Yo soy un baby boomer, que quiere decir “nacido en la generación de la abundancia”, simplemente en la posguerra, dentro de la ebullición económica de restitución de los derechos ciudadanos y los convenios internacionales formulados en Bretton Woods, la creación de las Naciones Unidas, el atrevimiento del rock, las fiestas de teenagers, los carros envenenados, el festival de Woodstock, en fin, con la mente centrada en ilusiones percibidas en el cine y el colegio.
Como evento trascendental fue declarada la independencia del Estado de Israel, hecho que propició un acercamiento ideológico hacia el judaísmo y la necesidad de nutrirnos más en las tradiciones. A tal efecto, la pequeña comunidad judía de Maracaibo contrató los primeros morim y se fundó el Colegio Bilú.
Nuestra generación perdió el tren de una educación formal judía, sin que ello nos alejara de la tradición en el hogar. En las casas de familias sefardíes, la costumbre de invitar a un huésped para el Kidush del Shabat fue mi primera experiencia para cumplir toda la ceremonia; asistía regularmente al servicio en la sinagoga, y después venía la cena. Los feligreses vestían sobriamente y era una ocasión propicia para estrechar vínculos de amistad. Comencé a apreciar esa nueva experiencia con familiares y amigos. Allí degusté la infaltable adafina en el almuerzo, compartiendo las anécdotas y recuerdos de sus vidas en Europa. La comunidad sefardí de Caracas tiene una tradición de larga trayectoria que se remonta a finales del siglo XIX, y evidencias de esa rica historia pueden apreciarse en el Museo “Morris E. Curiel”.
Durante mis estudios en la universidad y en mi ejercicio profesional, pasaba temporadas en Caracas, y fue allí donde conocí a Doris. Se hizo costumbre comer adafina en casa de su abuela; fui invitado a bodas y fiestas, y por primera vez a una berberisca (los hombres con jilaba y las mujeres con kaftán). Quedé impresionado por las danzas, el contorno y la delicadeza de sus manos —influenciadas por los ocho siglos de dominación de los moros en la Península Ibérica—, sus rostros maquillados y grandes ojos negros, sonrisas de pureza y feminismo, al ritmo de bongos al estilo árabe.
Me llamó poderosamente la atención la decoración de las mesas en Shabat, las flores, la platería y la alegría de los comensales; la vocación de pertenencia al pueblo judío; el amor a la Torá, encumbrada con las coronas de una majestuosa reina a la cual se rinde un absoluto respeto y devoción. Todo ello se traslada de la sinagoga al hogar, y allí con atinado respeto se lleva a cabo la bendición del vino, el pan y la solemnidad de la cena.
Hemos procreado, con el beneplácito de Hashem, dos hermosas hijas, mis yernos se han adaptado a las costumbres, y al sentarnos todos a la mesa regreso a mis años de juventud, preguntándome en silencio: “¿Qué hubiese sido de mí en otras circunstancias?”.
Recientemente asistimos a varias bodas con predominante influencia oriental. Tanto en la decoración como en los bailes, impresionan los círculos que forman las mujeres vestidas de kaftán; bailan con la gracia sumisa, y a la vez dominante, de la fiel compañera que procura a su hombre con expresiones corporales y miradas insinuantes. ¡Qué espectáculo!
En la festividad de Pésaj reunimos cuarenta comensales en mi casa. Describir la decoración es simplemente enumerar los objetos que conforman nuestra tradición, que sintetiza una belleza sobre la mesa. Lo impresionante fue la Kedushá, armonía y congenio de la familia.
Desafortunadamente, una tarde infeliz la decisión nos llevó a una separación definitiva. Los recuerdos sentimentales son como una luz que se apagó. Hoy deseo con todo mi corazón una recuperada felicidad, sea cual fuere el destino.