Deborah Lipstadt*
En un mes de terribles ataques antisemitas, incluido el apuñalamiento de varias personas durante una celebración de Janucá en la casa de un rabino en Monsey, Nueva York, la noticia que más me deprimió no fue la violencia. No fue lo hecho a los judíos, sino lo que hicieron los judíos. Una sinagoga en los Países Bajos ya no publica los horarios de sus servicios de oración; si uno desea participar en un servicio debe conocer a alguien que sea miembro de esa comunidad.
No me malinterpreten. Estoy furiosa por los múltiples asaltos que culminaron en el ataque de Monsey, que fue el peor desde los asesinatos en Jersey City, que, menos de tres semanas antes. En Europa y Estados Unidos, los judíos han sido asaltados repetidamente en la calle. Las lápidas de un cementerio fueron profanadas en Eslovaquia. En Londres pintaron graffiti antisemitas en sinagogas y tiendas de propiedad judía. Un diario belga acusó a un legislador judío de ser espía de Israel. Una ciudad polaca se negó a colocar pequeñas placas de bronce para conmemorar a las víctimas del Holocausto. En Italia, la ciudad de Schio hizo lo mismo porque, dijo el alcalde, esas placas crearían «división» (¿”división” para quién?).
Esta intolerancia proviene de extremistas de derecha, izquierdistas progresistas y otras minorías que, ellas mismas, son a menudo objeto de persecución. Los antisemitas parecen pensar que esta es temporada abierta para atacar a los judíos. Y tal vez, dados los muchos incidentes, tienen razón.
Entonces, ¿por qué la noticia de que una sinagoga en los Países Bajos dejó de publicar el horario de los servicios me perturba más que todo lo demás? Porque es una prueba de que el antisemitismo está llevando a los judíos a la clandestinidad en Occidente. Desde hace algún tiempo, muchos judíos que usan kipá han adoptado la costumbre de colocarse gorras de béisbol cuando visitan Europa. Los jóvenes lo piensan dos veces antes de usar camisetas con la bandera israelí cuando deambulan por las calles de París, o antes de llevar una mochila con el nombre de su grupo juvenil judío en un lugar destacado. Hace varios años, conocí a una mujer judía de Bruselas que me dijo que le había pedido a sus hijos adolescentes que no usaran sus cadenas con estrellas de David en público; ella reconoció que estaba avergonzada de habérselos pedido, pero se sintió aliviada cuando ellos estuvieron de acuerdo.
Durante un viaje a Berlín, un amigo me dio instrucciones para llegar a una sinagoga apartada. Después de algunas explicaciones complejas, agregó que si me perdía, debería buscar policías en la calle con metralletas. «Eso», señaló, «sería la entrada a la sinagoga». Pero también podría buscar hombres con gorras de béisbol y seguirlos: «te llevarán a la sinagoga». Me perdí, y según las instrucciones seguí a algunos hombres con gorras de béisbol. Me sentí aliviada cuando vi a la policía. Encontré la sinagoga.
Automercado judío de Jersey City en el que tres personas fueron asesinadas el 10 de diciembre pasado.
(Foto: nj1015.com)
Durante muchos años, los judíos han sabido que cuando visitan una sinagoga europea deben traer su pasaporte y esperar que los guardias los interroguen en la puerta. Ahora llamo con anticipación para que una sinagoga sepa que voy, y eso no siempre garantiza la entrada. Hace unos años, me rechazaron en una sinagoga de Roma.
Los judíos han estado viviendo a la defensiva durante mucho tiempo. Pero cuando una sinagoga, como medida de precaución, decide no publicar el horario de sus servicios, hemos alcanzado un nuevo nivel. En la España del siglo XV, muchos judíos buscaron protegerse de la persecución convirtiéndose al Cristianismo, pero mantuvieron en secreto sus prácticas judías. Encendían las velas de Shabat en el interior de sus hogares donde nadie los podía ver, y evitaban comer carne de cerdo o mariscos. Se convirtieron en lo que los españoles llamaron marranos, un término degradante. Algunos judíos convertidos no mantuvieron las tradiciones; esto, por supuesto, no garantizaba su seguridad cuando la Iglesia, las autoridades estatales y las turbas buscaban marranos para perseguirlos.
Uso el término, aunque de mala gana, porque refleja lo que estoy viendo hoy. La mayoría de los estudiantes judíos en los campus estadounidenses no han sido objeto de actos de discriminación o abuso verbal, pero muchos de ellos sienten que tienen algo que perder si se identifican abiertamente como judíos. Si están activos en Hillel, la organización estudiantil judía, se les puede prohibir informalmente participar en causas progresistas como a favor de la igualdad racial y LGBTQ, la mitigación del cambio climático y la lucha contra la agresión sexual. Aquellos que desean ser elegidos para el gobierno estudiantil están aprendiendo a limpiar sus curricula de actividades abiertamente judías o pro-israelíes. No están abandonando su identidad judía; la están escondiendo. Se han convertido en marranos.
Cuando los judíos sienten que es más seguro ir a la clandestinidad, algo está terriblemente mal. Mal para ellos y, aún más, mal para la sociedad en la que viven. Los judíos han tomado y toman el antisemitismo muy en serio. Los no judíos deberían hacer lo mismo. Deben hacerlo no solo por el bienestar de sus vecinos, amigos y conciudadanos judíos (aunque eso sería loable); deben hacerlo por el bien de las sociedades en las que viven. Ninguna democracia saludable puede permitirse tolerar el antisemitismo en su medio. Tal es uno de los signos de podredumbre a largo plazo de esa democracia. Si les importa la democracia, deben preocuparse por los judíos que viven entre ustedes y por los antisemitas también.
Profesora de historia del Holocausto en la Universidad Emory.
Recientemente publicó su obra Antisemitism: Here and Now (Antisemitismo, aquí y ahora).
Fuente: The Atlantic. Traducción NMI.