Johnny Gavlovski E.*
N o pensaba escribir más estos comentarios después de la “fiebre” del Oscar, pero cuando tras salir de la proyección de El hijo de Saúl (Oscar a la mejor película extranjera, Hungría 2015) escucho a un hombre decir: “Qué fastidio, otra película de judíos y nazis”, no pude evitar llegar a casa y sentarme frente a mi PC.
Soy hijo de la posguerra, soy hijo de un sobreviviente de Auschwitz, de un partisano. Soy un ciudadano del mundo, de este y del de ayer. Hablo de circunstancias sociopolíticas. Hablo como venezolano y sicoanalista, como alguien que habita el mismo espacio que ese señor y que a diario contemplo con espanto no solo las amenazas que se ciernen desde una política perversa globalizada, sino como un ciudadano más de este país, con casa por cárcel de forma implícita, que contempla cómo los crímenes en esta tierra, una vez de gracia, se tornan cada vez más siniestros.
Decir Auschwitz no es un momento en la historia, es un antes y un después de este proyecto económico e industrial de hacer muerte en serie al menor costo. Decir Auschwitz no es pasado, es advertencia, si no cotejen los mecanismos de operación de ISIS o las amenazas de Kim Jong-Un, que no por ser contra EEUU dejarían de afectar la aldea global.
Como hijo del héroe que fue mi padre, no me bastó con amarlo. Necesitaba comprender su historia, esa de la que tanto le costaba hablar, y por la que como él mismo decía “no solo nuestros correligionarios, sino tantos pueblos sufrieron”. Como hijo de mi padre, viajé a Polonia, llegué a Auschwitz, recorrí cada uno de esos rincones donde mi padre vio morir a su familia, amigos, pueblo; de ese infierno del cual logró escapar para huir a los bosques y pelear, hasta que en 1946 se enteró de que la guerra había terminado. El cuerpo lleno de balas y cicatrices de papá una y otra vez dictaban su historia. Era como una letra repetida tantas veces sobre la piel. El cine me ofrecía formas de documentarme lo que él vivió, especialmente Defiance con Daniel Craig (2008) y Por aquellos que amé (1983) de Robert Enrico y Max Gallo, sin contar por supuesto El pianista (2002) de Polanski o La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg. Creí que ya nada me podría sorprender hasta que vi el extraordinario filme El hijo de Saúl, dirigido por László Nemes y escrito por él y Clara Royer.
En Lo bello y lo siniestro, Eugenio Trías recuerda el aforismo del poeta Rilke: “Lo bello es el comienzo de lo terrible que los humanos podemos soportar”. Aforismo que seguramente Rilke compartía con Freud desde su encuentro con el misterio de la palabra unheimlich, siniestro, la cual al quitarle el prefijo un significaba familiar. Las dos caras de una misma moneda. Lo cierto es que Trías comenta acerca del aforismo rilkeano: “Y ese comienzo nos aventura como tentación, hacia el corazón de la tiniebla, fuente y origen, feudo de misterios, que ‘debiendo permanecer ocultos’, producen en nosotros el sentimiento de lo siniestro”.
¿Qué puede haber de bello en este documento del Holocausto? Si es por contenido: nada. Solo el horror. El horror innombrable. Pero… Volvamos a Rilke: “Lo bello es el comienzo de lo terrible que los humanos podemos soportar”, y como comentó Nemes al recibir el Oscar: “Hasta en la horas más oscuras de la humanidad habrá una voz interna, que nos ayudará a mantenernos humanos... esta es la esperanza que trasmite esta película”.
¿Qué puede haber de bello en lo unheimlich? La comprensión de lo que ocurrió en aquello que nos es familiar, la lucha por el “nunca más”, saber que el sacrificio no debe ser en vano. Y el alquimista Nemes sabe hacer del horror sublimación, y permitirnos así ver, para mí, quizá la mejor película que nunca antes he visto sobre el tema. ¿Por qué? Al igual que Solzhenitsyn supo introducirnos en el mundo del Gulag, Nemes tuvo el valor inédito de meternos en las cámaras de gas, los hornos crematorios, los almacenes donde iban las pertenencias de las víctimas y las fosas comunes. Pero con elegancia y un alto sentido estético.
Junto con un equipo de primera, Nemes logra esta joya sobre tres ejes: 1. El sonido. Con valor protagónico, es uno de los grandes narradores, contando lo que Nemes no quiere que el espectador vea: el horror. 2. La cámara, la cinematografía. Un trabajo que no va a subrayar lo morboso sino una visión y un tormento, el de Ausländer, aislado en su dolor para no sucumbir, buscando un hijo para rescatar su dignidad. Una cámara que enfoca desde el close up en el rostro de un gran actor para enfrentarnos con lo que sufre, vive y no expresa. 3. Una genial dirección de H. Kiraly, encarnación misma del cancerbero, quien al pagar nuestra entrada nos conduce cual Caronte a las puertas del infierno.
Géza Röhrig construye la película, nos introduce en su sique, nos agarra de la mano y no nos suelta en todo el filme. La cámara es él. El horror es de Saúl Ausländer y él se evanesce dejándole su cuerpo. Ese cuerpo que ya no oye los gritos de horror al cerrarse las puertas de las cámaras de gas mientras él recoge las pertenencias que hasta allí cargaron las víctimas, mientras revisa documentos a ver si encuentra un nombre que le resulte familiar. Röhrig compone con filigrana el drama de un hombre enclaustrado en sí mismo, haciendo del espectador el reflejo de su alma, su tormento interior, su cansancio como esclavo de sol a sol, en un ritmo vertiginoso de trabajo forzado donde la recompensa será la muerte por el solo hecho de ser testigo de primera mano de la “solución final”, fórmula con la que los nazis resumían el exterminio. Trabajo forzado para hacer del hombre máquina de trabajo y no ser-de-voluntad.
Dijimos trabajo forzado, hombre máquina, no ser-de-voluntad. ¿Eso es todo? ¿Tras eso la muerte? No, tras ello la mutación del ser. Sí. Bastará la desnutrición para mutar en musselmaner, aquel ser producto del campo de concentración que tan bien Giorgio Agamben describió, cetrino, encorvado como musulmán en oración, autómata… El verdadero zombi, único producto original del Lager (campo de concentración o exterminio).
Si Ausländer pudiera estar muerto en vida, aún hay algo que lo sostiene. Decimos por ahora la fe, aunque esta se encuentra amputada por el mismo rabino de la barraca que se niega a decir el kadish por quien Saúl supone su hijo. No lo sabemos, hasta que una voz le dice al rabino: “Sus rezos solo los escucha el ángel de la muerte”. Saúl lo sabe, y por eso busca otro rabino. En el horror del fusilamiento en masa escucha otra voz entre las víctimas que no es polaca, rusa, ni húngara. Es una voz diferente que solo sabe decir Monsieur en una lengua que no se sabe cómo llegó hasta allí, y en ese ser, que no hablará más, que no entiende, Saúl encontrará el rabino que dirá el kadish por su hijo.
Saúl, cual Job, no quiere recuperar a su hijo. Él sabe que no hay recuperación posible. Así nos lo recuerda García-Baró acerca de la interpretación del midrash: “Job no recibe en compensación por el horror unos hijos nuevos, sino precisamente los mismos que tuvo y se le murieron. Solo estos hijos de antes, al serle devueltos, cierran efectivamente el paso a que retroceda a la misma situación de antes de la catástrofe”.
Salvar al hijo tendrá entonces valor de acto, de antes de perder la dignidad y después de haberla perdido. Salvar al hijo tendrá el peso del nunca más.
*Sicoanalista y dramaturgo