La reciente publicación por la Editorial Planeta de La señora Ímber. Genio y figura, libro de memorias de la inmortal artífice del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas escrito por el joven periodista Diego Arroyo Gil, dio motivo a esta conversación no poco reveladora que dibuja a tan controvertida personalidad.
Álvaro Mata
Fotografía Maxime Bendahan
L o primero es llegar a tiempo. La puntualidad es uno de los ejes de la vida de esta mujer. Son dos, y hasta tres, los relojes de muñeca que usa. Y lo segundo: ¿Qué preguntarle a una de las grandes entrevistadoras de este país? ¿Qué decir para no desmerecer ante semejante leyenda? ¿Cómo abordar a la mujer que acompañó las mañanas de mi infancia desde los televisores que mi padre y abuelo veían hipnotizados? ¿Cómo solapar la emoción inevitable de estar frente a Sofía Ímber? No solo llegamos a la hora, sino 10 minutos antes. Diego Arroyo, el responsable de este milagro que es La señora Ímber. Genio y figura, coincidió con nuestra entrada. Él la conoce muy bien, y sabe que pecar de impuntual con la Ímber es predisponerse a su agridulce ánimo.
Al entrar a la casa encontramos un emotivo museo personal, sin alharacas ni pretensiones, donde abundan piezas de sus amigos, y en el que ya Maxime Bendahan, nuestro fotógrafo, está haciendo lo suyo. Sin embargo, empapado en sudor —y eso que era una tarde particularmente fresca— confiesa que no ha sido un trabajo fácil. Y es que con la Ímber las cosas no suelen ser fáciles. Quizá por eso flota en el ambiente aquella frase de Lezama Lima: “Solo lo difícil es estimulante”.
Ante su presencia es imposible no sentirse intimidado. Además, estamos en la casa por donde caminó Carlos Rangel, esa otra leyenda de la intelectualidad venezolana; un hombre preclaro que atisbó el desastroso desenlace de la izquierda latinoamericana, y llamó la atención de Jean-François Revel, responsable de la primera edición, que fue francesa, del ya clásico Del buen salvaje al buen revolucionario. Afortunadamente, un título que aún se sigue publicando y que se sigue vendiendo muy bien, como siempre ha sido desde 1976.
“¡Basta! ¡No más fotos!”, dice la Ímber a nuestro sudoroso Maxime, por lo que pasamos a otra sala donde tendría lugar la entrevista que ahora sigue, café y galletas mediando, pues ella es toda una idishe mame: “Come otra galleta, ¡estás muy flaco!”. A continuación, comenzamos a hablar con “la intransigente”. Que los dioses nos sean propicios.
—¿Por qué decidirse a hacer este libro con Diego Arroyo?
—Yo conocía la obra de Diego, por eso cuando me dijeron que él me iba a hacer una entrevista larga, yo accedí. Pero yo no sabía lo que Diego iba a hacer, no sabía qué iba a escribir. Fueron tres años de trabajo, pero no me arrepiento: me encanta el libro.
—De todo su trabajo —periodístico (prensa, televisión y radio), el Museo, las obras de la Ciudad Universitaria— ¿cuál considera que es el más trascendental y por qué?
—Cada vez que hago un trabajo, le doy la misma importancia que al siguiente, o al que hice en el pasado. Yo trabajo con seriedad. De manera que me es muy difícil decir cuáles prefiero, porque en todos puse una cosa básica, que es el amor y el conocimiento de lo que estoy haciendo. Y eso se logra investigado continuamente para hacerlo lo mejor posible.
Sofía en gotas
Arturo Uslar Pietri.
Enrique Bernardo Núñez.
El Pompidou.
Eso es muy difícil.
El falso cuaderno de Narciso Espejo.
Del buen salvaje al buen revolucionario.
Mariano Picón Salas.
Llegar al vapor donde nos íbamos a venir, en Hamburgo, en 1930.
Las dos.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Guillermo Meneses.
Una perrita Yorkshire que se llamaba Chiquita, que duró conmigo mucho tiempo.
