E n la porción de la Torá que leeremos esta semana, después de que la nación hebrea pide comida a Moshé, este habla a Dios y luego menciona cuál fue la respuesta obtenida diciendo: “Esto es lo que ha ordenado el Señor: “Reúnan de cada uno según su capacidad de comer un ómer para cada persona, según el número de personas, cada uno para los que están en su tienda tomarán” (Éxodo 16:16).
La historia del maná revela, en apariencia, el lado “políticamente correcto” de Dios. Cada judío --hombre y mujer, anciano y niño, grande y pequeño-- recibió la misma porción de maná, exactamente un ómer [una medida antigua] del alimento celestial. La Torá relata que incluso si uno tomaba de más, al llegar a su tienda se daría cuenta de que solo tenía lo que se suponía debería haber recogido. Si por el contrario apartó para sí de menos, también percibió al llegar a su tienda que la medida estaba completa.
No es necesario consultar a un nutricionista para saber que diferentes personas tienen diferentes necesidades dietéticas, basadas en su edad, masa corporal, sexo, metabolismo, etc. ¿Es la distribución igualitaria de porciones de comida la manera en que Dios nos indica la equidad absoluta de toda la humanidad, aun a expensas del sentido común? ¿Hay acaso un significado más profundo al estricto racionamiento del maná?
En realidad, el Judaísmo es un terco defensor de diferentes roles para diferentes personas. Dios no creó a todos los hombres iguales; creó muchos tipos de personas, cada una perfectamente adecuada para cumplir su misión divina en este mundo. Sin embargo, existe un poderoso factor común que todos los judíos comparten: un alma divina. Si bien esta alma se expresa de manera diferente en diferentes personas, el núcleo divino del alma de cada judío es idéntico. Por lo tanto, esos rasgos que emanan de la misma esencia del alma judía son exactamente iguales en cada miembro de la nación hebrea. El maná representaba una de estas cualidades fundamentales del alma --la fe y la confianza incondicional en Dios-- y, por lo tanto, se asignaba uniformemente a cada judío, independientemente de sus necesidades nutricionales físicas.
Nuestros sabios explican que, además de los obvios beneficios de tener un “almuerzo gratis” durante cuarenta años, el maná también presentó a los judíos una oportunidad diaria para perfeccionar sus “habilidades” referentes a la fe. Poner las sobras de la cazuela con maná en el refrigerador para otra ocasión no estaba permitido. Todas las noches los israelitas veían un frigorífico y una despensa vacía; fuera de la ventana yacía una gran extensión de arena estéril y sin comida. La única fuente de esperanza era su fe en la bondad de Dios, la confianza de que, nuevamente, enviaría sustento del cielo.
Durante cuarenta años, la lista de compras de los judíos consistía en la fe en Dios. Su plan de pensiones era la fe en Dios. Su seguro era la fe en Dios.
Durante cuarenta años, la fe --característica del alma-- fue ejercida y pulida todos los días. El alma judía siempre poseía esta fe --un elemento básico del alma divina--, pero la “Experiencia maná” hizo evidente tal característica. Esa fe fue luego trasmitida a las generaciones futuras, proporcionándoles la capacidad de confiar en Dios, sin importar cuán vacías estuviesen la despensa o la cuenta bancaria.