Cnaan Liphshiz*
C uando era niño, los viajes para visitar a mi familia en Bruselas me permitían saborear la libertad. En mi Israel nativo, oleadas de terrorismo palestino me mantenían bajo constante supervisión materna. El temor a las bombas colocadas frecuentemente en autobuses limitaban mis excursiones a distancia de bicicleta.
En contraste, en las tranquilas calles de la capital belga yo podía deambular a placer entre la arquitectura medieval y los rascacielos de acero y cristal. Incluso viajar en tranvía con mi primo Eli era emocionante. Me parecía que los rieles se extendían al infinito, y tenía la emoción adicional de ser sorprendido sin boletos, los que nunca nos molestábamos en comprar.
El pasado 22 de marzo, una serie de explosiones mató a 31 personas, 14 de ellas en el aeropuerto de Zaventem y las otras 17 en una de las estaciones del metro que Eli y yo acostumbrábamos usar. “La ansiedad es terrible”, me dijo mi tío, el papá de Eli, quien narró que había hecho un rápido conteo de familiares tras enterarse de los ataques. “Pero igual de horrible es que estos atentados te reducen a sentirte feliz de que murieran extraños que nunca conociste, y no tus propios parientes o amigos”.
“Nosotros somos el objetivo ahora: filósofos, activistas contra el racismo, periodistas, policías, la gente de este restaurante”
En una visita a Bruselas a principios de ese mismo mes, yo ya había percibido el cambio. La ciudad ya no se sentía tan libre. Durante una firma de libros del filósofo judío Alain Finkielkraut, me impactó ver que el autor estaba acompañado por un guardaespaldas; fuera del edificio hacía guardia una docena de policías. ¿No era esta una sobrerreacción al asesinato de cuatro personas en el Museo Judío en mayo de 2015?, le pregunté a Joel Rubinfeld, dirigente de la Liga Belga contra el Antisemitismo. “Nosotros somos el objetivo ahora: filósofos, activistas contra el racismo, periodistas, policías, la gente de este restaurante”, respondió.
En un suburbio del sur de Bruselas la tarde del atentado, el rabino Shalom Benizri aún esperaba noticias de sus seres queridos cuando llamé a su casa. Una sobrecarga había colapsado el sistema celular, dejando a miles de personas sin la posibilidad de comunicarse. Benizri, quien fue líder de una comunidad sefardí del centro de Bruselas antes de que sus miembros se mudaran debido a la criminalidad rampante en esa área de elevada población musulmana, recordó el ataque al museo. “Nosotros éramos el objetivo entonces, pero ahora todos son el objetivo”, dijo, como haciéndose eco de Rubinfeld.
Durante el atentado, Benizri estaba en el aeropuerto para abordar un vuelo a Israel, donde viven varios de sus hijos. Cuando se desató el caos y cientos de personas huyeron del humeante edificio, él regresó a su automóvil y se dirigió a su casa. Encerrado allí —una precaución que probablemente requieren, sobre todo, los rabinos ortodoxos como él—, Benizri me comentó que se cuenta entre los judíos que no ven un futuro para sus familias en Bélgica. “Existe una enorme preocupación, no solo entre gente como yo, sino también entre los judíos no observantes”, me dijo. “En cuanto a mí, mis maletas están empacadas para marcharme”.
Deseándole un feliz Purim colgué el teléfono, con un pesado sentimiento sobre lo que está ocurriendo con una ciudad que amo, y que se sitúa a solo 130 kilómetros de Ámsterdam, donde vivo ahora con mi esposa y mi bebé de cuatro meses. En un intento por determinar cuándo se salieron las cosas de control en Bélgica y en Europa Occidental en general, recordé una conversación que tuve con mi primo Eli hace 20 años en una estación del metro de Bruselas.
Consciente de un incipiente aumento de la violencia antisemita sobre la que yo, como extranjero, estaba ajeno, Eli me pidió que lo llamara “Ile”, anagrama de su nombre, cuando estuviésemos en la calle. Quizá debí haber entendido entonces.
*Columnista
Fuente: The Times of Israel. Traducción NMI.