Desde hace siete años estoy lejos de Venezuela, pero solo físicamente, nunca antes más cerca de lo que fue y sin duda será de nuevo, luego de un intervalo muy aleccionador. Por eso respondo con cariño a la insistente invitación digital de Sonia Zilzer, excelente persona y profesional que dirige con sensibilidad y conocimiento, hasta los ciento veinte, la Biblioteca Blum en la UIC, y participo con algunas líneas de solidaridad en este importantísimo evento Las notas judías que se realiza en el Museo Kern.
En primer lugar, pensemos con afecto y gratitud en Jacques Braunstein, bendito sea su
recuerdo, pionero de la difusión del jazz en Venezuela, quien por muchas décadas concluía sus programas radiales y conferencias sobre el tema con la frase “Paz y jazz”.
No por casualidad. Él confesó que su adicción a este género musical se inició durante su niñez, durante la Segunda Guerra Mundial, escondido con su familia en un sótano de su rumana ciudad natal; el único contacto que tenían con el exterior era una pequeña radio de onda corta que clandestinamente trasmitía detalles de aquel infernal proceso. La música norteamericana del momento, nuestro jazz, era telón de fondo para cada emisión sobre fracasos y logros, lo que en su sobreviviente memoria emocional
quedó como herida sanada y compromiso ético. Cuando emigró sintió el deber de compartir ese milagro sonoro, como terapia y misión artística, dondequiera que se trasladara o residiera.
Ahora me doy un banquete jazzístico en cada ocasión en que mi roto bolsillo lo permite, tanto desde los abundantes eventos en vivo, mayormente universitarios, como en programas televisivos, en especial los sábados a las siete de la noche por la estación Jewish Life (JLTV), donde actores, músicos y testigos del Broadway sobre tarimas desentrañan cómo entre negros y judíos fecundaron y prolongaron el jazz, incrustado primero como música de culto religioso, luego como espectáculo de teatro musical y hasta convertirlo en tradición de constante presencia para una población originariamente de mayoría blanca y su nefasta, segregadora supremacía de influencia fascista. Ahora es cuando he podido comprobar a fondo desde cuándo, cuánto y hasta dónde las raíces de ambas minorías se integraron, a veces en forma espontánea, otras desde una tenaz lucha, en acción política y artística para liberar de prejuicios a una
sociedad que, aun dentro de su pionera y revolucionaria legislación democrática y republicana, conservaba prejuicios raciales y religiosos muy internalizados. Tampoco fue casual que fueran orquestas judías las que comenzaron la inclusión de instrumentistas y vocalistas negros. Sin duda, el jazz precedió a las luchas de Martin Luther King, quizá desde la trompeta inigualable de Louis Armstrong, criado por una familia judía a la que hizo honor cuando se negó a tocar en el París ya invadido por el hitlerismo.
Y por favor, no olvidar que fue precisamente Al Jolson, cantor de liturgia en su sinagoga, quien disfrazado de negrito tinto inauguró la presencia fílmica del jazz en Estados Unidos; y durante dos siglos el soul, música de personas adoloridas por la esclavitud y la persecución, fusionada con la tradición litúrgica y rítmica klezmer importada por la inmigración judía europea del siglo XX, han permitido que hasta hoy esas notas magníficas del alma individual y colectiva sean consigna permanente de libertad, tolerancia y paz dondequiera que produzcan y difundan.
Así pues, shalom y jazz.