En febrero de 1896 apareció la primera edición de El Estado judío, la obra de Teodoro Herzl que marcó el principio del sionismo político. El pequeño libro fue producto de varios meses de febril redacción y, a través de él, este abogado, periodista y dramaturgo austro-húngaro, radicado en Viena, se trasfiguró en una especie de moderno profeta del pueblo judío
Sami Rozenbaum
T odo había comenzado cuando, ejerciendo su labor como periodista en París para el diario vienés Neue Freie Presse, Theodor Herzl, de 35 años, presenció y reportó el furibundo antisemitismo que se desató en Francia a causa del caso Dreyfus, cuando un oficial judío fue injustamente acusado de traición.
Herzl, quien ya antes había reflexionado y escrito sobre la cada vez más insoportable situación de los judíos en Europa, pareció tener entonces una revelación sobre el destino de su pueblo: se persuadió de que asimilarse, la opción preferida para evitar el antiguo prejuicio, tampoco funcionaría. Los judíos necesitaban volver a ser soberanos en un Estado propio, no solo para librarse de sus desesperantes circunstancias y la injusticia que padecían, sino para recuperar su dignidad.
A partir de entonces, Herzl comenzó a escribir sobre los judíos en primera persona. Y a partir de entonces, la década corta que le quedaba de vida estuvo dedicada por entero a esta pasión.
Herzl redactó su librito en París, en 1895. A principios del año siguiente consiguió editor, aunque en realidad, como admite en su autobiografía, inicialmente solo pensaba hacerlo circular entre sus allegados. Uno de ellos había tenido una reacción peculiar, incluso antes de publicarse la obra: “Terminado el libro, rogué a uno de mis mejores amigos que leyese el manuscrito. Durante la lectura rompió repentinamente en sollozos. La emoción me pareció muy natural en un judío; yo también había llorado algunas veces en el curso del trabajo. Pero quedé consternado cuando me dijo que lloraba por un motivo muy distinto. Creía que yo me había vuelto loco, y como amigo se acongojó por mi desventura. Salió corriendo sin decir nada más”.
El 14 de febrero de 1896 escribió emocionado en su diario: “He recibido los primeros 500 ejemplares. Al depositar el paquete en mi cuarto, experimenté una profunda emoción. Estos 500 ejemplares simbolizan un momento decisivo. Tal vez mi vida adquiera un nuevo rumbo”. En ese momento, sin percatarse de ello, también adquiría un nuevo rumbo la historia de la nación judía. El destino del “pueblo del libro” sería nuevamente sacudido por un libro. Una pequeña obra que comienza con un grito de rebelión contra la injusticia.
La mayoría de los judíos de hoy, para quienes el Estado judío es una realidad que se da por sentada, no han leído el breve opúsculo que lo inició todo. Este Dossier reproduce y comenta algunos fragmentos esenciales, tomados de la traducción al español editada por la Organización Sionista Mundial en 1960, y reeditada en 2004 por la Organización Sionista Argentina.
Por eso digo clara y sinceramente: creo en la posibilidad de la realización, sin jactarme, sin embargo, de haberle dado al pensamiento su forma definitiva.
El Estado judío es una necesidad universal, por consiguiente nacerá.
Depende, pues, de los mismos judíos el que este proyecto de Estado no sea, por ahora, nada más que una novela. Si la generación actual permanece todavía impávida, ya vendrá otra superior y mejor. Los judíos que lo quieran tendrán su Estado, y lo merecerán.
El problema judío existe. Sería locura negarlo. Es un residuo de la Edad Media, del que los pueblos cultos, con la mejor voluntad, no pueden deshacerse aún hoy. Mostraron, ciertamente, una actitud magnánima cuando nos emanciparon. [Pero] El problema judío existe dondequiera que vivan los judíos en número apreciable. Donde no existe, es introducido por los judíos inmigrantes. Nos dirigimos, naturalmente, hacia donde no nos persiguen; nuestra aparición provoca las persecuciones. Esto es cierto, y lo seguirá siendo en todas partes hasta que el problema judío sea resuelto políticamente.
Somos un pueblo, sí, un pueblo. En todas partes hemos tratado honradamente de desaparecer en el seno del pueblo que nos rodeaba, conservando solo la fe de nuestros padres. No se nos permite. En vano somos fieles, y en muchos sitios, patriotas fervientes; en vano aportamos sacrificios en bienes y en sangre al igual que nuestros conciudadanos; en vano nos afanamos por aumentar las glorias de nuestras patrias en las artes y en las ciencias, y su riqueza mediante el comercio. En nuestras patrias, en las que vivimos ya desde hace siglos, somos tachados de extranjeros, a menudo por aquellos cuyas familias aún no habitaban el país cuando nuestros padres ya sufrían allí.
