Eusebio Val*
E s una palabra ligada para siempre a una infamia universal: la persecución genocida del pueblo judío. El vocablo gueto, adoptado por muchos idiomas, deriva —según la interpretación etimológica más consistente— de la forma dialectal del verbo gettare, que significa tirar o echar (en este caso metal). Del veneciano getàr —como sinónimo de fundir— pudo pasarse a gueto. Otra teoría lo asocia al término hebreo guet (divorcio), o al alemán gasse (callejón). Pero, más allá de estas curiosidades lingüísticas, lo importante es que fue en Venecia donde se instauró, por primera vez en la historia, el 29 de marzo de 1516, el primer barrio judío de residencia forzada para todos los residentes de religión judía.
El lugar escogido para estos segregados por razón cultural y de fe —unas 700 personas— fue una zona aislada de la ciudad de los canales, en unos terrenos insalubres donde ya había una fundición, y próximos a una cárcel y a un convento, el de san Girolamo, cuyos frailes tenían la triste tarea de dar sepultura a los reos condenados a muerte tras ser ajusticiados. Además del deber de habitar allí, los judíos tenían que llevar un gorro de color amarillo (el mismo color que distinguía a las prostitutas, para humillarlos). Les estaba absolutamente prohibido ser propietarios de sus casas. Solo se les permitía poseer dinero en efectivo para su labor de prestamistas y para el comercio.
Venecia evocó este 29 de marzo los 500 años de la creación del gueto. Hubo discursos políticos y también un acto solemne en el mítico teatro de la ciudad, La Fenice, donde habló el historiador británico Simon Schama y se celebró un concierto bajo la batuta del joven director israelí Omar Meir Wellber. Se interpretó la Sinfonía Número 1 en Re mayor (Titán) de Gustav Mahler, compositor judío. Durante el año habrá interesantes exposiciones y múltiples actividades asociadas a la efeméride.
“Este es un momento histórico; no es una fiesta, sino el recuerdo de un drama que debe servir a otros”, puntualizó hace unos días el presidente de la Comunidad Judía de Venecia, Paolo Gnignati. A la ciudad de la laguna acudieron para la ocasión representantes hebreos llegados de todo el planeta. Como máximo representante institucional del Estado italiano participó la presidenta de la Cámara de Diputados, Laura Boldrini, ex alta funcionaria de la ONU, quien hizo un alegato a favor de la convivencia en la diversidad y aludió a los últimos atentados terroristas en París y Bruselas.
La Serenísima República de Venecia fue una nación independiente durante más de mil años. Vivió períodos de extraordinario esplendor como el polo financiero y comercial más importante del Mediterráneo, que era entonces el centro del mundo occidental. En el archipiélago veneciano vivía una comunidad judía —en su mayoría de origen alemán— desde el siglo X. A este grupo se unieron los italianos y, posteriormente, los de origen sefardí, clasificados a su vez entre levantinos y ponentinos. Los estudiosos del Judaísmo veneciano se suelen referir a “tres naciones” constitutivas.
Con todo, en Venecia los judíos pudieron vivir mejor y con más libertad que en otras urbes italianas, donde se les empujaba a la conversión.
Venecia acabó recibiendo una parte de la diáspora de los judíos expulsados de España y Portugal en 1492. Según explica uno de los principales historiadores del mundo hebreo italiano, Riccardo Calimani, los judíos de la zona oriental de la península Ibérica —incluida Cataluña— se desplazaron hacia el este y recalaron en diversos puntos del Mediterráneo, algunos bajo control del imperio otomano. Los portugueses y los del norte y oeste de España tenían tendencia a instalarse en Bayona, Burdeos o incluso Ámsterdam. Las familias se desperdigaron.
El flujo de sefardíes se incrementó a partir de 1541 y en 1589. No solo fueron a Venecia algunos de quienes habían huido en 1492, sino también parte de los marranos (judíos conversos que habían seguido en España). Es una historia fascinante de acoso, trasiego humano, afán de supervivencia y crisol cultural. Cada comunidad nacional edificaba su propia sinagoga y mantenía sus ritos ancestrales. Por fuera los templos parecían iguales, pero por dentro la decoración era muy rica y variada. Competían por ser el más bello.
En 1630 vivían en el gueto de Venecia unas 5000 personas. El espacio asignado resultó muy insuficiente. El hacinamiento (se calcula que había solo dos metros cuadrados por habitante) se hizo insoportable. La solución fue aumentar la altura de las casas, con estructuras de madera. Llegaron a tener hasta nueve plantas. A pesar de estas duras condiciones, el genio comercial de los judíos los llevó a desempeñar un papel muy relevante en Venecia. Acudían a hacer negocios los venecianos cristianos y los extranjeros de paso.
La decisión de crear el gueto se fraguó en 1508. “España, Francia, Austria y el papado tejieron una alianza contra la República Serenísima (Venecia) —recuerda Calimani—. Y esta se salvó de esa guerra con grandes dificultades. Los frailes venecianos dijeron que se había salvado contra estas grandes naciones, cuyos ejércitos llegaron a sus puertas, y que por tanto se debía reconquistar el favor de Dios confinando a los judíos en el gueto”. Con todo, el historiador reconoce que en Venecia los judíos pudieron vivir mejor y con más libertad que en otras urbes italianas, donde se les empujaba a la conversión. La Inquisición veneciana era menos opresora, por ejemplo, que la de Roma.
“Y como Venecia era Venecia —agrega Calimani—, los judíos pudieron tener un papel muy interesante, pues la República iluminaba a todos los que vivían en ella”. El historiador cita el caso de los médicos judíos, a quienes poco después de crearse el gueto se les permitía la excepción de salir del recinto, en las horas nocturnas, para atender a pacientes cristianos. “Los médicos judíos eran muy populares en Roma y Venecia porque curaban el cuerpo y no el alma —ironiza Calimani—. Esto gustaba a los enfermos cristianos. Incluso los papas consultaban a médicos judíos. Estos mantenían grandes conexiones internacionales que los situaban en la vanguardia de su profesión”.
Los ancestros de Calimani entraron en el gueto en el mismo 1516. Él fue el primero de la familia que nació afuera, en 1946, nueve meses después de la liberación. Hoy forma parte de una comunidad judía de 460 personas. Le pusieron de nombre Riccardo en honor de un tío que murió en los campos de exterminio. En diciembre de 1943, los nazis se llevaron del gueto a 204 deportados. Sobrevivieron muy pocos. “Esta es la historia de un pequeño grupo humano que conquistó la libertad con grandes sufrimientos y gran tenacidad —concluye el historiador—. La lección es que hay que defender la libertad de todos los pueblos y de todos los individuos. Los gobernantes pueden equivocarse pero todos los pueblos son dignos de respeto. Ningún pueblo puede ser oprimido, porque los pueblos oprimidos acaban rebelándose. Cada día hay que buscar la libertad”.
* Periodista
Fuente: La Vanguardia (Barcelona, España). Versión NMI.