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I maginemos una perezosa tarde de verano. El cálido sol baña el patio y los pájaros se posan sobre los árboles, cuyas ramas son acariciadas por una suave brisa. Resuenan los niños que juegan y los adultos que charlan, y en el patio, un aroma de churrasco que chisporrotea sobre la parrilla.
Esta es una escena típica que probablemente hemos experimentado más de una vez. Disfrutamos de la camaradería, el ambiente relajado y anticipamos un delicioso picnic. El cuerpo ciertamente disfruta de la experiencia, pero ¿qué pasa con el alma?, ¿la disfruta también?
Ciertamente, no somos hedonistas; somos miembros responsables de la sociedad y contribuimos con lo mejor de nuestras capacidades, pero de vez en cuando nos gusta relajarnos y disfrutar de pequeños placeres. Leemos y conversamos, nos relajamos y jugamos, comemos y bebemos. ¿Cómo se siente nuestra alma en esos momentos? ¿Comerse un filete asado a la parrilla podría ser etiquetado como servicio “divino”? En la lectura de esta semana dice Moshe: “Cuando Dios extienda tus fronteras y digas: mi alma desea comer carne, come toda la carne que tu alma desee”.
¿Alguna vez ha oído hablar de un alma deseando ingerir carne? Estamos familiarizados con los deseos del alma por la oración y el altruismo; conocemos de anhelos conmovedores para con Dios y devoción hacia Él. ¿Pero un deseo espiritual por ingerir carne? ¿Necesita el alma la carne de una vaca?
“Todo lo que Dios creó, lo creó para su gloria”. Esto significa que todo objeto físico puede y debe ser usado para servir y glorificar a su Creador. Como seres humanos, nuestro propósito es buscar maneras creativas de utilizar todo lo que está a nuestro alcance para glorificar a Dios.
Todo objeto físico contiene una chispa de divinidad que la vivifica y anima. La chispa dentro del cuerpo humano es relativamente libre de expresarse. Cada vez que oramos, estudiamos o cumplimos uno de los mandamientos, concienciamos nuestra chispa divina.
La chispa dentro de un animal no es tan afortunada. Está restringida dentro de un cuerpo que no puede expresar su propósito divino. Un animal es incapaz de pensamiento cognitivo, de expresarse inteligentemente o manifestar libre albedrío. La única forma en que la chispa divina de un animal puede cumplir su propósito y usarse en el servicio de Dios es mediante la intervención del ser humano.
Cuando consumimos la carne de un animal, la digerimos y obtenemos alimento de ella, el animal eleva la esfera del humano y su chispa se trasfiere a nosotros. Entonces, se puede utilizar en el servicio a Dios.
Ahora tenemos la opción de usar la energía que derivamos de ese alimento para realizar una acción noble o para dedicarnos a la oración devota. Obrando de tal manera, ofrecemos a la chispa divina del animal la oportunidad de contribuir a la gloria de Dios. Desde su concepción, el becerro esperaba la oportunidad. Ahora que finalmente ha llegado, tenemos tanto la responsabilidad como la sagrada obligación de integrarla al servicio divino.
La próxima vez que asista a una parrilla y vea la carne chisporroteando en la rejilla, sepa que su alma está salivando también. Sus glándulas salivan porque anticipan la carne tierna, con un rico sabor. Su alma también saliva porque no puede esperar para liberar la chispa divina incrustada dentro de esa carne.
Liberar la chispa no solo beneficia al animal, sino también a nosotros. En su estado de aprisionamiento, enclaustrado, por así decirlo, dentro de un animal tosco y obstinado, la chispa divina anhela continuamente a su Creador. Esta ansia insistente e incesante acumula un manantial de energía reprimida y deseo sagrado. A medida que liberamos la chispa, abrimos sus compuertas, liberamos su energía reprimida increíblemente sagrada, y la canalizamos hacia nosotros mismos.
Cuando nos acercamos a la parrilla con la intención de liberar la chispa divina y llevarla al servicio de lo divino, nos beneficiamos de la energía de esa chispa. Pero cuando nos acercamos a ella con el único propósito de complacer nuestros deseos hedonistas, nos negamos a nosotros mismos esa fuente de energía espiritual. Es por ello que la Torá prohíbe beber la sangre del animal. “Solo sé fuerte y no consumas la sangre, porque la sangre es el alma (la fuerza vital)”.
La sangre representa la pasión y la emoción; lleva la fuerza de la vida. Cuando nuestra pasión por la carne es espiritual y está relacionada con Dios, comer carne se convierte en un acto sagrado al servicio de lo divino. Cuando bebemos la sangre proverbial del animal, es decir, cuando nuestra pasión por el bistec radica en la propia carne más que en su inherente santidad, estamos trasgrediendo la santa voluntad de Dios.
Cuando consumimos la carne del animal con el propósito de liberar su chispa divina, controlamos no solo nuestro propio destino, sino también el del animal. Cuando permitimos que la carne del animal mantenga el control sobre nuestras pasiones y entusiasmo, cedemos el control al animal. En lugar de incorporar al animal dentro de nosotros y elevarlo al reino humano, descendemos al nivel del animal a medida que adoptamos sus toscas características. En tal estado, somos incapaces de liberar la chispa divina. Permanece para siempre en cautiverio.
Por ello la Torá concluye: “No consumirás su alma (del animal) junto con la carne”.
La chispa divina contenida dentro del animal es su alma. Si sucumbimos a la sangre proverbial del animal, si permitimos que nuestras pasiones sean superadas por nuestro interés en la carne más que en su alma, habremos consumido (entiéndase: destruido) el alma del animal junto con su carne. Tal consumo es hedonista y derrochador. Ese consumo no puede ser etiquetado como divino.
Somos capaces de mejorar. Sabemos cómo llevar nuestra alma junto a nosotros a un evento aparentemente banal, como lo es una parillada. Cuando lo hacemos, nos fortalecemos con una nueva chispa divina.