Nadie es lo bastante fuerte o lo bastante rico como para trasportar un pueblo de una residencia a otra. Esto puede hacerlo solamente una idea. La idea de un Estado posee tal poder. Los judíos no han cesado de soñar, a través de toda la noche de su historia, este sueño real: “¡El año que viene en Jerusalén!”. Es nuestra antigua frase. Se trata, pues, de mostrar que el sueño puede trasformarse en un pensamiento rutilante.
Nadie negará la miseria en que viven los judíos. En todos los países donde viven en número apreciable son perseguidos, en mayor o menor escala. Aunque la igualdad de derechos existe legalmente, de hecho está abolida en casi todas partes. Ya no pueden alcanzar, siquiera, los cargos de mediana importancia en el ejército, en profesiones públicas o privadas. Se trata de arrojarlos del mundo de los negocios: “¡No les compréis a los judíos!”.
No es mi propósito mover a compasión. Todo eso es vano, inútil e indigno. Me limito a preguntar a los judíos: ¿no es cierto que en los países donde habitamos en número apreciable la situación de los abogados, médicos, técnicos, maestros y empleados judíos de toda clase se hace cada vez más insoportable? ¿No es cierto que toda la clase media se halla terriblemente amenazada? ¿No es cierto que contra los ricos de entre nosotros son excitadas todas las pasiones del populacho? ¿No es cierto que nuestros pobres sufren mucho más que todos los demás proletarios?
El vulgo carece de comprensión histórica y no puede tenerla. No sabe que los pecados de la Edad Media recaen actualmente sobre los pueblos europeos. Somos lo que de nosotros se hizo en los guetos. Hemos logrado, sin duda, una superioridad en los negocios, porque en la Edad Media se nos empujó a ello. Se nos vuelve a obligar a dedicarnos a los negocios, que ahora se llama Bolsa, al excluirnos de todas las demás profesiones. Pero el hallarnos en la Bolsa abre, para nosotros, una nueva fuente de desprecio. A esto se añade que producimos, sin cesar, intelectuales medios, que no tienen salida y por eso constituyen un peligro idéntico al de la riqueza creciente. Los judíos cultos y sin bienes se adhieren todos al socialismo. La batalla social debe ser librada pero, en todos los casos, sobre nuestras espaldas, porque nosotros nos hallamos en los puntos más expuestos, tanto en el campo capitalista como en el socialista.
Ya he hablado de nuestra asimilación.
No afirmo, en ningún momento, que la deseo. La personalidad de nuestro pueblo es demasiado gloriosa en la historia y, pese a todas las humillaciones, demasiado elevada, para desear su muerte. Si se nos dejara en paz durante solo dos generaciones podríamos, quizás, desaparecer sin dejar huellas, en el seno de los pueblos que nos rodean. Pero no se nos dejará en paz. Después de breves períodos de tolerancia, surge siempre de nuevo el rencor contra nosotros. Nuestro bienestar parece contener algo de irritante, porque el mundo está acostumbrado, desde hace siglos, a ver en nosotros a los más despreciados de entre los pobres.
Somos un pueblo; el enemigo hace que lo seamos, a pesar nuestro, como ha sucedido siempre en la historia. Oprimidos, nos unimos y entonces descubrimos, repentinamente, nuestra fuerza. Sí, tenemos la fuerza para crear un Estado, e indudablemente, un Estado modelo. Tenemos todos los medios humanos y materiales necesarios para ello.
El plan es, en su forma primera, extremadamente sencillo, y debe serlo si se quiere que todos lo comprendan. Que se nos dé la soberanía sobre un pedazo de la superficie terrestre que satisfaga nuestras justas necesidades como pueblo; a todo lo demás ya proveeremos nosotros mismos.
Como ya se ha dicho, no hay que imaginar la emigración de los judíos en forma repentina. Será gradual y durará varios decenios. En primer lugar, irán los pobres y harán cultivable la tierra; construirán carreteras, puentes, ferrocarriles, erigirán telégrafos, regularán el curso de los ríos y se construirán, ellos mismos, sus viviendas de acuerdo con un plan preestablecido. Su trabajo hará surgir el comercio; el comercio los mercados; los mercados atraerán a nuevos colonos, puesto que todos vendrán espontáneamente, por propia cuenta y riesgo. El trabajo que invertimos en la tierra hará subir su valor. Los judíos advertirán, rápidamente, que se ha abierto ante ellos un nuevo y duradero campo, donde podrán desplegar su espíritu emprendedor que, hasta entonces, había sido odiado y despreciado.
