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Salomón Baum
salbau@me.com
P ertenezco a una generación intermedia entre la que sufrió el Holocausto y la de la redención, es decir, la que nació después de la refundación del Estado de Israel.
En aproximadamente 20 años esta generación dejará de existir, tal como la del Holocausto, y es importante dejar constancia de un sentimiento que será muy difícil reproducir y que se perderá en el tiempo. Se trata de la angustia, la melancolía y la añoranza que sentían nuestros padres cuando hablaban de un Estado judío y soñaban con él. Hay que ubicarse en la Europa de la primera mitad del siglo XX, incluso en la Norteamérica de esos años. Era soñar con algo imposible, una quimera que llevábamos impregnada en nuestros genes.
Apartando a los grandes visionarios del primer Congreso Judío Mundial, ¿quién se atrevía a imaginar siquiera un Estado judío, gobernado por judíos y habitado, en su gran mayoría, por judíos? ¿Quién podía imaginar que habría una Ley del Retorno que permitiría a cualquier ciudadano de religión judía emigrar a su hogar ancestral? Y aún más asombroso: ¿quién podía imaginar que en ese Estado todo el mundo hablaría, escribiría, estudiaría y cantaría en la lengua original de la Torá? Ni siquiera Herzl se atrevió a soñar tanto.
Sí, es verdad, fueron dos mil años de espera y de indecibles sufrimientos los que padecieron nuestros ancestros, y nosotros hemos tenido el extraordinario privilegio de apreciar ambos mundos: el mundo sin el Estado y el mundo con el Estado. Nuestros hijos, nietos, bisnietos y todas las generaciones venideras lo darán por sentado, algo que siempre ha estado allí. Por eso es tan importante resaltar lo que significa el antes y el después.
Nuestra generación ha sido testigo de hechos extraordinarios que rayan en lo milagroso: la Guerra de la Independencia, la Guerra de los Seis Días (cuyo 50º aniversario acaba de cumplirse), el desarrollo de un Estado vibrante, vigoroso, con una capacidad tecnológica entre las primeras del mundo, todo en la tierra ancestral de Israel, la tierra que Hashem entregó a nuestros patriarcas. Pero posiblemente el hecho más trascendental, cuya importancia no siempre se percibe y que viene ocurriendo ante nuestros ojos desde la refundación del Estado, es el retorno: el regreso de millones de correligionarios desde todos los rincones del planeta a la Tierra Prometida, en un éxodo moderno que se produce 3.500 años después del éxodo mencionado en la Torá. Ese hecho sin precedentes es el que ha permitido los “milagros” antes citados.
Estos extraordinarios acontecimientos se han producido, en buena medida, gracias a la solidaridad y cohesión del pueblo judío a nivel planetario que, por encima de diferencias y diversidad en la práctica religiosa y posiciones políticas personales, ha dado su apoyo irrestricto al Estado judío como principal prioridad. Es por esa razón que las rivalidades entre diferentes denominaciones religiosas dentro del judaísmo son tan peligrosas e indeseables y deben evitarse a toda costa.