La semana pasada cayó el gobierno de Naftali Bennett y Yair Lapid. El primer ministro tomó la decisión, ya inevitable, de pedir la disolución del Parlamento, antes que caer por la acción de la oposición. Esta iniciativa permite cumplir el acuerdo de Bennett con Lapid, de manera que el segundo acceda al cargo de primer ministro hasta tanto se efectúen elecciones.
Lo sucedido era de esperarse, por varias razones. Una coalición de ocho partidos que cubren todo el espectro político e ideológico, difícilmente no se trabe en temas que no sean absolutamente pragmáticos. Y en estos temas, los de corte pragmático, el gobierno funcionó bastante bien: logró pasar el presupuesto, atendió la crisis de la pandemia, siguió con los Acuerdos de Abraham, se ocupó de la ola de terror que tuvo un peligroso pico, mantuvo el frente de Gaza bajo control, asumió una posición firme frente al tema de Irán.
Bennett era la bisagra que podía unir a izquierdas y derechas en una coalición cuyo factor común fue impedir la permanencia de Benjamín Netanyahu en el poder. Con un escaso número de bancas en el parlamento, tenía la llave maestra para ser primer ministro a costa de ciertas concesiones a su ideología, pues se aliaba a partidos con posiciones diametralmente opuestas en temas de religión y Estado, en fórmulas para resolver el conflicto palestino-israelí, en concepciones territoriales del Estado. Bennett y Lapid tuvieron el coraje para algunos, la osadía para otros, de contar en su coalición de gobierno con el partido árabe Raam. Este último hecho, junto con ser el primer jefe de gobierno observante y con solideo en la cabeza, y con menos tiempo en el cargo, resultaron en récords históricos para la coalición.
En un largo año de funciones, los egos de cada uno de los personeros de cada partido estallaron con frecuencia. Cada partido y cada persona de la coalición podía tumbar al gobierno. Cada jefe de partido era un primer ministro desde su ministerio en funciones. Bennett no tenía el tiempo suficiente para atender sus funciones de Estado y además dedicarse a la política pequeña para ocuparse de los propios miembros de su facción y la de otros aliados.
Yair Lapid será el nuevo primer ministro de Israel hasta que se realicen las elecciones, a finales de octubre o principios de noviembre
(Foto: AP)
Contar con un partido no sionista en la coalición, y que ese partido fuera estrictamente necesario para mantener la misma, era una bomba de tiempo que estallaría en cualquier momento. Para compensar una eventual votación necesaria para el interés nacional que contraviniera los principios ideológicos de Raam, se necesitaba de una oposición con la que no había puentes tendidos.
Avanzar en temas delicados de la agenda nacional de Israel, en aquellos donde hay posiciones fuertes y enfrentadas, era imposible. Se hizo el intento y se demostró la viabilidad de sentar en una misma mesa a personas y grupos con ideas e intereses distintos, pero se llega el punto en que los desacuerdos son insalvables. No es lo mismo un gobierno de unidad nacional que atiende una coyuntura y tiene un sólido compromiso, que una coalición variopinta enfrentada a un bloque opositor de fuerza política y electoral similar.
Cada día que trascurría en esta cadencia de Bennett era un milagro. Cada moción en el Parlamento, una aventura. El clima de convivencia entre gobierno y oposición se enrareció en forma alarmante. Las sesiones del Parlamento podían resultar bochornosas.
Rescatando lo positivo, ha de alabarse el mecanismo democrático que permite ir a elecciones, buscar una nueva fórmula de gobierno. El primer ministro Naftali Bennett demostró en su gestión, y en su despedida, una caballerosidad poco común en la dura y algo tosca política israelí. No importando las dificultades y el ambiente del Parlamento, el país y sus instituciones, con sus altos y bajos, funcionó.
Queda por delante un largo e intenso trecho hasta unas elecciones que vislumbran, una vez más, resultados reñidos. Esperamos que los políticos de turno asuman la responsabilidad ciudadana de mantener un debate de altura, pues resulta preocupante y peligrosa la virulencia de las declaraciones de muchos de ellos.
La caída del gobierno resultó la crónica de una muerte anunciada. Esperemos que las nuevas elecciones, precedidas de una dura campaña electoral, no resulten en otra crónica de muerte anunciada.