Al centrarnos únicamente en la amenaza inmediata de las protestas, corremos el riesgo de repetir el error que hemos cometido durante las últimas décadas: no enfrentar adecuadamente el ataque sistemático a nuestra historia
Yossi Klein Halevy*
¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cómo es posible que Israel, y no el islamismo radical, se convierta en el villano de las universidades liberales? ¿Que miles de estudiantes estén coreando “del río al mar” incluso después de que la masacre de Hamás reveló las implicaciones genocidas de ese eslogan? ¿Que el estallido más apasionado de activismo estudiantil desde la década de 1960 esté dedicado a deslegitimar la historia de triunfo sobre la aniquilación del pueblo judío?
Esto no ocurrió en el vacío. Las fuerzas antisionistas en el mundo académico han estado preparando el terreno durante décadas, desmantelando sistemáticamente la base moral de cada una de las etapas de la historia sionista e israelí.
El ataque comenzó contra los orígenes mismos del sionismo, que pasó de ser la historia de un pueblo desposeído que se volvió a radicar en su antigua patria a convertirse en una expresión sórdida del colonialismo europeo (el regalo de Europa a los judíos después del Holocausto: entregarnos la factura de sus pecados).
Luego, el nacimiento de Israel en 1948 se redujo a la Nakba o “catástrofe”, una narrativa palestina de total inocencia que ignora la limpieza étnica de los judíos de todos los lugares donde los ejércitos árabes obtuvieron la victoria, y el posterior desarraigo de toda la población judía del mundo musulmán. Después de 1967, Israel fue presentado como un Estado de apartheid: se convirtió al sionismo —un movimiento multifacético que representa a los judíos de todo el espectro político y religioso— en una ideología racista, y se redujo un conflicto agonizantemente complejo a un simple juego de pasión medieval sobre la “perfidia judía”.
Y ahora, con la guerra de Gaza, hemos llegado al engaño del “genocidio”, el punto final del proceso de deslegitimación.
Un estudiante ondea una bandera palestina sobre el edificio Hamilton Hall en el campus de la Universidad de Columbia, Nueva York
(Foto: The Times of Israel)
Para convertir a Israel en el archicriminal del mundo se requieren tres formas de desfiguración. La primera es borrar la conexión entre la tierra de Israel y el pueblo de Israel; en la narración antisionista del conflicto, una conexión de 4000 años que ha sido el corazón de la identidad y la fe judías es irrelevante, si no es directamente inventada por los sionistas.
La segunda es borrar la historia de guerra implacable contra Israel, colocando sus acciones bajo un microscopio, mientras se minimiza o se ignora por completo la agresión de sus enemigos. Nunca hay contexto alguno para las acciones de Israel. Solo borrando las atrocidades de Hamás se puede convertir a Israel en el villano de esta guerra.
Al centrarse en las acciones de Israel y desestimar las de Hamás, los manifestantes universitarios están dando cobertura al negacionismo del 7 de octubre. Esta es una nueva versión del negacionismo del Holocausto que prevalece en algunas partes del mundo musulmán: “las atrocidades no ocurrieron, ustedes las merecían y las vamos a volver a cometer una y otra vez”.
En un viaje reciente a Nueva York, mientras caminaba por Broadway en el Upper West Side, vi docenas de carteles destruidos de los israelíes que permanecen secuestrados. En lugar de arrancarlos, los vándalos habían tachado los rostros: una desfiguración literal, y una perfecta metáfora del asalto antisionista a nuestro propio ser.
Esta es una nueva versión del negacionismo del Holocausto que prevalece en algunas partes del mundo musulmán: “las atrocidades no ocurrieron, ustedes las merecían y las vamos a volver a cometer una y otra vez”
La tercera desfiguración es suprimir la historia de las ofertas de paz presentadas o aceptadas por Israel, y rechazadas sin excepción por la parte palestina. Ningún ofrecimiento —un Estado palestino independiente en Cisjordania y Gaza, una nueva división de Jerusalén, el desmantelamiento de docenas de asentamientos— ha sido aceptable para ellos. Es difícil pensar en otro movimiento nacional que represente a un pueblo apátrida y que haya rechazado más ofertas de autodeterminación que los dirigentes palestinos.
La facilidad con la que los antisionistas han logrado presentar al Estado judío como genocida, sucesor de la Alemania nazi, marca un fracaso histórico de la educación sobre el Holocausto en Occidente.
Este momento requiere un replanteamiento fundamental de los objetivos y la metodología de la educación sobre el Holocausto. Al enfatizar demasiado las necesarias lecciones universales del Holocausto, muchos educadores equipararon con demasiada facilidad el antisemitismo con el racismo genérico. La intención era noble: hacer que el Holocausto fuera relevante para una nueva generación. Pero en el proceso, a menudo se perdió la lección esencial del Holocausto: la singularidad no solo del evento en sí sino del odio que lo hizo posible.
