Irving Gatell*
En el marco de la controversial reforma judicial que pretende echar a andar el actual gobierno israelí, hay una serie de cosas que debemos tener en cuenta a la hora de debatir sobre qué es la democracia.
La democracia no es simplemente organizar elecciones. Regímenes autoritarios, como el de la ex-URSS, los organizan sistemáticamente, y eso no los hace demócratas. Tampoco es “el gobierno de las mayorías”. Esa es una frase ambigua en la cual, lamentablemente, pueden introducirse cualquier cantidad de prácticas discriminatorias.
La democracia es, en esencia, el ejercicio del poder con contrapesos; o, si se prefiere, el ejercicio del poder repartido. Otro enfoque es que se trata de destruir o imposibilitar el ejercicio del poder absoluto.
En breve, un sistema democrático es aquel en donde nadie —ni un individuo, ni un grupo— ejerce todo el poder, o ejerce una cuota desmesurada de poder.
En todo régimen democrático, cualquier persona que tenga poder (mucho o poco) debe estar sometida a una serie de contrapesos legales e institucionales que puedan ponerle un alto, corregirlo, escrutarlo, juzgarlo y, si es necesario, sancionarlo.
Este poder repartido comienza con la propia estructura del gobierno, pero se extiende a organismos que deben estar en manos de la ciudadanía y funcionar de manera completamente autónoma. Por ejemplo, siempre es preferible que los procesos electorales los organice una institución que no dependa de ninguna instancia de gobierno; la fiscalización de los funcionarios públicos o de los políticos también debe ser totalmente autónoma; los comités que marcan la ruta a seguir de las instituciones científicas, lo mismo.
Una de las numerosas y multitudinarias protestas contra la reforma judicial que están teniendo lugar en Israel
(Foto: Ynet)
En el área del gobierno, la división tradicional es la que contempla que el Poder Judicial, el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo funcionen de manera independiente, y unos puedan ser contrapeso de los otros, de tal manera que ninguno tenga más poder que los demás.
Por supuesto, no hay un modelo único para implementar estos equilibrios. Varios países europeos conservan sus monarquías, pero son completamente democráticos. ¿Cómo es posible que un rey —por ejemplo, Felipe VI— sea democrático? Sencillo: él no es quien ejerce el poder, y menos aún el poder absoluto. Es apenas un eslabón en la estructura política española, así que se puede discutir largo y tendido si acaso las monarquías tienen sentido en el siglo XXI, pero no se puede acusar que, en ese caso en particular, sean antidemocráticas.
En Israel, el Poder Ejecutivo no está en el mismo nivel que los poderes Legislativo y Judicial. Israel es un caso en el que el gobierno real lo ejerce el parlamento o Knesset (muy al estilo inglés). Es el primer ministro el que encabeza el gobierno, que se conforma de una coalición mayoritaria de los diputados de la Knesset. Entonces, el verdadero contrapeso a dicho poder es la Corte Suprema, cabeza del Poder Judicial.
Equilibrar ambos polos no es sencillo.
Hay dos riesgos posibles: que el desequilibrio se decante hacia el Poder Legislativo, o que se decante hacia el Poder Judicial.
Los valores democráticos entran en crisis en el momento en el que una Corte Suprema carece de herramientas para poner frenos a las decisiones del Poder Legislativo, o en el momento en que una Corte Suprema puede actuar de manera arbitraria y sin posibilidades de apelación.
Lo que no debe suceder, de ningún modo, es que uno de los tres poderes siempre quede sometido a las decisiones de cualquiera de los otros dos. De allí que se insista en que la Corte Suprema solo se debe dedicar a juzgar que las leyes que se promulgan se sujeten a los valores constitucionales (o de la máxima ley vigente en el país), y que las decisiones que se toman se sujeten, a su vez, a lo que dictan las leyes. A la Corte Suprema le corresponde juzgar, no gobernar.
Los valores democráticos entran en crisis en el momento en el que una Corte Suprema carece de herramientas para poner frenos a las decisiones del Poder Legislativo, o en el momento en que una Corte Suprema puede actuar de manera arbitraria y sin posibilidades de apelación
Por su parte, el Poder Legislativo tiene la responsabilidad de promulgar leyes o tomar decisiones que siempre se ajusten al espíritu de las leyes que ya existen. Se pueden hacer reformas, claro está. Pero cuando las reformas sean de mayor calado, deben contar con mayor apoyo en todos los poderes del Estado. Para ello funciona muy bien la diferenciación entre mayorías simples y mayorías calificadas; la mayoría simple es fácil de definir: la mitad más uno. Generalmente, la mayoría calificada se define como la que se logra con dos terceras partes de los votos.
Estos principios deben aplicarse tanto en el Poder Legislativo como en el Judicial. En temas que pueden ser meras cuestiones de criterio, o decisiones que no alteran las leyes tal y como se conocen, la mayoría simple puede ser suficiente para fundamentar una decisión de la corte o del Parlamento. Pero cuando se trata de temas de gran interés, o proyectos que implican reformar las leyes vigentes, es preferible que la mayoría sea calificada. De lo contrario, los cambios trascendentales ponen en tela de juicio la legitimidad de las decisiones.
El reto que Israel enfrenta con el proyecto de reforma judicial propuesto por el nuevo gobierno es relevante, y va a dar mucho de qué hablar. Lo importante será vigilar que ninguna de las decisiones que se tomen ponga a ningún poder en desventaja frente al otro. Esa es la única ruta para que la democracia israelí conserve la que, sin duda, es la mayor virtud de cualquier sistema democrático: la capacidad de corregirse a sí misma.
*Columnista sobre temas de política, música y Teología.
Fuente: Enlace Judío.
Versión NMI.