Como para muchos, el 18 de octubre de 1945.
—Usted ha dicho que, de alguna manera, impulsó a sus esposos Guillermo Meneses y Carlos Rangel a hacer el gran trabajo intelectual que nos han legado. ¿Qué vio en ellos para percatarse de todo lo que podían dar y que aún no habían dado?
—En toda pareja que se llame como tal, que se respete como tal, uno va empujando al otro. Sin duda alguna, yo trataba de que mi compañero trabajara bien, de que hiciera bien las cosas; y de esa misma manera, mi compañero me empujaba a mí también. Esa es mi noción de la pareja.
—Usted dice que le tocó vivir una época en la que estaba todo por hacerse, y, por tanto, la aprovechó e hizo. Si hoy, cuando todo parece que está por (re)hacerse, tuviera de nuevo 20 años, ¿por dónde empezaría?
—Yo no creo que hay que tener 20 años para hacer algo. Creo que para rehacer ahora cualquier cosa, no importa tener los 92 que tengo hoy. Es decir, yo estoy dispuesta a rehacer cualquier cosa y trabajo lo más posible para ello. A mi edad siento que estoy trabajando como si tuviera 20 o 30 años.
—“Los museos existen para que las personas hagan todo lo que se puede hacer con la mirada y la inteligencia”, dice usted en el libro. Observando nuestros museos hoy, desiertos de público, ¿podríamos decir que el venezolano está ciego y padece de abulia intelectual?
—El venezolano está muy ávido de ver cosas en los museos, lo que pasa es que los museos no han podido dar la respuesta que esa gente pide. Los estudiantes de la universidad, los del bachillerato del Estado, y aun los niños, deberían tener todos los días un lugar adónde ir, para ver, trabajar ahí mismo, porque en los museos se trabaja. En el caso de nuestro museo, el de Arte Contemporáneo de Caracas, los niños de San Agustín iban y trabajaban en talleres infantiles muy bien preparados; no era decir “vengan aquí y echen colores”, sino que teníamos a personas preparadas especialmente para trabajar con los niños. Es que hasta los ciegos tenían oportunidad de visitarnos.
—¿Qué hacer con nuestros museos, elefantes blancos, en este contexto tan agreste?
—Se necesitan personas idóneas que los conduzcan, personas que sepan de eso. Y además, de cierta manera, que el Estado permita que no haya censura. Entonces se podría pensar de nuevo en museos, galerías y todas esas cosas. Porque con censura no se puede hacer un museo.
—Dice usted que uno de sus grandes logros “ha sido saber mantener el equilibrio en un país que vive de perderlo”. Hoy, cuando las cargas están tan desbalanceadas, ¿cómo equilibrar el fiel de la balanza?
—Con eso quiero decir que no me gusta caer entre la gente que continuamente destruye el país con su lenguaje negativo, el cual no todo corresponde a la verdad; ni tampoco quiero caer entre aquellos que tienen grandes esperanzas, que viendo ciertos cambios piensan que todo va a ser maravilloso. Ni una cosa ni la otra. Si pudiéramos hacer un cambio hoy, mañana lo que habrá es alegría, pero no habrá un mejor país. El país no será mejor sino con mucho trabajo, y con mucho conocimiento de cada quien de lo que hace.
—“Los emigrados políticos de las revoluciones modernas son el grupo humano más trágico que pueda darse en el mundo”, escribió usted en Yo, la intransigente. Y sin duda sus palabras fueron premonitorias. ¿Cómo retratar hoy al montón de venezolanos regados por el mundo desde hace un par de décadas?
—Diría lo mismo, exactamente lo mismo.
—Como comunicadora de excepción, ¿qué balance hace del periodismo venezolano de hoy?
—¿Tú puedes escribir lo que quieres? ¿En donde quieres y como quieres? ¿Tú? No, ¿verdad? Con censura no se puede hacer la excelencia. Porque tú escribes una palabra y esa te la pueden borrar los otros.
