David fue un gran hombre, mucho mejor que yo. Su zejut fue de tal nivel que sé perfectamente que para mí resultará imposible alcanzarlo alguna vez. Nunca nos entendimos bien del todo. Su corazón y el mío estuvieron enfrascados en una extraña y tonta pugna. Tal vez por eso se me dificulta ahora escribir acerca de él.
Fue jajam y fue Tzadik. Sabía de Torá, sabía de Halajá, leía el Séfer, tocaba el shofar, y con inigualable y admirable fervor se dedicaba a dar shiurim. Pienso que eso es precisamente lo que en verdad lo hacía feliz.
Ciertamente fue un Tzadik, pues a pesar de todo me trató siempre con una consideración mayor a la que merezco. En lo posible trató de ser amable conmigo, y lo consiguió. Recuerdo bien el Shabat en el que murió, aunque era ya domingo por la mañana cuando lo supe. Para mí fue un Shabat desagradable. Me encontraba en la que fue mi querida sinagoga de Maripérez, y ya eran más de las 8:30 de la mañana (el rezo de Shabat comienza a las 8), y no había minián. Entonces se tomó la decisión de interrumpir el rezo hasta que llegase la gente. Y todo el mundo sabe que los rezos no deben ser interrumpidos, y menos aún en Shabat. Según los Mekubalim es motivo de desgracia (Lo Alenu). Y qué gran desgracia, David murió aquel Shabat.
Y este es uno de los principales motivos por los cuales he decidido no asistir más a Maripérez. Me reservo los otros motivos, pues fácilmente caería en el terreno de la mezquina habladuría.
Querido David, te pido perdón: Mejilá, mejilá y mejilá. Estoy seguro de que ahora te encuentras a la derecha de Hashem explicando e ideando, con pasión, alguno de aquellos fantásticos jidushim que como por arte de magia se multiplicaban aceleradamente en tu mente privilegiada. Amigo David, te quiero mucho.
Un gran abrazo. Patrick.