Tanto con Obama como con Trump, Estados Unidos pareció caprichoso e incapaz de cumplir sus compromisos; pocos están ahora dispuestos a arriesgarse a depender de su corta capacidad de atención
Haviv Rettig Gur*
Las elecciones estadounidenses fueron hace más de una semana. Donald Trump, elegido en 2016 como abanderado sin complejos de una guerra cultural, se niega a ceder, y busca anular en tribunales el conteo de votos de los estados indecisos. Joe Biden, mientras tanto, designó el martes a sus «equipos de revisión de agencias», grupos de expertos encargados de trazar las políticas actuales y las prioridades organizativas de las muchas agencias del gobierno federal antes de la «transición».
Los extranjeros no se dan cuenta —y los estadounidenses tampoco— de que un cambio en la administración de un partido a otro es una tarea tan hercúlea. Los niveles superiores de la administración sirven «la voluntad del presidente», que posee poderes de nombramiento y reorganización que no tienen equivalente para un primer ministro israelí, por ejemplo.
(Foto: AP)
Una administración entrante es una organización en sí misma, que debe instalarse rápidamente en el aparato federal, establecer su cultura y jerarquías de gestión, nombrar a cientos de funcionarios y orientar de manera eficiente las políticas de enormes agencias federales a la visión del nuevo presidente. Inmigración, tesorería, política exterior, justicia, educación: una parte importante del escalafón superior de la administración federal gira con ellos o se aparta del camino. Es una especie de revolución controlada.
Por lo tanto, pasará tiempo antes de que la administración Biden se ponga a pensar seriamente en el Medio Oriente. Pero cuando lo haga, el presidente electo descubrirá una región fundamentalmente distinta a lo que era cuando él ayudó a impulsar el acuerdo nuclear con Irán.
Los israelíes estuvieron enormemente interesados en las elecciones estadounidenses. Fue el tema omnipresente de conversación en Twitter y Facebook en idioma hebreo, en los medios de comunicación, y en debates en la calle. Los israelíes comunes leyeron y opinaron como nunca antes sobre la política de los judíos estadounidenses, aprendieron sobre el “Cinturón de Óxido” y el “Cinturón del Sol”, y escucharon con atención los informes sobre las cambiantes lealtades de las mujeres suburbanas y los cubanoamericanos.
Esta fascinación tiene sentido. En parte, ese interés nace del puro ruido que hace Estados Unidos. El estruendo del entretenimiento estadounidense, las guerras culturales y la política resuena en las tierras altas paquistaníes más lejanas y en las aldeas más profundas de América del Sur. Estados Unidos no puede evitar ser ruidoso, y pocas naciones son tan receptivas a su ruido como Israel.
Pasará tiempo antes de que la administración Biden se ponga a pensar seriamente en el Medio Oriente. Pero cuando lo haga, el presidente electo descubrirá una región fundamentalmente distinta a lo que era cuando él ayudó a impulsar el acuerdo nuclear con Irán
Pero hay otra razón para la fascinación de los israelíes. La administración saliente demostró una vez más el papel poderoso que puede tener el presidente estadounidense en el escenario mundial, y la diferencia que puede hacer para un país pequeño como Israel. La presión de la administración Trump sobre Irán, el respaldo a las nuevas alianzas entre Israel y los Estados del Golfo, incluso la desagradable presión estadounidense para reducir los florecientes lazos comerciales de Israel con China, tuvieron mucho impacto local: Estados Unidos sigue siendo el gorila de 500 kilos en la sala. Lo ames o lo odies, no puedes dejarlo fuera de tus cálculos.
Es un desafío especial para un país como Israel, entonces, cuando la superpotencia Estados Unidos parece estar hasta en la sopa.
Promesas de transición
En los últimos cinco años, Estados Unidos pasó de ser el eje de un régimen internacional de sanciones anti-Jamenei a empoderar a Irán como hegemón regional, a pesar de los aullidos de los aliados cercanos que habían apostado su seguridad a las promesas una vez confiables de Estados Unidos. Ese cambio liberó el estrangulamiento de la economía de Irán, inundó a la Guardia Revolucionaria con nuevos fondos, y provocó un aumento de las intrusiones iraníes en todo el mundo árabe. Luego, bajo Trump, Estados Unidos dio un giro hacia atrás, restaurando y apretando el estrangulamiento del régimen.
Ahora, algunos esperan que Estados Unidos se desvíe nuevamente bajo Biden, relanzando un acuerdo de levantamiento de sanciones aún poco claro con los ayatolás.
La lección en la región es simple y va mucho más allá de la cuestión de Irán. La vacilación en Siria y el manejo torpe del tema del arsenal químico de Bashar al-Assad, sus dramáticos cambios en el frente palestino —tema tras tema, Washington ha redefinido objetivos estratégicos fundamentales por capricho, tanto bajo el serio Obama como con el caótico Trump—.
Estados Unidos ha parecido constantemente sorprendido por los acontecimientos y habitualmente incapaz de cumplir sus compromisos, sin importar cuán solemne o recientemente los haya hecho. Las guerras culturales internas de Estados Unidos ahora llegan profundamente a su política exterior, y no se puede esperar que ninguna promesa de un presidente estadounidense sobreviva a la transición al siguiente.
Incendiado repetidamente por los cambios de dirección estadounidenses, Oriente Medio ha desarrollado un saludable escepticismo sobre Estados Unidos
En Israel, esta preocupación toma la forma de ansiedad sobre si Israel se está convirtiendo en un tema «partidista», pero la preocupación básica es compartida por todos, incluidos los saudíes y los iraníes. Es una inquietud creciente en Europa, en la península de Corea y entre esas pequeñas naciones que limitan con vecinos grandes y ambiciosos como Rusia y China. Es compartida, por supuesto, por los palestinos.
Y ese simple hecho significa que Biden es, en un sentido importante, libre. Incendiado repetidamente por los cambios de dirección estadounidenses, Oriente Medio ha desarrollado un saludable escepticismo sobre Estados Unidos.
«Israel no tiene una política exterior, solo una política interior», bromeó una vez Henry Kissinger. Está creciendo el consenso en el Medio Oriente de que Estados Unidos también ha subordinado su política exterior a sus disputas internas, y que las acciones de sus presidentes en el escenario mundial están destinadas principalmente a la molienda política en casa. Si bien el mundo está infinitamente fascinado con Estados Unidos, no ocurre lo mismo a la inversa.
Trump fue, irónicamente, un actor más estable y coherente en el Medio Oriente que Obama, en el sentido de que su política fue, en el análisis final, más simple y predecible. Pero Trump también estaba, en lo fundamental, más cerca de Obama de lo que cualquiera de los dos quisiera pensar. Fue un entusiasta defensor de la reducción de los costosos enredos estadounidenses en una región impredecible. Su administración eligió apoyar a diferentes actores regionales que la de su predecesor, pero no modificó el concepto básico de buscar estabilizadores regionales que pudieran permitir la desconexión estadounidense.
Un amigo poderoso pero menos coherente
Estados Unidos es un amigo poderoso para tener del propio lado, como demostraron tanto Obama como Trump. Nadie cuestiona el poder estadounidense. Pero hoy en día pocos están dispuestos a arriesgarse a depender de la capacidad de atención y la coherencia política de Estados Unidos en todas las administraciones.
Entonces, lo mejor para el nuevo presidente electo es el hecho de que nadie dependerá de él. La presunción de la falta de fiabilidad estadounidense se incluye ahora en los cálculos regionales. Y eso limita la cantidad de daño que él, o cualquier presidente de Estados Unidos en los próximos años, pueda hacer.
La presunción de la falta de fiabilidad estadounidense se incluye ahora en los cálculos regionales. Y eso limita la cantidad de daño que Biden, o cualquier presidente de Estados Unidos en los próximos años, pueda hacer
Ya no tiene sentido temer que Biden se vuelva a comprometer con Irán y le dé la espalda a la floreciente alianza israelí-saudí. La segunda es producto de lo primero. Fue el empoderamiento de Obama a Irán, y no los esfuerzos diplomáticos de Trump, lo que impulsó la normalización entre Israel y el Golfo en primer lugar. Si Biden sigue los pasos de Obama y refuerza a Irán y su eje chiíta, un acuerdo entre Israel y Arabia Saudita será cada vez más probable. Y si se apega más al sentido de la región de la administración Trump y se inclina hacia el eje israelí-sunita, eso también acercará la normalización israelí-saudí.
Es muy probable que Biden intente hacer ambas cosas: restaurar un mínimo de acuerdo con Irán al estilo de Obama, y al mismo tiempo armar y respaldar la asociación israelí-saudí. Los demócratas se burlaron de la paz israelí-emiratí como una «venta de armas», aparentemente suponiendo que fue obra de Trump y no una respuesta a las acciones anteriores de Obama en la región, por lo que deben ser desacreditados.
Pero son los demócratas los que planean facilitar el rearme de Irán mediante el alivio de las sanciones y, al mismo tiempo, apoyan un contrapeso israelí-saudí. Nadie escuchará al presidente Biden sobre cuestiones estratégicas fundamentales; ese barco ya ha zarpado. Pero todos estarán ansiosos por más paz, en forma de venta de armas.
*Periodista, corresponsal político y analista jefe en The Times of Israel.
Fuente: The Times of Israel. Traducción NMI.