—¿Qué puede decirnos de su hermana Lya?
—Mi hermana Lya era una maravilla. Yo siempre cuento esta historia. De pequeña me preguntaban: “¿Usted es hermana de Lya? ¡Qué bonita es Lya! ¡Qué inteligente es Lya! ¡Qué graciosa es Lya! ¡Tan diferente a usted!”. Lya era muy reposada, muy tranquila, muy dulce. La extraño mucho. Aunque no compartimos tanto, porque nos llevábamos 12 años, ella sabía estar bien conmigo, porque yo era una niña adulta. Un ministerkopf, como se dice en idish. Por lo tanto nos llevábamos bien.
El libro
La señora Ímber. Genio y figuraDiego Arroyo Gil. Prólogo de Boris Izaguirre.
Editorial Planeta de Venezuela. Caracas, 2016.
232 páginas.
—¿Habla usted idish?
—No sé idish, pero yo digo que no hay judío que no sepa un poco de idish. El ruso sí lo hablo más que el idish, y lo leo.
—¿Cuál recuerda como la mejor época de Venezuela?
—La época de Medina. Medina no tuvo ni un preso político. Él hizo unas leyes muy libres. Recuerdo haber visto caminar por aquí a Medina y a Arturo Uslar, sin un escolta, sin nada. Recuerdo haber visitado a Medina y a su esposa, Irma Felizola, “doña Rima” como él la llamaba, junto a Guillermo en Nueva York. Fue una conversación divina. Medina era lo que se llamaría en Francia un bonne home. Era un hombre carismático, de una gran sonrisa.
—¿Su relación con Betancourt tuvo algunos altibajos?
—¡Sí, yo le hice la vida imposible! Al principio, cuando yo era una cucarachita, una jovencita, donde podía le daba un pellizquito a Betancourt. Después pasó el tiempo, lo leí y lo conocí mejor, y entonces cambió mi percepción. Creo que fue un gran político. Carlos me ayudó a verlo. Una vez, al final de su vida, nos reunimos en Berna, y él me puso la mano en el hombro y me dijo: “¿Ahora qué piensas de mí?”. Y es que él no se olvidaba de aquella vez en que yo, siendo reportera, fui enviada a cubrir un acto oficial suyo; al terminar el evento hubo un agasajo, Betancourt agarró una copa de champaña y la trajo hacia a mí y me dijo: “¿Brindamos?”. Y yo le dije: “Yo no brindo con traidores”. Ya había pasado lo del golpe a Medina.
—¿Cómo vive su Judaísmo? ¿Cuál es su vínculo con él?
—Yo soy judía, pero no soy practicante. Mi vínculo con el Judaísmo es muy fuerte, me siento profundamente judía, y todo lo que sucede alrededor del Judaísmo lo siento como mío. Lógicamente tengo que sentirlo como mío porque soy judía, pero igual me sucede también con cualquiera que tenga dificultades. De hecho, el pueblo judío ha tenido tanta, tanta dificultad para existir, que eso me obliga a sentir mi Judaísmo como muy propio.
—¿Qué es la amistad para Sofía Ímber?
—Si hay un sentimiento básico en la vida del ser humano es saber ser amigo. Eso se aprende, y se practica.
—¿Qué es la vida para Sofía Ímber?
—No sabría decirte. ¿Qué es la vida para mí? La libertad.
—¿Y la muerte?
—Es algo por lo que tenemos que pasar todos, pero a mí no me agrada. Creo que a nadie le agrada, pero no se atreven a decirlo. Y yo le tengo mucho miedo.
—Fascinados como estamos por la lectura de este libro, uno quiere seguir leyendo más. ¿Leeremos La señora Ímber, Segunda Parte?
—Yo creo que Diego lo estaba pensando. Vamos a escribir un segundo libro que se podría titular Lo que no le conté a Diego (risas…). Y lo que no le conté a Diego no fue por callármelo, sino porque no me vino a la memoria. Pero lo que sí haremos, de haber una segunda edición, es ampliar ciertos episodios del libro con otros recuerdos, y agregar algunos agradecimientos, como a Arlette Machado.
