únicos problemas. “Los dedos golpeados y las manos quemadas eran un sacrificio voluntario, aunque solo fuera por un juguete magistral”, recuerda el autor del libro Yizkor de Ciehanowiec, Polonia. “Los dreidels salían con un hermoso relieve, con las letras iniciales de nes gadol haya sham (Un gran milagro sucedió allí)”.
Algunas voces llamaban a mayor seguridad, al menos en algunos lugares. El libro Yizkor de Kaluszyn, Polonia, describe dreidels de madera fabricados con bobinas de algodón, sin duda más seguros, pero también menos emocionantes que el plomo con su aire de peligro.
En los últimos años ha habido intentos de restaurar la emoción del juego de dreidel reformulándolo como una competencia. Los promotores de los últimos tiempos han inventado un artilugio con forma de Maguen David llamado espinagoga, en que las piezas pueden girar sin caer del borde de la mesa.
A mi padre le habría ido bien en estos juegos, pero no puedo imaginar que se hubiese conectado a un juego de dreidel que le resta importancia a las letras, porque las letras son el punto. No solo revelan las reglas del juego (guimel para ganz, que en idish significa tomar todo; héi por halb, la mitad del bote; nun es nisht, o nada; y shin es shtell ein, que requiere la entrega de una moneda). Le dan al juego del dreidel su significado último.
Un erudito jasídico del siglo XVIII, el rabino Tzvi Elimelej Shapiro, conocido como Bnai Yissaschar, interpretaba las cuatro letras del dreidel como abreviaturas de los cuatro imperios que lucharon contra el pueblo judío: la nun por Nabucodonosor, el destructor babilónico del Primer Templo; guimel para Gog o Grecia, los villanos de la historia de Janucá; héi por Amán de la historia de Purim; y shin por Seir, o la antigua Roma, origen del exilio que los judíos tradicionales creen que continúa hasta el presente. Juntos forman la frase nes hadol hayá sham, una proclamación de la maravilla de la supervivencia judía.
No creo que mis padres estuvieran familiarizados con la interpretación de Bnai Yissaschar, pero estoy seguro de que intuyeron su significado. Al reunirnos en esas noches de Janucá de hace mucho tiempo, no solo estaban jugando un juego infantil. Celebraban el milagro de sus propias vidas.
*Galardonada autora de libros sobre comida tradicional judía.
Fuente: Tablet (tabletmag.com).
Traducción NMI.