El resto de El Estado judío constituye una descripción del proceso que el autor formulaba para llevar a cabo su idea. En esto se diferencia de las anteriores publicaciones —que el autor solo conoció más tarde— que también hablaban de restaurar un país para los judíos.
Herzl propone la creación de dos instituciones: la “Society of Jews”, entidad representativa ante las demás naciones, que prefiguró a la Organización Sionista Mundial; y la “Jewish Company”, organización que financiaría la emigración ordenada de los judíos a su propio Estado. Entre otras cosas, la “Jewish Company” se encargaría de liquidar las propiedades de los judíos emigrantes para, con esos fondos, financiar todo el proceso. El resto de la población de cada país estaría, suponía Herzl, encantada con la emigración de los judíos y la consiguiente obtención de sus propiedades y cargos, y así el antisemitismo desaparecería como por encanto. Estos aspectos son, ciertamente, los más ingenuos de la propuesta de Herzl.
A continuación, el autor discute sobre cuál podría ser la ubicación del Estado judío; plantea dos posibilidades: Argentina y Palestina. Argentina era entonces un destino favorecido por muchos europeos que buscaban construirse una nueva vida en un territorio indómito, por su gran extensión, la fertilidad de sus suelos y clima templado; de hecho, el barón de Hirsch, famoso filántropo, había llevado a cabo un proyecto de emigración de judíos que tuvo cierto éxito inicial; pero para Herzl ese plan carecía de la pasión que permitiría inspirar a las masas judías perseguidas y además, predeciblemente, estaba generando antisemitismo en Argentina. Así, escribió:
Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. Su solo nombre sería, para nuestro pueblo, un llamado poderosamente conmovedor (…) En tanto que Estado neutral, mantendríamos relación con toda Europa, que tendría que garantizar nuestra existencia. Respecto a los Santos Lugares de la cristiandad, se podría encontrar una forma de autonomía, aislarlos del territorio, de acuerdo al derecho internacional. Formaríamos la guardia de honor alrededor de los Santos Lugares, asegurando con nuestra existencia el cumplimiento de este deber. Esta guardia de honor sería el gran símbolo para la solución del problema judío, después de dieciocho siglos llenos de sufrimiento para nosotros.
El Estado que Herzl vislumbra refleja su filosofía positivista, típica de aquel momento histórico. Si bien no era socialista, su visión requería una planificación centralizada y una ejecución colectiva, al menos durante el inicio. Los obreros que formaran parte de las primeras oleadas de inmigrantes construirían sus propias viviendas en forma colectiva, tal como lo hacían entonces las comunidades agrícolas del oeste de Estados Unidos.
De hecho, aunque no conoció los kibutzim ni los moshavim —que se inventaron después de su muerte—, esta propuesta de Herzl anticipó, con mucha aproximación, las realizaciones de los pioneros de las llamadas Segunda y Tercera Aliá en Eretz Israel.
No me refiero, bajo ningún concepto, a los cuarteles obreros de las ciudades europeas, ni a las miserables chozas que se agrupan, en serie, alrededor de las fábricas. Nuestras viviendas para obreros tendrán, ciertamente, un aspecto uniforme, ya que la Company solo puede construir barato cuando suministra los elementos de construcción en grandes cantidades, pero estas casas particulares con sus jardincillos han de ser agrupadas en hermosos conjuntos en cada lugar. (…) Y las escuelas para niños serán agradables, claras e higiénicas, con todos los útiles modernos de enseñanza. Además, escuelas para jornaleros a fin de ampliar sus conocimientos que, en afán ascendente hacia fines superiores, han de capacitar a sus alumnos para adquirir conocimientos técnicos y entrar en íntima relación con la mecánica. Además, casas de diversión para el pueblo, las que la Company vigilará para que se ajusten a las normas de la moralidad.
Somos colectivistas solo allí donde lo exigen las enormes dificultades que presenta la tarea. En lo restante, queremos cuidar del individuo y de sus derechos. La propiedad privada, como fundamento económico de la independencia, ha de desarrollarse entre nosotros, libre y respetada. Dejaremos que nuestros primeros obreros no calificados lleguen a gozar, cuanto antes, de la propiedad privada. El espíritu emprendedor ha de ser estimulado y fomentado en toda forma.