En la trastienda con Diego Arroyo
—Fueron tres años trabajando junto a Sofía Ímber. ¿Hubo muchas “intransigencias” durante el proceso?
—Ninguna intransigencia. Exigencias muchas, pero intransigencias ninguna. Sabes que ese fue un error de Alicia Briceño, pues el título de la columna era “Yo, la exigente”, pero Alicia puso “Yo, la intransigente”, y Sofía lo dejó así. Y es verdad que ella era intransigente, en el sentido de que no transigía en que un entrevistado no respondiera lo que se le estaba preguntando. Aunque hay que decir que sí es intransigente con la impuntualidad.
—Luisa “La Nena” Palacios, Miguel Arroyo, Simón Alberto Consalvi, Nelson Bocaranda y ahora Sofía Ímber. ¿Qué hace que un joven como tú vuelva la mirada a tan importantes venezolanos?
—La verdad es yo mismo no lo sé. Pero creo que tiene que ver con un gusto mío por la memoria, y por conocer la historia de los hombres y mujeres que construyeron la Venezuela civil del siglo XX. Lo cual no quiere decir que yo desprecie lo militar; a mí me parece que hubo militares muy valiosos durante el siglo XX, comenzando por Isaías Medina, o Wolfgang Larrazábal, quien fue un héroe civil de la democracia a pesar de que era militar. De alguna manera he encontrado una familia moral en estos seres, quienes además han estado vinculados entre sí: en el libro de “La Nena” aparece Miguel Arroyo, en el libro de Miguel Arroyo aparece Consalvi, en el libro de Consalvi aparecen Bocaranda y Sofía, en el libro de Sofía aparece Consalvi, en el libro de Bocaranda aparecen Sofía, Consalvi y “La Nena”, en fin, todos se cruzan. De manera que Teresa de la Parra tenía razón cuando decía que la historia de Venezuela es una historia de familia; si no de sangre, que era a lo que ella se refería, al menos sí puedo hablar de una familia moral.
—¿Por qué la insistencia en el género biográfico?
—Quizá porque hacer perfiles es lo que mejor se me da como reportero, porque considero que soy un pésimo reportero de calle. Y porque la biografía me permite no solamente reconstruir una trama histórica, sino también acercarme a una complejidad sicológica, que es otra cosa que siento que otros géneros del periodismo no me dan. También porque se me ha impuesto. La cercanía con Consalvi, y el hecho de dirigir junto con él la Biblioteca Biográfica Venezolana, me hizo interesarme mucho en ese género, en el que descubrí una riqueza, que es una manera de aproximarse a la historia sin ser historiador; de aproximarse a la novela sin ser novelista, en absoluto; de acercarse al periodismo sin abandonar esos dos lados, el de la historia y el de la literatura; esa riqueza del género me interesa mucho. Es un género híbrido.
—En lo personal, ¿qué significa haber trabajado tan de cerca con un personaje como Sofía Ímber?
—Yo lo he dicho: ha sido una experiencia enriquecedora desde el punto de vista laboral; yo, como periodista, acercarme a una periodista con la trayectoria de Sofía; y también ha sido una experiencia muy educativa o educadora, o formativa o formadora, desde el punto de vista vital, porque es acercarse a su manera de abordar las cosas, a su manera de ser. Eso ha sido muy revelador para mí: descubrir lo que hay detrás de lo que se habla de Sofía, de la imagen que hay. Es decir, descubrir esa porosidad que hay detrás de la máscara pública que puede tener una persona que estuvo en los medios durante 50 años ha sido muy revelador. Sofía ya es casi un mito, y descubrir esa sensibilidad creo que ha sido muy importante; y eso es lo que le ha impresionado a la gente que ha leído el libro: el libro no es un currículum ampliado, tú te metes en el personaje, en la trastienda.
—¿Qué te llevas de Sofía?
—Espero quedarme con Sofía.