Moshé Rabeinu tiene la palabra.
Todos conocemos el propósito principal del último libro, Devarim (Deuteronomio), de ser una gran lista de reproches sobre los deslices del pueblo judío, todos sucedidos durante lo que debió ser el clímax de su relación con Dios: su trayecto por el desierto.
En ese período, la preocupación no tenía cabida. Alimentación asegurada día a día, vestido y calzado sin necesidad de renovarlo o cambiarlo. En fin, disponían de todo el tiempo para la reflexión y el refinamiento espiritual, estudiar Torá, y contemplar los enormes favores de Dios hacia ellos, tanto en la salida de Egipto, como durante su paso por el desierto.
Una de las primeras críticas que Moshé hizo a su pueblo fue el haber olvidado que Dios mismo los conducía y resguardaba de forma excepcional. “Y en el desierto el cual contemplaste, en el cual El Eterno tu Dios te llevó a cuestas así como un padre toma a su hijo, durante todo el trayecto el cual caminaste hasta llegar a este lugar. Y en este asunto ustedes no creyeron en el Eterno” (Devarim 1, 31-32).
La amonestación no es muy clara. En varias ocasiones Israel muestra una falta de confianza en Dios, pero ¿qué tan grave puede ser el creer firmemente que Él nos conduce efectivamente por el desierto, pero no como un padre llevando en hombros a su hijo?
En este punto se revela un gran fundamento que nos dará luz para entender gran parte de nuestras desgracias, así como el antídoto para evitarlas, o poder enfrentarlas.
Es ampliamente conocida la existencia de una inclinación natural hacia lo mundano, a todo lo que tiende al deterioro material. A este estímulo se le llama yétzer ha-rá (mal instinto). No obstante, y a pesar de su mal nombre, este instinto no es del todo malo. Rabeinu Bajie, en su libro Jovot Ha Levavot, aclara que esta fuerza interna es necesaria, incluso vital, para que el hombre pueda subsistir en el mundo; sin ella, prácticamente seríamos una de tantas especies en extinción.
El ser humano, orgullo de la creación, se encuentra en un dilema. Por un lado sus instintos animales lo atraen a comportarse como tal, y por otro la conciencia de su cercanía al Creador lo hace rechazar cualquier tipo de humillación; no tolera subyugarse a sus bajas inclinaciones. El yétzer ha-rá, para vencer nuestro orgullo humano, nos intenta convencer de que en realidad no somos tan importantes como pensamos, y no somos diferentes a las demás criaturas. A veces nos logra persuadir de no ser más que simples trapos viejos… así todo sería permisible.
En varias ocasiones Am Israel cayó ante este instinto, y de cada una de ellas debimos aprender. Mas un solo detalle puede concertarlo todo: Tener siempre presente que nuestra importancia se eleva por encima de cualquier ser sobre la tierra, pues Dios mismo nos realza y protege como un padre.
Esa fue la reprimenda que Moshé puso en cara frente a todo Israel: si estuvieran conscientes de Quién los conduce, no solamente por el desierto sino a través de la historia, no permitirían que ningún tipo de inclinación animal los sometiera. Ustedes no creyeron que, efectivamente, Él los lleva a cuestas, y que su elevación e importancia trasciende todos los niveles mundanos ¡Tremendo error!
Un año pasó y nos encontramos de nuevo con Tishá BeAv. ¡Cómo desearíamos revertir todas las desgracias que pasamos! Contemplar de nuevo el esplendor del Templo, y el honor de Dios reflejado en él.
Debemos saber que lo que nos llevó a tan desdichada situación no es más que la falta de conciencia de nuestra importancia real. El Creador del Universo nos da existencia como pueblo, y hemos logrado llevar Su mensaje a todos los rincones del mundo.
Recordar y enlutarnos el 9 de Av por la destrucción de los Templos significa volver a palpar nuestra grandeza, elemento básico para dominar nuestros bajos instintos, permitiéndonos así florecer en todo ámbito espiritual.
Shabat Shalom