El antisemitismo no es simplemente el odio a los judíos como “el otro”, sino la recategorización de los judíos, es decir, convertirlos en el símbolo de lo que una determinada civilización define como sus cualidades más repugnantes. Para el cristianismo antes del Holocausto, el judío era el asesino de Cristo; para el marxismo, el capitalista supremo; para el nazismo, el profanador de la raza. Y ahora, en la era del antirracismo, el Estado judío es la encarnación del racismo.
La educación sobre el Holocausto tenía como objetivo, en gran parte, proteger al pueblo judío de una recurrencia del antisemitismo que reduzca a los judíos a símbolos. Sin embargo, el movimiento para convertir a Israel en la nación criminal del mundo surge de una generación que fue criada con conciencia del Holocausto, tanto en la educación formal como en las artes. Y algunos antisionistas justifican esta última expresión del antisemitismo de los símbolos como un homenaje a “las lecciones del Holocausto”.
A diferencia del régimen iraní, que intenta torpemente negar la historicidad del Holocausto, los antisionistas occidentales entienden intuitivamente que cooptar e invertir el Holocausto es una forma mucho más eficaz de neutralizar su impacto
A diferencia del régimen iraní, que intenta torpemente negar la historicidad del Holocausto, los antisionistas occidentales entienden intuitivamente que cooptar e invertir el Holocausto es una forma mucho más eficaz de neutralizar su impacto.
Muchos, quizás la mayoría, de los manifestantes del campus probablemente no sean antisemitas. Pueden tener amigos judíos o ser judíos ellos mismos. Pero eso es irrelevante: están permitiendo un momento antisemita. Lo que está bajo ataque es la integridad de la historia judía de mediados del siglo XX, de un pueblo que rechaza la autocompasión del victimismo y cumple su sueño más improbable: renovarse, en su vejez destruida, en la tierra de su juventud. El paso del punto más bajo que los judíos han conocido a la recuperación del poder y la confianza en sí mismos es una de las hazañas de supervivencia más sorprendentes, no solo de la historia judía sino de la historia mundial. Es esa historia la que está siendo distorsionada, trivializada y demonizada en las universidades liberales.
Recientemente completé una gira de conferencias por algunos de los campus más problemáticos desde el punto de vista judío, desde Columbia hasta Berkeley. En reuniones con estudiantes judíos, me hablaron repetidamente de una atmósfera generalizada de hostilidad hacia Israel, incluso entre muchos estudiantes que de otro modo serían apolíticos. Si bien las protestas son una amenaza inmediata al bienestar judío en las universidades, el problema mucho más profundo es el impacto de la campaña antisionista, que vincula el nombre “Israel” con el racismo y el genocidio. Los manifestantes vulgares son una pequeña minoría, pero están moldeando las actitudes de toda una generación.
Al centrarnos únicamente en la amenaza inmediata de las protestas, corremos el riesgo de repetir el error que hemos cometido durante las últimas décadas: no enfrentar adecuadamente el ataque sistemático a nuestra historia.
Estamos perdiendo una generación, pero aún no la hemos perdido. Al igual que otros movimientos radicales, el antisionismo podría ir demasiado lejos en su ira, alienando potencialmente a la mayoría. Quizá ese proceso ya haya comenzado.
Lo que está bajo ataque es la integridad de la historia judía de mediados del siglo XX, de un pueblo que rechaza la autocompasión del victimismo y cumple su sueño más improbable: renovarse, en su vejez destruida, en la tierra de su juventud
El desafío de nuestra generación es defender la historia que heredamos de la generación de los sobrevivientes. Necesitamos contar esa historia con credibilidad moral, en toda su complejidad, reconociendo francamente nuestros defectos incluso mientras celebramos nuestros éxitos, reconociendo la narrativa palestina incluso cuando insistimos en la integridad de la nuestra.
Necesitamos desesperadamente nuevas estrategias para contrarrestar el ataque antisionista. Un buen comienzo sería la creación de un grupo de expertos, compuesto por activistas comunitarios, rabinos, periodistas, historiadores y especialistas en relaciones públicas, que ideara respuestas inmediatas a la crisis actual y una estrategia a largo plazo, emulando la paciente experiencia de décadas de los antisionistas.
Los judíos somos una historia que nos contamos a nosotros mismos sobre quiénes creemos que somos; sin nuestra historia no hay judaísmo. Ya es hora de construir una defensa creíble de nuestra historia de mediados del siglo XX, que continúa sosteniéndonos como pueblo.
*Miembro principal del Instituto Shalom Hartman, donde es codirector, junto con el Imam Abdullah Antepli de la Universidad de Duke y Maital Friedman, de la Iniciativa de Liderazgo Musulmán (MLI).
Fuente: The Times of Israel.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.