Pero una emigración de esta índole entraña también muchas fuertes y hondas conmociones anímicas. Existen viejas costumbres, recuerdos que nos ligan íntimamente con los lugares. Tenemos cunas; tenemos tumbas y es sabido lo que son las tumbas para el corazón judío. Las cunas las llevaremos con nosotros; en ellas dormita, rosado y sonriente, nuestro futuro.
Aunque era una persona laica, Herzl reconoció la importancia de la religión como amalgama histórica del pueblo judío. Suponía que el proyecto sionista sería asumido con ardor por los religiosos. Si bien unos cuantos rabinos de renombre lo apoyaron, una parte importante del estamento religioso se resistió a una solución para los sufrimientos del pueblo judío distinta de la prevista en los libros sagrados: la llegada de la época mesiánica. Además, Herzl proponía una separación estricta entre religión y política.
El sionismo político también se vería enfrentado al movimiento obrero judío, el Bund, que estaba surgiendo por aquella misma época.
[Durante la emigración en masa] Cada grupo tiene su rabino que acompañará a su comunidad. Todos se agrupan libremente. El grupo local se reúne en torno del rabino. Hay tantos grupos locales como rabinos. Los rabinos serán también los primeros en comprendernos, los primeros en entusiasmarse con la causa y, desde el púlpito, animarán a los demás. No se necesita convocar asambleas ni reuniones. La prédica se intercala en el servicio divino. Y así ha de ser. Reconocemos nuestra conexión histórica solo por la fe de nuestros padres porque, desde hace mucho, nos hemos adueñado de los idiomas de diversas naciones.
¿Tendremos, pues, una teocracia? ¡No! La fe nos mantiene unidos, la ciencia nos hace libres. No dejaremos pues, de ningún modo, que surjan veleidades teocráticas entre nuestros sacerdotes. Sabremos retenerlos en sus templos, como retendremos a nuestro ejército profesional en los cuarteles. El ejército y el clero han de ser altamente respetados, como lo exigen y merecen sus nobles funciones. No tienen que inmiscuirse en el Estado, que es el que los designa, puesto que provocarían dificultades internas y externas.
Cada cual es tan libre en su creencia o irreligión como en su nacionalidad. Y si se da el caso de que también vivan entre nosotros gentes de otra religión y de otra nacionalidad, les conferiremos protección e igualdad de derechos.
Creo que los judíos tendrán siempre, como cualquier otra nación, bastantes enemigos. Pero cuando vivan en su propio territorio no podrán ser dispersados por el mundo entero. No se puede repetir la diáspora mientras no se hunda la cultura entera del mundo.
¡Judíos! ¡Aquí no hay ninguna fantasía, ningún engaño! Todos pueden convencerse de ello, puesto que cada uno lleva en sí al nuevo país, un trozo de Tierra Prometida: uno, en su cabeza; otro, en sus brazos; el tercero, en su fortuna y posesiones.
Podría parecer que es una cosa que exige mucho tiempo. En el mejor de los casos, habría que esperar aún muchos años hasta el comienzo de la fundación del Estado. Entretanto, en miles de lugares diferentes los judíos son maltratados, mortificados, injuriados, apaleados, despojados y sacrificados. No: apenas empecemos a poner en ejecución el plan, el antisemitismo cesará en todas partes e inmediatamente (…)
En los templos se rezará por el éxito de la obra. También en las iglesias. Se trata de la liberación de un antiguo yugo bajo el cual todos sufrían.
Pero, ante todo, tiene que hacerse la luz en las inteligencias. El pensamiento debe volar hasta los lugares más miserables, en los que viven nuestras gentes. Despertarán de su letargo, puesto que toda nuestra vida adquiere un nuevo contenido. Cada cual solo tiene que pensar en sí mismo y la emigración se volverá intensa. ¡Y qué gloria espera a los que luchan por la causa sin interés personal! Por eso creo que surgirá de la tierra una generación de judíos admirables. Resurgirán los macabeos. Repitamos las palabras del principio: Los judíos que lo quieran tendrán su Estado.
Al fin hemos de vivir como hombres libres, en nuestro propio suelo, y hemos de morir tranquilamente en nuestra patria. El mundo se libera con nuestra libertad, se enriquece con nuestra riqueza y se engrandece con nuestra grandeza. Y lo que ensayemos allí en beneficio nuestro, obrará poderosa y dichosamente en provecho de todos los hombres.
Descargue El Estado judío en este link: http://bit.ly/1TIU5vI
Fuentes de las fotos: